15.12.25

László Kraznahorkai







¡Damas y caballeros! Al recibir el Premio Nobel de Literatura 2025, originalmente deseaba compartir con ustedes mis pensamientos sobre la esperanza, pero como mis reservas de esperanza se han agotado definitivamente, ahora hablaré sobre los ángeles.

 

 

1.

Camino de un lado a otro y pienso en ángeles, incluso ahora camino de un lado a otro, no crean a sus ojos—puede parecerles que estoy aquí de pie hablando ante un micrófono, pero no es así, en realidad camino de un lado a otro, de una esquina a otra, y regreso de donde empecé, y así sucesivamente, de un lado a otro, y sí, pienso en ángeles; ángeles, y de inmediato puedo revelar que estos son una nueva clase de ángeles, estos son ángeles que no tienen alas, y así, por ejemplo, no hay necesidad de reflexionar sobre cómo, si las dos alas sobresalen de la espalda de estos ángeles, de hecho, si estas dos enormes alas se extienden tan pesadamente incluso más allá de las capas de estos ángeles, entonces, ¿qué clase de trabajo hace su sastre celestial?, ¿qué tipo de conocimiento desconocido llega a su taller allá arriba cuando los viste?; las dos alas están afuera, por supuesto, están fuera del cuerpo sin cuerpo, pero entonces, ¿dónde colocan esas alas fuera de ese físico sin cuerpo, esa túnica que se enrolla dulcemente alrededor de ellos y que también cubre sus alas, o, por el contrario, si sus alas no sobresalen, entonces cómo cubre esta túnica celestial sus cuerpos junto con sus alas, oh, ¡pobre Botticelli, pobre Leonardo, pobre Miguel Ángel, de hecho pobre Giotto y Fra Angélico! pero no importa ahora, esta cuestión se ha evaporado junto con los ángeles de antaño, los ángeles de los que hablo son los nuevos, eso está claro mientras empiezo a pasear por mi habitación, de la que ahora solo pueden ver que estoy de pie frente a un micrófono al anunciar, como receptor del Premio Nobel de Literatura de este año, que quería hablar sobre la esperanzapero no hablaré de eso ahora, así que en cambio hablaré sobre ángeles, empezaré desde ese punto, y ya había contornos difusos formándose en mi cerebro cuando me dispuse a mi tarea, asumiendo una postura meditativa en mi espacio de trabajo que no es muy grande, en total cuatro por cuatro metros en una habitación en torre a la que hay que restar, por supuesto, el área de la escalera que sube y baja a la planta baja, por supuesto no deben imaginarse una especie de torre de marfil romántica, esta habitación en torre, construida con las tablas más baratas de abeto noruego y ubicada en la esquina derecha de un edificio de madera de una sola planta, se eleva por encima de todo lo demás porque mi terreno está en una pendiente, porque todo está en la cima de la colina, es decir, toda la parcela está en una pendiente y se inclina, además, se inclina profundamente hacia un valle, lo que significa que cuando quise construir una ampliación muy necesaria para las habitaciones de la planta baja, es decir, quería esto porque los libros estaban maniobrando para reclamar cada espacio, entonces, después de cierto tiempo, esta tarea se volvió imposible de posponer, y debido a esta pendiente, la habitación que se construyó como ampliación ya se elevaba como una torre sobre la planta baja, pesando sobre ella, bueno, aquí solo quisiera hablar de ángeles, y no de esperanza, y no de los antiguos, es decir, los ángeles antiguos, porque los antiguos, los alados—piensen en los más famosos de ellos en las pinturas de la Anunciación, producidas en cantidades inconmensurables durante la Edad Media y el Renacimiento—traían un mensaje, un mensaje de que El Que Ha de Nacer nacería; estos eran los ángeles de antaño, estos mensajeros celestiales llegaban continuamente con este u otro mensaje, y según los hallazgos de la angelología, en su mayoría transmiten este mensaje al destinatario verbalmente, o, como se ve en representaciones originadas en los siglos IX y X, leen directamente de una tira ondulante de papel, una cinta de frases, en representaciones en las que la palabra recibe una importancia extraordinaria; sin embargo, estos ángeles, incluso al cumplir otras misiones, aún transmiten—más precisamente, transmitían—el mensaje de El de Arriba a sus elegidos, la palabra velada en luz o susurrada al oído, lo que significa que, independientemente de estas representaciones, estos ángeles no pueden distinguirse realmente de su mensaje—más precisamente, no podían distinguirse de su mensaje—tanto es así que en realidad deberíamos decir que estos ángeles de antaño eran ellos mismos mensajes, ellos mismos eran el mensaje que siempre llegaba de El Que No Puede Ser Suplicado, él los enviaba, él enviaba a los ángeles a nosotros, nosotros que luchamos en el polvo, nosotros que vagamos, condenados a Consecuencias Imprevisibles /¡oh, aquellos hermosos tiempos!/ en una palabra, cada ángel de antaño era un mensaje de alguien para alguien, un mensaje de noticias con carácter de mandato o informe, pero no pretendo abordar este asunto aquí de pie ante ustedes mientras paseo de un lado a otro en mi habitación en torre que, como ya saben, está construida con tablas baratas de abeto noruego y es casi imposible de calentar, y que es una torre solo por la pronunciada pendiente del terreno, bueno, no voy a hablar de los antiguos, aunque las imágenes que viven en nosotros—gracias a los genios de la Edad Media y el periodo moderno temprano, de Giotto a Giotto—aunque estos ángeles de antaño, con sus epítetos apropiados de arrebatadores, sublimes e íntimos, aunque aún puedan tocar nuestras almas en cualquier momento, incluso ahora, aunque puedan tocar nuestras almas incapaces de creer, porque seguramente fueron los únicos que, a lo largo de los siglos, debido a sus apariciones poco frecuentes, nos permitieron deducir la existencia del Cielo, y con eso también pudimos deducir la dirección que creó en nosotros la estructura del universo como dirección, porque donde hay dirección hay distancia, es decir, hay espacio, y donde hay dirección también existirá una distancia entre dos puntos, es decir, hay tiempo, y hay, en consecuencia, desde hace siglos—¡oh! ¡y desde hace milenios!