Que haya existido en la tradición occidental un pintor como el Bosco es inquietante. Que su lectura nos sea hoy relativamente imposible, más inquietante todavía. Parecería haber representado el Bosco en la multitud humana, extrañamente mezclada con los símbolos -generalmente impasibles- de su propia miseria, un apocalipsis de la estupidez. Quizá habría que sentir hoy al Bosco particularmente próximo, y precisamente por esa precisa razón, por ser el pintor de la estupidez apocalíptica.
La acción, una acción delirante y sin sentido, ocupa frenéticamente los grandes espacios del cuadro. Quedan en medio o al margen o ajenas las grandes figuras exentas, melancólicas o pensativas o infinitamente apacibles o sumergidas en el interior de su sueño o de su secreta visión invulnerable, como la bellísima cabeza dormida del Cristo con la cruz a cuestas, entre tantas cabezas donde la estupidez absoluta se retrata, del Museo de Bellas Artes de Gante. El Cristo (con la cabeza también dormida de la Verónica) es ahí lo solo humano, contra lo humano desrealizado. El Bosco pinta la desrealización de lo humano. La pinta sin piedad, con una inagotable capacidad de imaginar, de generar imágenes (hay que llegar hasta Goya para encontrar una análoga capacidad de engendramiento), en la que entran grandes dosis de ironía o de sarcasmo o de frío horror.
Los cuadros del Bosco no están habitados por un horror físico, sino por el metafísico horror que el espectáculo de la estupidez produce. sobre o contra la estolidez y el tumulto, compone el Bosco las figuras exentas, las figuras que tienen el aura excepcional de la soledad, las figuras que desde ella niegan con su ajena presencia lo humano circundante vivido como desrealización. El cristo portador de la cruz, defendido o clausurado en su sueño; las dos figuras, absolutamente paralelas, del hijo pródigo y del peregrino del carro de Heno; el san Juan en Patmos y el san Juan Bautista en el desierto y, sobre todo, las numerosas versiones de la figura de san Antonio, de las que yo retendría no tanto las del asombroso tríptico de Lisboa, sobre el que en tal decisivo momento se detuvo Flaubert, sino el del santo en su rara cabaña arbórea, tantas veces contemplada en el Museo del Prado, por la infinita distancia que la mirada de esa figura crea desde el cuadro mismo hasta un más allá absoluto del contemplador. Leer al Bosco hoy, en su doble vertiente visionaria: el ruido y la furia y el secreto silencio de la contemplación.
31 de octubre de 1979
José Ángel Valente
Diario anónimo