23.12.20


SOLO, 2020. Matías Costa

Sala Canal, Madrid.






Llegó un momento en que empezó a tocar las cosas. Sintió la necesidad de detenerse ante todo. Abría el grifo para comprobar con la mano cómo caía el agua. Había descubierto todas las esquinas que tenía su casa. Apoyaba la frente en ellas y las recorría hasta donde le permitía su altura. Todo era distinto al tacto, y cada nueva sensación lohacía temblar, por la extrañeza y por la emoción. Todo era piel. Cuanta más violencia había en su casa, más se refugiaba él en el universo táctil de lo insignificante. Cada grifo, cada palabra hiriente que caía como un puño cerrado, le hacía ir más profundo en ese barniz de irrealidad que lo cubría todo.






De nuevo Cargo. O como lo vaya a llamar ahora. Vuelvo a Las Palmas, más que por retomar ese tema, que yo ya doy por cerrado, por retomar la vivencia, la experiencia de viajar y fotografiar. Creo que ese paso de melancolía, que ahora vuelvo a constatar que me acompaña en cada viaje, es al mismo tiempo la materia con la que trabajo y mi peor enemigo, mi criptonita.

La tristeza inherente en cada viaje es motor y freno. Y así funciona esta máquina.





Entre yo y la vida hay un vidrio tenue. Por más nítidamente que yo vea y comprenda la vida, no puedo tocarla.





De pronto, una aparición. Y yo ya sé que hay que fiarse de las apariciones, porque lo llevan esperando a uno toda la vida, y no es cuestión de pasarlo de largo.

Valeria Luiselli en El Pais (17 de junio, 2011), habla de su novela "Los ingrávidos": "Son personas que no están en sus vidas. Fantasmas." Y claro, eso habla de mí. Aparece la palabra francesa décalage (desajuste, desfase), que ella utiliza para expresar "un abismo que te separa de tu existencia". Eso también es para mí. Y recuerdo, a bordo del avión en mis viajes a París, cuando escuchaba la palabra décollage (despegue), que yo interpretaba también como un distanciamiento de mi propia existencia, una separación de mí mismo.

Ese décalage o décollage, estar lejos de uno mismo, de su dolor, de su vida y su existencia, es lo que llevo toda mi vida haciendo.





Las figuras imaginarias tienen más importancia y más verdad que las reales.





Siento el tiempo como un dolor enorme. Siempre abandono las cosas en medio de una exagerada conmoción.





Desconfiar de las apariencias.

Fiarse de las apariciones.





Cuando buceo en archivos ajenos buscando fotos, selecciono deliberadamente aquellas imágenes que son imperfectas. Las que fallan en su composición y parecen caerse, o los retratos donde el sujeto tiene una expresión inesperada y extraña.

No me atraen las imágenes bien compuestas, donde todo cuadra. Busco la incertidumbre, algo inacabado, o mal acabado, donde interviene el azar. Fotos aparentemente fallidas a las que el error ha dotado de magia, seleccionándolas involuntariamente para la posteridad.

Me gustaría que ocurriera algo así con mis fotos, las que yo hago.





A consecuencia de un hecho actual, otro anterior cobra importancia. Poner en conexión hechos separados en el tiempo. ¿No es así como funciona el inconsciente? Haciendo esos saltos temporales. En eso consiste mi proyecto sobre la familia, en crear vínculos, descubrir conexiones, cerrar círculos, relacionando acontecimientos por años de distancia.





De cualquier viaje, por breve que sea, regreso como de un sueño lleno de sueños—una confusión entumecida, con las sensaciones pegadas unas a otras, ebrio de lo que ví.





Salgo a recorrer la zona, buscando fotografiar algo sin nombre que se me escapa desde el primer día. En estas últimas horas, en las que ya ni hay luz, intento atrapar laatmosfera del canal. Fotografío el agua detenida, la frondosidad tropical, los barcos grandes y lentos. Es todo eso, pero no es eso. Lo que busco es lo que no se ve. La humedad, la intuición de un cocodrilo al fondo de un agua densa, el olor de las hojas de mango, las nubes de mosquitos, el aroma embriagador de la piel de esa mujer después del baño, la falta de aire fresco, la ropa mojada de sudor, el sabor dulce de todas las frutas. Trato de fotografiar todo eso, pero no encuentro cómo.





No termino de resolver el conflicto con la información que me gustaría añadir a algunas fotos. El contexto. Hay imágenes, a las que un título o un pie de foto cambian de significado. Pienso en una de Alec Soth de una casa junto a un árbol en un paisaje desolado. Es una foto bonita, sin más. Se titula "El hogar de la infancia de Johnny Cash". El título la convierte en una fotografía sustancial. Esta imágen ahora cuenta algo relevante sobre la cultura americana y sobre las inquietudes de Soth.

Me ocurre con muchas de mis imágenes. Las escaleras de la ESMA, por ejemplo. El que mira lafoto tiene que saber que esa es la escalera por la que bajaban a los detenidos al sótano para ser torturados, en el más famoso centro de tortura de la dictadura argentina del 76 al 83. Quiero decir que estoy pasandopor alto cosas que son importantes y que me olvido de contar. Quizá esa explicación tiene que formar parte de la obra, escribir sobre la foto, en los bordes.




Los lugares guardan una memoria inquietante de lo que en ellos ocurrió. A veces es algo aparentemente trivial. Una sutil reverberación al fondo de un paisaje, un quejido casi inaudible alojado en las paredes.

Pasé una noche en el Hotel Meliá Panama Casal, que antiguamente fue sede de la Escuela de las Américas. Allí adiestraron a los militares latinoamericanos que luego instaurarían dictaduras despiadadas en todo el continente. sentí escalofrios al sospechar que quizá dormía en la misma habitación donde Videla aprendió a torturar.





He amanecido casi de noche, Un mar de niebla cubre Kaunas. Me abro paso entre la masa blanca buscando el lugar donde los dos ríos se juntan. Árboles que parecen ahorcados me rodean. Busco como un ciego, con los ojos bien abiertos y dando tumbos. De pronto una aparición, donde ya nose puede avanzar más.





Sin embargo, cada vez me doy más cuenta de que ciertas cosas tienen como un don de regresar, inesperada e insospechadamente, a menudo tras un larguísimo periodo de ausencia.





Estamos hechos de otros. Llevamos a otros dentro, como muñecas rusas. Y eso que nos pusieron al nacer, nosotros lo ponemos en nuestros hijos, y ellos en nuestros nietos. Gastamos parte de nuestra vida en saber qué hacer con eso que llevamos dentro. Podemos llevarlo intacto hasta la siguiente generación, o colocarlo, después de años, en su lugar, y librarnos de lo que no es nuestro.


Matías Costa

Cuaderno de Campo