—el mundo que se cree creado, donde estos encuentros con ellos, con estos ángeles de antaño, nos dieron una forma de sentir decisivamente el arriba y el abajo como algo genuino y real, y así, si quisiera hablarles de los ángeles de antaño, estaría caminando en círculos de una esquina, luego regresando a la misma esquina, pero no, los ángeles de antaño ya no existen, solo están los nuevos, y en cuanto a mí, no camino en círculos de una esquina a la misma esquina pensando en ellos mientras estoy aquí ante su atención, porque, como quizás ya he mencionado, nuestros ángeles son estos nuevos, y, habiendo perdido sus alas, ya no disponen de esas túnicas que se enrollan dulcemente alrededor de ellos, caminan entre nosotros con ropa de calle sencilla, no sabemos cuántos hay, pero según alguna sugerencia oscura su número permanece inalterado, y, al igual que los ángeles de antaño en los viejos tiempos, estos nuevos también aparecen de manera inquietante aquí y allá, aparecen ante nosotros en los mismos tipos de situaciones en nuestras vidas como lo hacían los antiguos, y de hecho es fácil reconocerlos si ellos quieren que lo hagamos, si no ocultan lo que llevan dentro de sí, es fácil porque es como si entraran en nuestra existencia con un tempo diferente, un ritmo diferente, una melodía diferente a la que nosotros caminamos, nosotros que nos esforzamos y vagamos en el polvo aquí abajo, además, ni siquiera podemos estar tan seguros de que estos nuevos ángeles lleguen de algún lugar allá arriba, porque ni siquiera parece que haya un ‘allá arriba’ ya, como si eso también—junto con los ángeles de antaño—hubiera cedido su lugar al eterno ALGÚN LUGAR donde ahora solo las estructuras insanas de los Elon Musk de este mundo organizan el espacio y el tiempo, y de esto puede surgir que mientras ustedes ven y oyen invariablemente solo a un anciano ante ustedes, hablando en su propio idioma desconocido con motivo de recibir el Premio Nobel de Literatura, un anciano que por supuesto pasea invariable y precisamente en esa misma habitación en torre imposible de calentar, entre las tablas de abeto noruego, paseando de un lado a otro, es decir, soy yo mismo, el que ahora acelera el paso como si quisiera expresar que sus pensamientos sobre estos nuevos ángeles requieren un tipo diferente de pisada y una velocidad diferente de quien piensa en ellos, y de verdad, ahora que acelero mis pasos, de repente me doy cuenta de que estos nuevos ángeles no solo no tienen alas, sino que tampoco tienen mensaje, ninguno en absoluto, están simplemente aquí entre nosotros con su ropa de calle sencilla, irreconocibles si así lo desean, pero si desean ser reconocidos, entonces eligen a uno de nosotros, se acercan, y de repente, en un solo instante, las cataratas caen de nuestros ojos, la placa se desprende de nuestros corazones, es decir, se produce un encuentro, nos quedamos allí en shock, oh Dios mío, es un ángel, están aquí ante nosotros, solo que... no nos dan nada, no hay ningún tipo de frase ondulando a su alrededor, no hay luz con la que puedan susurrarnos al oído, es decir, no pronuncian ni una sola palabra, como si se hubieran vuelto mudos, solo se quedan allí y nos miran, buscan nuestra mirada, y en esta búsqueda hay una súplica para que miremos a sus ojos, para que nosotros mismos podamos transmitirles un mensaje, solo que, lamentablemente, no tenemos mensaje que dar, porque solo podríamos decir en respuesta a esa mirada suplicante lo que se dijo en respuesta hace mucho tiempo, cuando aún había una pregunta, pero ahora no hay ni pregunta ni respuesta, así que bueno, ¿qué clase de encuentro es este, qué clase de escena celestial y terrenal es esta?, ellos solo se quedan allí ante nosotros, mirándonos, y nosotros también solo nos quedamos allí mirándolos, y si ellos entienden algo de todo esto, ciertamente nosotros no entendemos lo que está pasando, el mudo al sordo, el sordo al mudo, ¿cómo podría haber alguna conversación de esto, cómo podría haber algún entendimiento, ni hablar de la presencia divina, cuando de repente le ocurrirá a toda persona solitaria, cansada, afligida y sensible, como está ocurriendo ahora mismo—si puedo contarme entre ustedes—me ocurrirá a mí, yo que aparentemente estoy aquí ante ustedes hablando al micrófono, pero que en realidad estoy allá arriba en la habitación en torre, como saben, entre las tablas de abeto noruego y el aislamiento vergonzoso, se da la realización de que estos nuevos ángeles en su infinita mudez quizás ya ni siquiera sean ángeles, sino sacrificios, sacrificios en el sentido original y sagrado de la palabra, rápidamente saco mi estetoscopio, porque siempre lo llevo conmigo, y lo tengo ahora también, mientras hablo desde esa habitación en torre, paseando de un lado a otro, y muy suavemente coloco el diafragma y la campana en todos sus pechos, e inmediatamente oigo el sonido del destino, oigo sus destinos, y con esto cruzo hacia tal destino, siento tal destino latiendo que inmediatamente transforma este momento, pero sobre todo el siguiente momento que habría estado ante mí, porque no, el momento que parecía seguir no es el momento que sigue, sigue un momento completamente diferente, el momento de shock y colapso cae sobre mí, porque mi estetoscopio detecta la historia horrenda de estos nuevos ángeles que están ante mí, la historia de que son sacrificios, sacrificios: y no por nosotros, sino por culpa nuestra, por cada uno de nosotros, por culpa de cada uno de nosotros, ángeles sin alas y ángeles sin mensaje, y todo el tiempo sabiendo que hay guerra, guerra y solo guerra, guerra en la naturaleza, guerra en la sociedad, y esta guerra se libra no solo con armas, no solo con tortura, no solo con destrucción: por supuesto, este es un extremo de la escala, pero esta guerra avanza también en el extremo opuesto de la escala, porque basta una sola palabra mala, una sola palabra mala lanzada hacia uno de estos nuevos ángeles, basta un solo acto injusto, irreflexivo, indigno, basta una sola herida de cuerpo y alma, porque cuando nacieron no estaban destinados a esto, son indefensos ante esto, indefensos ante el aplastamiento, indefensos ante la vileza, ante la despiadada crueldad cínica contra su inocencia y castidad, basta un solo acto, pero incluso una sola palabra mala basta para que sean heridos por toda la eternidad—lo que no puedo remediar ni con diez mil palabras, porque está más allá de todo remedio.

