22.10.22

Planta del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, s XVI




Cuando, al dejar las ruinas de Cartago, atravesé la Hesperia antes de la invasión de los franceses, pude ver las Españas protegidas aún por sus antiguas costumbres. El Escorial me mostró en un solo paraje y en un único monumento la severidad de Castilla: cuartel de cenobitas, construido por Felipe II en forma de parrilla de mártir, en memoria de uno de nuestros desastres, El Escorial se alzaba sobre un suelo sólido entre unos oscuros cerros. Custodiaba tumbas reales llenas o por llenar, una biblioteca donde las arañas habían dejado su sello, y unas obras maestras de Rafael que se enmohecían en una sacristía vacía. Sus mil ciento cuarenta ventanas, rotas en sus tres cuartas partes, se abrían a los espacios mudos del cielo y de la tierra: la corte y los jerónimos habrían reunido antaño allí el mundo y el desprecio del mundo.

Junto al temible edificio de inquisitorial aspecto expulsado al desierto, había un parque erizado de aulagas y un pueblo cuyos hogares ahumados revelaban el antiguo paso del hombre. El Versalles de las estepas no tenía habitantes más que durante la temporada intermitente en que los reyes residían allí. He viso al zorzal, alondra del páramo, posado en la techumbre con aberturas. Nada era más imponente que estas arquitecturas sagradas y sombrías, de fe inquebrantable, de aspecto altivo, de taciturna experiencia; una fuerza invencible mantenía mis ojos fijos en las jambas sagradas, ermitaños de piedra que sostenían a la religión sobre sus cabezas.

¡Adiós, monasterios, a los que eché una mirada en los valles de Sierra Nevada y en las playas del mar de Murcia! Allí, al tañido de una campana que pronto no tañera más, bajo unos pórticos que se caían, entre unas celdas sin anacoretas, unos sepulcros sin voz, unos muertos sin manes; en unos refectorios vacíos, unos patios abandonados en los que Bruno dejo su silencio, Francisco sus sandalias, Domingo su antorcha, Carlos su corona, Ignacio su espada, Rancé su cilicio; en el altar de una fe que se apaga, se acostumbraba a despreciar el tiempo y la vida: y si se soñaba aún con pasiones, vuestra soledad les prestaba algo que casaba bien con la vanidad de los sueños.

A través de estas construcciones fúnebres se veía pasar la sombra de un hombre vestido de negro, de Felipe II, su ideador.


François-René de Chateaubriand 

Memorias de Ultratumba