15.12.25

Políptico de São Vicente de Fora, 1445 - 1480. Nuno Gonçalves






LOS GRAJOS


LEVANTO la cabeza sin haber oído

nada, y están ahí; empiezan a graznar

cuando miro –un peso del aire

incluso a este lado de la ventana.

Sus maniobras toman la confusión

por mecanismo de orden: revoloteos

aislados, salidas falsas en grupo, alas

suspendidas, pináculos; varias veces

la bandada se junta en vuelo y solo uno

o dos individuos resisten, esperan,

retornan finalmente los demás. La vista

no sabe distinguir el impulso inútil

del rito cumplido: la retirada

diaria de los grajos, que se reúnen

en las piedras góticas antes de alejarse

hacia la ribera. La música

de la retirada: gritos agudos dispersos,

última salva coral. Después,

apenas queda luz.



ES difícil ver el retablo

como ahora, a causa de la clausura

–con este brillo en sus formas italianas

guardado, este regreso de la vida

mientras queda luz. Luego

la voz se siente en el estómago

como un golpe; un niño llega

a la primera fila sin hacer ruido,

solista en lengua extraña

de un rito incomprensible.

Nadie conocerá su nombre cuando se marche,

le cambiará la voz, odiará

este tiempo en las iglesias

–pero le mereció la pena vivir

por esa tarde, por esta rasgadura

del aire.



NO parecería el mismo este Eliot

de una pintura de Motherwell y el otro

de algunos españoles que miden

versos y comparan su música. Hoy

Leopoldo María Panero hablaba

de la distancia entre La tierra baldía

y la célebre foto del año veintisiete,

también Cernuda lo dijo. Los transparentes

trazos grises en la masa ocre

que en algunos ángulos se fingía dorada

e iba tomando volumen

y curvas, componían hombres huecos

expulsados de una emoción

que los rodea y oprime, no sabe

quiénes sean.



POLÍPTICO DE SAN VICENTE


MIRABA a la izquierda

la mínima burbuja del suero,

su imprecisa cadencia, movía

un poco la mano como si lo notara

entrar. A la derecha,

la benéfica arboleda luminosa,

la línea superior de las colinas

oscuras. La rigidez y el frío

de las piernas no importaban,

solo dejar tranquilo al tiempo,

el alimento de la compañía.

Esa forma de ponerlo todo 

entre paréntesis, y a la vez

la voracidad de los detalles, la obsesiva

observación, el tacto.



EN las mañanas de poca luz

la rama, sin contraste, queda

como sombra, ahí abajo,

obligando a levantar los ojos,

buscar en alguna parte negada

la nitidez del color.



AHORA es el intenso azul

de invierno, las figuras de los árboles

impresas sobre el ladrillo,

el reposo de las tejas. Pero siempre

distancia y cercanía coinciden, monte

exterior y diminuta plaza. Los ciclos

del silencio. El de primera mañana,

que sorprende aún cuando encuentras

cada vez la calle; el del manto

solo de la tarde, que deshabita

y adhiere escamas en la piel

interna de los pies. El sentir ambiguo

de las piedras. O cuando andar

por el lomo de los cantos comparte

la emoción de mirar. Lo que consiste

y no es mentira.



EL AIRE


EN la zona más arenosa

del camino, aún estaban

tus huellas, esa suela de pequeñas

pinceladas, corral de animalillos

benéficos. Y el árbol

de ramas amarillas, acolchado

de líquenes. Jugaba a oír tu voz,

hablaba contigo de las hojas de almendro

sobre el hueco del tronco

quemado. Y vi volar

allí donde nombraste la estepa

dos golondrinas.



ESTA vez he vuelto solo

por las flores de Nolde

–orquídea, flor de verano–,

la insólita vida de los colores sombríos;

la desgrané, me la fui describiendo

sin palabras. Luego muy de cerca

reconocí el movimiento leve

de la acuarela en el agua, del color

deslizándose por el agua, parándose

de golpe. La energía,

el pulso del azar.



Miguel Casado

Tienda de fieltro, 2004