II.

 

¡Ah, basta de ángeles!

 

Hablemos en cambio de la dignidad humana.

Ser humano—criatura asombrosa—¿quién eres?

Inventaste la rueda, inventaste el fuego, comprendiste que la cooperación era tu único medio de supervivencia, inventaste la necrofagia para poder ser señor del mundo bajo tu mando, adquiriste un intelecto sorprendentemente grande, y tu cerebro es tan grande, tan surcado y tan complejo que realmente, por medio de este cerebro, adquiriste poder, aunque algo limitado, sobre este mundo que también fue nombrado por ti, llevándote a tales reconocimientos de los que más tarde resultó que no eran ciertos, pero te ayudaron a progresar en el curso de tu evolución; tu desarrollo, avanzando a saltos y brincos aparentes, reforzó tu especie sobre la Tierra y la hizo crecer, te reuniste en hordas, construiste sociedades, creaste civilizaciones, también fuiste capaz del milagro de no extinguirte, aunque esa posibilidad también existía, pero una vez más te pusiste de pie sobre tus dos piernas, luego, como homo habilis, fabricaste herramientas de piedra, y también supiste cómo usarlas, luego como homo erectus, descubriste el fuego, y luego, por un pequeño detalle—en contraste con el chimpancé, tu laringe y paladar blando no se tocan—te fue posible dar origen al lenguaje, en paralelo al desarrollo del centro del habla del cerebro; te sentaste con el Señor de los Cielos, si podemos creer los pasajes silenciados del Antiguo Testamento, te sentaste con Él, y diste nombre a todas las cosas creadas que Él te mostró, luego inventaste la escritura, pero para entonces ya eras capaz de razonamientos filosóficos, primero conectaste los acontecimientos, luego los separaste de tus creencias religiosas; refiriéndote a tu propia experiencia, inventaste el tiempo, construiste vehículos y barcos, vagaste por lo Desconocido en la Tierra, saqueando todo lo que podía ser saqueado, comprendiste lo que significaba concentrar tu fuerza y tu poder, cartografiaste planetas considerados inalcanzables, y para entonces ya no considerabas al Sol como un Dios ni a las estrellas como determinantes del destino, inventaste, o más bien modificaste la sexualidad, los roles de hombres y mujeres, y muy tarde, aunque nunca es demasiado tarde, descubriste el amor para ellos, inventaste los sentimientos, la empatía, las diferentes jerarquías de la adquisición del conocimiento, y finalmente volaste al espacio, dejando atrás a los pájaros, luego volaste a la Luna, y diste tus primeros pasos allí, inventaste armas capaces de volar la Tierra entera muchas veces, y luego inventaste ciencias de manera tan flexible que el mañana tiene prioridad y mortifica lo que solo puede imaginarse hoy, y creaste arte desde los dibujos en las cavernas hasta La última cena de Leonardo, desde el mágico y oscuro hechizo del ritmo hasta Johann Sebastian Bach, finalmente, de acuerdo con el progreso histórico, tú, con total y absoluta repentina, comenzaste a no creer ya en nada, y, gracias a los dispositivos que tú mismo inventaste, destruyendo la imaginación, solo te queda ahora la memoria a corto plazo, y así has abandonado la noble y común posesión del conocimiento y la belleza y el bien moral, y ahora estás listo para salir a las llanuras, donde tus piernas se hundirán, no te muevas, ¿vas a ir a Marte? en cambio: no te muevas, porque este barro te tragará, te arrastrará al pantano, pero fue hermoso, tu camino a través de la evolución fue impresionante, solo que, lamentablemente: no puede repetirse.

 

III.

Ah, basta de dignidad humana.

Hablemos mejor de la rebelión.

