15.3.22

Degas, La chanteuse au gant,1878.


Dos ideas emergen a la vista de este cuadro espléndido. La primera es que eros (especialmente en Degas) nunca está emparentado con el Imperio o el trono, sino con el escenario y, acaso, el trapecio de circo.

La segunda es que lo moderno es espectral. He ahí, se diría, la Eva futura de Villiers: devenir-máquina de un cuerpo que comparece como en un exceso de frío y oscuro júbilo, incluso con el énfasis forzado de quien actúa en playback. Esta mujer, que semeja un autómata espiritual, canta como en el instante aurático del fin del mundo, si no es ella misma quien lo desencadena, con la boca imperiosa y esa mano de tajante gesticulación militar y torsión un tanto mecánica.

El fondo de la escena (suntuosa antelación de las formas de un Clyfford Still o un Gehrard Richter) parece derretirse ante el grito lívido. Los colores, en franjas, están perdiendo su original nitidez; supuran manchas como bacterias que se estuviesen coagulando antes del momento postrero.
Instante de máxima tensión, perspectiva en suspenso, basculando entre el fondo desenfocado, el brazo cortante y la blancura refractaria, casi de mármol o, mejor aún, de escayola, que impone al rostro la luz artificial que sale de las candilejas, en contrapicado.
Convengamos que asistimos, pues, a una llamada de vocación apocalíptica. Relámpago insensato de un grito que rompe la melodía, la regla de los armónicos: el buen sentido. Ese canto es anatema y profecía al tiempo. Negra amenaza hipnótica en el retorno de la Sibila, bella y enigmática como un ídolo de piedra. Pierrot lunar y fatal.
Todo en el mundo principia y acaba por un ritual de teatro. Estamos en verdad contemplando a la cantante desde un palco, a través de unos binoculares. (Era por eso que el fondo había perdido definición: ahora queda corroborado, también, que hay una específica espectralidad que atañe al mundo técnico, que es conformada por él. Una nueva forma de imagen, con sus gestos y su liturgia, un régimen de visualidad que nos aproxima brutalmente las cosas y al tiempo las absorbe y monumentaliza como en un vacío glacial, casi funerario).
Algo indefinido y malsano se insinúa en la atmósfera y la inminencia de la platea. Una amenaza en medio de ese goce extático y decisivo; igual que el negro del guante se recorta autoritario sobre la sorda turbiedad cromática de las pieles y del fondo. La mirada del pintor escruta sin embargo el motivo con la impavidez del zoom de un objetivo cinematográfico.
La escena, en su meticulosa y morbosa perfección, su precisión quirúrgica, podría estar rodada por Hitchcock.

Alberto Ruiz de Samaniego