13.9.25

Estela funeraria, 375 - 350 a. C. Met Museum






La estela

Un equilibrio único se alza sin hacerse ostensible entre la vida y la muerte, entre los vivientes y los ya idos. La imagen que se ofrece en la estela funeraria se distingue de la imagen de un cuerpo vivo, en una superior ligereza, erigida lo preciso para ser vista en el aire, sugiriendo otro aire más blanco y sin obstáculos; un medio sin la resistencia que a su movimiento, y aun a su simple estar, encuentra el cuerpo de carne. y es el maestro o el amigo, o el servidor del reino de los vivos, el que asiste en algún modo al difunto, inclinándose ante él que está sentado como un dios o como un rey. y así le mantiene ligado a la vida; un gesto leve, una solicitud sin pasión bastaría para que la imagen del ido no flote sola -a veces, y en la época tardía o romana, sucede con mayor frecuencia que el adolescente o la muchacha floten en soledad, como habitantes de otro reino. Mas nada hay sobre el cuerpo muerto que pese, que le mantenga encerrado bajo la porción de tierra que le pertenece, ni reducido tampoco a las solas cenizas de aquel que ya se ha ido.
La balanza simbólica que se alza cortando el paso al alma y le marca su destino último, no aparece entre los símbolos griegos, no se hace visible. Mas aquí, en el trato que dieron a la muerte y a los muertos, la balanza invisiblemente ofrece el equilibrio perfecto, la equivalencia entre el estar como vivo y el estar como muerto -el estar a lo vivo y el estar a lo muerto. Y si es así ha de ser en virtud de algo que se intercambia entre los dos estados contrarios. Los contrarios vida-muerte no llegan a ser contradictorios. Una equidistancia respecto de la mirada mira con los ojos mortales, o como si en la mirada, mortal también ella, algo, más allá de la vida y de la muerte, se hermana con ella, con esa imagen, y la sostiene, sin asimilarse a ella, sin confundirse. Mas con ella, detenido en el instante fijo, intersección del tiempo e un intersticio que el tiempo ofrece en los puros instantes de la contemplación; en la paz de la visión que puede tener como contenido apenas nada, poca cosa; una leve imagen sin apenas relieve, y aun menos una indecisa sombra, que asegura la posibilidad de la visión, de una visión entera; una aletheia sin esfuerzo, no obtenida con el discursivo pensar; ni tampoco una gracia recibida, sino el simple ver que se abre en el intersticio del tiempo, como actualidad del posible ver de verdad y por entero. Un empezar a ver o estar a punto de ver que produce la quietud, el estar en sí mismo del sujeto que mira, no arrastrado por el vértigo del abismo de la muerte, y sin ser arrebatado por entusiasmo alguno; una quietud mantenida entre el abismo de abajo y el de arriba, suspendida entre cielo y tierra.

María Zambrano
El hombre y lo divino