Intenté abordar esto en mi libro El mundo continúa, pero como no estoy satisfecho con lo que escribí, lo intentaré de nuevo. A principios de la década de 1990, en una tarde húmeda y bochornosa, estaba en Berlín, esperando en una de las paradas del U-Bahn en el nivel inferior. Los andenes, como en todo el sistema U-Bahn, estaban dispuestos de modo que en el punto de partida de la dirección correcta de viaje, a solo unos metros de donde el tren continuaba su trayecto por el túnel, había instalado un gran espejo equipado con luces de señalización, en parte para ayudar al conductor a ver toda la longitud del tren y en parte para indicar con precisión dónde, exactamente hasta el centímetro, debía detenerse la parte delantera del tren, temporalmente, mientras los pasajeros bajaban y subían, después de haber llegado. El espejo era, por supuesto, para el conductor, mientras que la luz roja indicaba ese punto perpendicular a las vías donde el conductor debía detenerse para que los pasajeros pudieran subir y bajar con seguridad, momento en el que estas, es decir, las luces, una vez completado el embarque y desembarque, se ponían en verde y el U-Bahn podía continuar su trayecto por el túnel—en mi caso, hacia Ruhleben. Además de un cartel advirtiendo de la necesidad de evitar accidentes y respetar las normas, se había pintado en el suelo una línea amarilla gruesa y muy visible entre la columna que sostenía las luces de señalización y la entrada al túnel, esta línea amarilla servía para indicar que, aunque el andén continuara unos metros más, como lo hacía, el viajero no debía cruzar esta línea amarilla bajo ninguna circunstancia, de modo que aquí—como en cada estación—había una zona estrictamente prohibida entre esta línea amarilla y la entrada al túnel donde una persona, es decir, un viajero, no debía, bajo ninguna circunstancia, poner un pie. Esperaba que el tren llegara desde la dirección de Kreuzberg, y de repente noté que había alguien en esta zona prohibida. Era un mendigo, que—con la espalda encorvada por el dolor, el rostro, en ese dolor, ligeramente vuelto hacia nosotros, como alguien que cuenta con la compasión—intentaba orinar en la pasarela sobre las vías. Se podía ver que orinar le causaba un gran sufrimiento, ya que solo podía liberarse gota a gota. Para cuando comprendí plenamente lo que estaba ocurriendo, las personas a mi alrededor también se dieron cuenta de qué tipo de incidente inusual estaba perturbando la tarde en nuestro nombre. De repente y generalmente, casi de manera palpable, se formó la opinión unánime de que esto era un escándalo, y este escándalo debía terminar de inmediato, este mendigo debía irse, y debía restablecerse la validez de la línea amarilla pintada. No habría habido problema si el mendigo hubiera podido terminar, volver entre nosotros, luego subir las escaleras al nivel superior, pero este mendigo no terminó, presumiblemente porque no pudo terminar, y lo que acercó aún más este evento al problema fue que en el andén opuesto apareció de repente un policía que, llamando desde allí, casi cara a cara con el mendigo, se dirigió decididamente al infractor, diciéndole de inmediato que cesara lo que estaba haciendo. Estas estaciones del U-Bahn—una vez más, por motivos de seguridad—están construidas de modo que los trenes que se mueven en direcciones opuestas, llegando a una determinada parada y luego continuando, están separados entre sí, es decir, los dos juegos de vías están situados en una zanja de aproximadamente diez metros de ancho y casi un metro de profundidad, de modo que si un pasajero quisiera reconsiderar su viaje, deseando pasar de un andén que sirve a trenes que llegan en una dirección a otro andén donde los trenes van en otra dirección, entonces este pasajero solo podría hacerlo caminando hasta la escalera al final del andén, subiendo las escaleras al nivel superior, cruzando el pasillo sobre las vías hasta el otro lado, luego bajando las escaleras, y solo así podría llegar al andén del tren que de repente desea tomar, mientras que, por supuesto, nunca podría simplemente saltar a la zanja con sus dos juegos de vías y atravesar esos diez metros caminando sobre las vías, no, esto, si es posible distinguir grados de prohibición, estaba aún más prohibido, además de ser, por supuesto, potencialmente mortal, y expreso este hecho obvio con tanto detalle porque el mencionado y visiblemente enfurecido policía—preservando algo de su dignidad, pero haciendo uso de su mandato y benevolencia—ciertamente tendría que usar la misma ruta, es decir, tendría que dirigirse hacia las escaleras que llevan al pasillo superior en el otro andén, luego, subiendo estas escaleras, tendría que correr hacia este lado y bajar las escaleras, llegando finalmente a donde estábamos.

Este era el precedente, que obligaba también al policía a seguirlo, porque desde el momento en que notó al mendigo, gritó varias veces con su propia voz hueca y aguda, pero en vano, ya que el mendigo no le prestó atención, su cabeza aún vuelta hacia nosotros, mirándonos con una mirada invariablemente reflejo de su tortura, mientras las gotas de orina seguían cayendo sobre las vías; realmente, un insulto sin igual a las normas, al orden, a las leyes y al sentido común, es decir, que este mendigo no prestó atención al policía, y, para emplear una expresión que probablemente el propio policía habría usado: actuó como si fuera sordo, lo que causó un dolor particular a este policía.

Por supuesto, el mendigo había incluido al policía en sus cálculos, que debido a su dolorosa ventaja, el policía sería más rápido que él, y que de ninguna manera—ni por su propia voluntad ni por la voluntad de la naturaleza—podría poner fin a esta actividad prohibida a tiempo, por lo tanto, cuando notó que el policía se apresuraba, de hecho, corría en el otro andén para llegar al aún distante nivel superior en la cima de las escaleras, cruzar sobre las vías, luego bajar aquí a nuestro lado y agarrar a este mendigo por la oreja, el mendigo, gimiendo, con enorme dificultad, dejó lo que estaba haciendo y comenzó a huir en nuestra dirección para llegar lo antes posible a la escalera más cercana que subía y luego desaparecer de alguna manera.

Fue una competencia horrenda. Todos los que estábamos en nuestro andén guardamos completo silencio cuando el mendigo partió, porque era inmediatamente evidente que esta huida no conduciría a nada, porque el viejo mendigo comenzó a temblar por todo el cuerpo; sus piernas y su cerebro, que dirigía sus piernas, parecían ya no funcionar correctamente, de modo que mientras observaba al policía en el otro lado tratando de llegar al pasillo superior—¡metro a metro!—el mendigo, en nuestro andén, solo podía avanzar centímetro a centímetro y solo con un esfuerzo horroroso, agitando los brazos, mientras el policía también, él también miraba esos diez metros que los separaban. Estos diez metros significaban una tortura pesada para el policía, un obstáculo inmerecido y punitivo, mientras que de nuestro lado, esos mismos diez metros significaban demora, una demora que en sí misma llevaba el aliento sin sentido, pero manifiesto, de que el mendigo aún podría escapar de la acusación obvia que seguiría. Viendo el asunto desde el punto de vista del policía, él mismo representaba la ley, el Bien sancionado por todos y por tanto obligatorio ante el infractor, este repudiador de lo racional juzgado por todos—en otras palabras, el Malvado. Sí, el policía representaba el Bien obligatorio, pero en ese momento dado era impotente, y dentro de mí, mientras, humillado, observaba esta competencia inhumana entre metros y centímetros, sucedió que mi atención de repente se volvió agudísima, y esta atención agudísima hizo que el momento se detuviera. El momento se detuvo exactamente cuando se notaron mutuamente: el buen policía percibió que el malvado mendigo estaba orinando en la zona prohibida, y el malvado mendigo vio que, para su propia desgracia, el buen policía había visto lo que estaba haciendo. Había en total diez metros entre ellos, el policía había agarrado su porra, y antes de poder empezar a correr, se detuvo en seco, oh, había una fuerza infinita, pero interrumpida, en este movimiento, sus músculos estaban tensos, listos para saltar, porque por un momento, le cruzó por la mente: ¿y si simplemente saltaba esos diez metros?, mientras que del otro lado, aún bajo la protección de esos diez metros, el mendigo agitaba los brazos y temblaba en su doble indefensión. Aquí mi atención se detuvo, y aquí ha permanecido hasta hoy mientras pienso en esa imagen, ese momento en que el policía enfurecido, blandiendo su porra, comienza a correr tras el mendigo, es decir, ese momento en que el Bien obligatorio comienza a correr hacia el Mal que emerge una vez más disfrazado de mendigo, además, no simplemente hacia el Malvado, sino, por la conciencia e intención de este acto, hacia el Mal mismo, y de este modo, en este cuadro congelado que veo continuamente, y veo incluso hoy, al que se apresura en el andén lejano, sus pasos rápidos llevándolo metro a metro, y, de nuestro lado, veo al culpable, gimiendo, temblando, impotente, casi paralizado por el dolor, pues quién sabe cuántas gotas de orina quedaban en ese cuerpo, avanzando centímetro a centímetro—sí, veo que en esta competencia el Bien todo por diez metros nunca atrapará al Mal, porque esos diez metros nunca podrán ser superados, y aunque este policía pueda atrapar a este clochard cuando el tren retumbe en la estación, a mis ojos esos diez metros son eternos e inconquistables, porque mi propia atención solo percibe que el Bien nunca atrapará al Mal que agita los brazos, porque entre el Bien y el Mal no hay esperanza, ninguna en absoluto.

Mi tren me llevó hacia Ruhleben, y no pude sacarme de la cabeza ese temblor y ese agitar de brazos, y de repente, como un relámpago, la pregunta cruzó mi mente: este mendigo y todos los demás parias, ¿cuándo se rebelarán finalmente—y cómo será esa revuelta?

Quizás será sangrienta, quizás será despiadada, quizás terrible, como cuando un ser humano masacra a otro—entonces aparto el pensamiento, porque digo que no, la rebelión en la que pienso será diferente, porque esa rebelión será en relación con el todo.

Damas y caballeros, toda rebelión es en relación con el todo, y ahora que estoy ante ustedes, y mis pasos en esa habitación en torre en casa empiezan a ralentizarse, una vez más ese viaje a Berlín en el U-Bahn hacia Ruhleben resplandece dentro de mí. Una estación iluminada tras otra pasa deslizándose, no bajo en ninguna parte, desde entonces he estado viajando en ese U-Bahn por el túnel, porque no hay parada donde pueda bajar, simplemente veo las estaciones pasar deslizándose, y siento que he pensado en todo, y he dicho todo sobre lo que pienso de la rebelión, sobre la dignidad humana, sobre los ángeles, y sí, tal vez sobre todo—incluso la esperanza.


László Kraznahorkai

Discurso completo. Entrega Premio Nobel de Literatura 2025

Políptico de São Vicente de Fora, 1445 - 1480. Nuno Gonçalves






LOS GRAJOS


LEVANTO la cabeza sin haber oído

nada, y están ahí; empiezan a graznar

cuando miro –un peso del aire

incluso a este lado de la ventana.

Sus maniobras toman la confusión

por mecanismo de orden: revoloteos

aislados, salidas falsas en grupo, alas

suspendidas, pináculos; varias veces

la bandada se junta en vuelo y solo uno

o dos individuos resisten, esperan,

retornan finalmente los demás. La vista

no sabe distinguir el impulso inútil

del rito cumplido: la retirada

diaria de los grajos, que se reúnen

en las piedras góticas antes de alejarse

hacia la ribera. La música

de la retirada: gritos agudos dispersos,

última salva coral. Después,

apenas queda luz.



ES difícil ver el retablo

como ahora, a causa de la clausura

–con este brillo en sus formas italianas

guardado, este regreso de la vida

mientras queda luz. Luego

la voz se siente en el estómago

como un golpe; un niño llega

a la primera fila sin hacer ruido,

solista en lengua extraña

de un rito incomprensible.

Nadie conocerá su nombre cuando se marche,

le cambiará la voz, odiará

este tiempo en las iglesias

–pero le mereció la pena vivir

por esa tarde, por esta rasgadura

del aire.



NO parecería el mismo este Eliot

de una pintura de Motherwell y el otro

de algunos españoles que miden

versos y comparan su música. Hoy

Leopoldo María Panero hablaba

de la distancia entre La tierra baldía

y la célebre foto del año veintisiete,

también Cernuda lo dijo. Los transparentes

trazos grises en la masa ocre

que en algunos ángulos se fingía dorada

e iba tomando volumen

y curvas, componían hombres huecos

expulsados de una emoción

que los rodea y oprime, no sabe

quiénes sean.



POLÍPTICO DE SAN VICENTE


MIRABA a la izquierda

la mínima burbuja del suero,

su imprecisa cadencia, movía

un poco la mano como si lo notara

entrar. A la derecha,

la benéfica arboleda luminosa,

la línea superior de las colinas

oscuras. La rigidez y el frío

de las piernas no importaban,

solo dejar tranquilo al tiempo,

el alimento de la compañía.

Esa forma de ponerlo todo 

entre paréntesis, y a la vez

la voracidad de los detalles, la obsesiva

observación, el tacto.



EN las mañanas de poca luz

la rama, sin contraste, queda

como sombra, ahí abajo,

obligando a levantar los ojos,

buscar en alguna parte negada

la nitidez del color.



AHORA es el intenso azul

de invierno, las figuras de los árboles

impresas sobre el ladrillo,

el reposo de las tejas. Pero siempre

distancia y cercanía coinciden, monte

exterior y diminuta plaza. Los ciclos

del silencio. El de primera mañana,

que sorprende aún cuando encuentras

cada vez la calle; el del manto

solo de la tarde, que deshabita

y adhiere escamas en la piel

interna de los pies. El sentir ambiguo

de las piedras. O cuando andar

por el lomo de los cantos comparte

la emoción de mirar. Lo que consiste

y no es mentira.



EL AIRE


EN la zona más arenosa

del camino, aún estaban

tus huellas, esa suela de pequeñas

pinceladas, corral de animalillos

benéficos. Y el árbol

de ramas amarillas, acolchado

de líquenes. Jugaba a oír tu voz,

hablaba contigo de las hojas de almendro

sobre el hueco del tronco

quemado. Y vi volar

allí donde nombraste la estepa

dos golondrinas.



ESTA vez he vuelto solo

por las flores de Nolde

–orquídea, flor de verano–,

la insólita vida de los colores sombríos;

la desgrané, me la fui describiendo

sin palabras. Luego muy de cerca

reconocí el movimiento leve

de la acuarela en el agua, del color

deslizándose por el agua, parándose

de golpe. La energía,

el pulso del azar.



Miguel Casado

Tienda de fieltro, 2004

8.12.25

 

Georg Baselitz






ENG | ESP



An object painted upside down is suitable for painting because it is unsuitable as an object. I have no notion about the solidity of the depiction. I don´t correct the rightness of the depiction. My relationship to the object is arbitrary. The painting is methodically organized by an aggressive, dissonant reversal of the ornamentation. Harmony is knocked out of whack, a further limit is reached.


The work of art comes into being in the artist´s head and it remains in the artist´s head. There is no correspondence to any statements in the way of communication, message, opinion or information. He doesn´t give any aid, nor is his work usable. No social or private condition will steer, influence or prevent his result or even make it necessary.


In my paintings I confront myself with the problem of disharmony– yellow on the left, green on the right, one eye closed, one eye open. This ornamental juxtaposition of disharmonies may perhaps create the impression of despair, but all it´s doing is deferring, delaying "coziness". The strange thing one learns is that, after some time, from out of this disharmony beauty sets in again, in other words, harmony.


I am a painter, not a theater director. I don´t want to stage scenes. My main wish is to paint pictures that have never existed before. I come up with an ornament, and this ornament should be different from every other ornament that has ever existed. Everything else happens in the public´s eye.


Paintings have a special kind of gravity, pictorial gravity, and you need to adjust for that with line, color, color weight. If you flip one of my paintings, the balance is gone.









Un objeto pintado al revés es adecuado para la pintura porque es inadecuado como objeto. No busco ninguna noción acerca de la solidez de la representación. No corrijo la exactitud de la representación. Mi relación con el objeto es arbitraria. La pintura está metódicamente organizada mediante una inversión agresiva y disonante de la ornamentación. La armonía queda trastornada, se alcanza un nuevo límite.


La obra de arte surge en la cabeza del artista y permanece en la cabeza del artista. No guarda correspondencia alguna con declaraciones en forma de comunicación, mensaje, opinión o información. No ofrece ayuda ni su obra es utilizable. Ninguna condición social o privada dirigirá, influirá o impedirá su resultado, ni siquiera lo hará necesario.


En mis pinturas me enfrento al problema de la desarmonía: amarillo a la izquierda, verde a la derecha, un ojo cerrado, un ojo abierto. Esta yuxtaposición ornamental de desarmonías quizá pueda crear la impresión de desesperación, pero lo único que hace es diferir, aplazar la comodidad. Lo extraño que uno aprende es que, después de un tiempo, de esa desarmonía surge nuevamente la belleza, es decir, la armonía.


Soy pintor, no director de teatro. No quiero escenificar situaciones. Mi mayor deseo es pintar cuadros que nunca hayan existido antes. Concibo un ornamento, y ese ornamento debe ser distinto de cualquier otro ornamento que haya existido. Todo lo demás ocurre a los ojos del público.


Las pinturas tienen un tipo particular de gravedad, una gravedad pictórica, y hay que ajustarla mediante la línea, el color, el peso del color. Si se da la vuelta a una de mis pinturas, el equilibrio desaparece.



Georg Baselitz

 

Entierro de Cristo (Deposizione), 1602-1604. Caravaggio





PORT | ESP



(...) lá onde se trata de conseguir discernir a própria escuridão como a única luz e a única coisa para ver, como a própria visão. Lá, em lado nenhum, onde se trata de consentir que o exterior tome finalmente todo o interior. Lá onde o si finalmente se liberta de si.


Jean-Luc Nancy, Tombe de sommeil



Luz de presença


Se no espaço tumular "a escuridão é a única luz e a única coisa para ver" (como Jean-Luc Nancy escreve na epígrafe escolhida para este texto), então compreende-se porque é que a pintura existe: é preciso velar (pel´)a escuridão. É preciso ser como uma sentinela, vigiar a noite, e é preciso cuidar dela, velar pela noite. A luz da pintura é como uma luz de presença. ela existe para tornar visível a obscuridade, e não para iluminar as tarefas ou as acções, os instrumentos e os significados do dia. Ela ilumina o mundo sobre um fundo de ausência. É lux e não lumen, seguindo uma distinção que Nancy gostava de usar noutras paragens. (A este respeito, talvez não seja anódino que o homem da lanterna, no quadro intitulado A Captura de Cristo, constitua provavelmente um auto-retrato de Caravaggio...) O "sujeito" de uma pintura nunca é, portanto, o que ela representa, mas a luz que aí se apresenta, a luz de presença trazida pelo pintor para que o mundo possa ver, novamente, o dia. A pintura é o dia visto à luz da noite, da "noite do mundo" – na dupla acepção aqui proposta: a noite que vem das profundezas de um olhar, a noite que provém do fundo ateu da nossa história. Através da pintura, procuramos uma luz de vigília na noite do mundo. Cada pintura é como uma luz de presença que pomos no quarto da nossa infância: o pintor cria uma imagem para responder "presente" à noite em que tudo se ausenta, em que tudo estava ausente. Esta resposta, pórem, não mediatiza a presença e a ausência, não faz passar uma pela outra, nem as subsume numa Presença gloriosa. A pintura responde à noite e isso quer dizer que assume responsabilidade por ela: cada quadro testemunha de uma visão da noite, mostrando-a sob o aspecto luminoso de pigmentos ou de cristais, na forma de pó ou de líquido, ou na própria forma impalpável da luz. (...)



A imagem pura


"A imagem pura é no ser o terramoto que abre a falha da presença. Onde o ser existia em si mesmo, a presença não voltará mais a si: é assim que ela é, ou que ela será, para si mesma. Compreendemos como o tempo é, em muitos aspectos, a própria violência..."

"Há portanto um rasgar do ser no ser, e a imagem é o que se rasga. Ela traz em si a marca desse rasgão: o seu fundo monstruosamente aberto ao fundo, ou seja, ao reverso sem fundo da sua apresentação (as costas cegas do quadro)".



A derradeira questão


(...)

A derradeira questão – o que é que o desaparecimento faz aparecer? –, neste sentido, não requer uma resposta que resolva ou revele um enigma de conhecimento. Actua sobre nós como um trauma, o trauma daquilo que nem sequer vivemos mas que vamos viver para além da vida, aqui mesmo, fora da vida em toda a vida, abrindo-nos à noite que não passa. Provimos dessa noite, deixamo-nos atravessar por ela e, em improváveis momentos de graça, conseguimos devolvê-la uns aos outros, nesta ou naquela forma luminosa, como se estivéssemos a dar a todos o presente de ninguém. Esse trauma – essa ferida para sempre aberta – é o choque de existir que desencadeia repercussões. A arte é uma delas, responde à vida-morte, não como a decifração de um problema, mas precisamente como o retomar do choque, que bate, que ritma, o batimento e a re-percussão em nós da origem: daquela noite imemorial que nos destina à palavra e ao amor.


Tomás Maia

A Noite do Mundo

Jean-Luc Nancy no Atelier de Caravaggio






(...) allí donde se trata de lograr discernir la propia oscuridad como la única luz y la única cosa que ver, como la propia visión. Allí, en ninguna parte, donde se trata de consentir que el exterior tome finalmente todo el interior. Allí donde el sí finalmente se libera de sí.

Jean-Luc Nancy, Tombe de sommeil



Luz de presencia


Si en el espacio tumular “la oscuridad es la única luz y la única cosa que ver” (como Jean-Luc Nancy escribe en el epígrafe elegido para este texto), entonces se comprende por qué existe la pintura: es preciso velar por la oscuridad. Es preciso ser como un centinela, vigilar la noche, y es preciso cuidarla, velar la noche. La luz de la pintura es como una luz de presencia: existe para hacer visible la oscuridad, y no para iluminar las tareas o las acciones, los instrumentos y los significados del día. Ilumina el mundo sobre un fondo de ausencia. Es lux y no lumen, siguiendo una distinción que Nancy gustaba emplear en otros contextos. (A este respecto, quizá no sea irrelevante que el hombre de la linterna, en el cuadro titulado La captura de Cristo, constituya probablemente un autorretrato de Caravaggio...) El “sujeto” de una pintura nunca es, por lo tanto, lo que ella representa, sino la luz que allí se presenta, la luz de presencia llevada por el pintor para que el mundo pueda ver, de nuevo, el día. La pintura es el día visto a la luz de la noche, de la “noche del mundo” – en la doble acepción aquí propuesta: la noche que procede de las profundidades de una mirada, la noche que proviene del fondo ateo de nuestra historia. A través de la pintura, buscamos una luz de vigilia en la noche del mundo. Cada pintura es como una luz de presencia que colocamos en el cuarto de nuestra infancia: el pintor crea una imagen para responder “presente” en la noche en que todo se ausenta, en que todo estaba ausente. Esta respuesta, sin embargo, no mediatiza la presencia y la ausencia, no hace pasar una por la otra, ni las subsume en una Presencia gloriosa. La pintura responde a la noche, y esto quiere decir que asume responsabilidad por ella: cada cuadro testimonia una visión de la noche, mostrándola bajo el aspecto luminoso de pigmentos o de cristales, en forma de polvo o de líquido, o en la propia forma impalpable de la luz. (...)



La imagen pura


“La imagen pura es en el ser el terremoto que abre la falla de la presencia. Donde el ser existía en sí mismo, la presencia ya no volverá a sí: así es como ella es, o como será, para sí misma. Comprendemos cómo el tiempo es, en muchos aspectos, la propia violencia...”

“Hay por lo tanto un desgarramiento del ser en el ser, y la imagen es aquello que se desgarra. Lleva en sí la marca de ese desgarrón: su fondo monstruosamente abierto al fondo, es decir, al revés sin fondo de su presentación (el torso ciego del cuadro).”



La última cuestión


(...)

La última cuestión –¿qué es lo que hace aparecer la desaparición?–, en este sentido, no requiere una respuesta que resuelva o revele un enigma del conocimiento. Actúa sobre nosotros como un trauma, el trauma de aquello que ni siquiera hemos vivido pero que vamos a vivir más allá de la vida, aquí mismo, fuera de la vida en toda la vida, abriéndonos a la noche que no pasa. Procedemos de esa noche, nos dejamos atravesar por ella y, en improbables momentos de gracia, conseguimos devolvérnosla unos a otros, en esta o aquella forma luminosa, como si estuviéramos dando a todos el presente de nadie. Ese trauma –esa herida para siempre abierta– es el choque de existir que desencadena repercusiones. El arte es una de ellas, responde a la vida-muerte, no como la descodificación de un problema, sino precisamente como el retomar del choque, que golpea, que ritma, el latido y la repercusión en nosotros del origen: de aquella noche inmemorial que nos destina a la palabra y al amor.



Tomás Maia
La Noche del Mundo
Jean-Luc Nancy en el Atelier de Caravaggio

7.12.25

DÓNDE ESTARÁN LAS NIEVES DE ANTAÑO
Del 2 de noviembre  al 15 de febrero
Alberto Ruiz de Samaniego
Fundación Cerezales Antonino y Cinia, León


Link Hoja de Sala






Gracias Alberto Ruiz de Samaniego por este texto

Más allá de la existencia, una vez apagada nuestra memoria, nada, sin duda, de nosotros perdura ya. Empero, si existe en algún sitio un lugar por el que vagan las sombras; si existe algún valle siniestro en que los cadáveres permanecen en pie, y no han perdido todavía su sombra los espectros vivientes, Domenico Theotocopuli es el único, después de Dante, que lo ha visitado. Diríase que explora un planeta muerto, que baja a los volcanes apagados en que se acumulan las cenizas y que ilumina una luna pálida y velada a medias. Mas, todo esto lo vio. España ofrece a veces estos aspectos; en invierno, bajo la nieve, o en los días tórridos en que el sol ha abrasado las hierbas y solo existe en el espacio la vibración del silencio, un peso fúnebre que agobia, no se sabe por dónde, el corazón, unos pálidos espejismos y unos lagos melancólicos color de estaño, que se forman y borran alternativamente en el incendiado horizonte.

Elie Faure

 

Jannis Kounellis. Fondazione Prada, Venice. 2019





–En una entrevista de 1980 con Bruno Corá, decía ser "un poeta silencioso, un pintor ciego y un músico sordo"...

–Es una indicación de radicalidad. Para mí la radicalidad tiene que tener un remanente de armonía... que a veces busco y no encuentro. La lengua, naturalmente, es una empresa colectiva y el proceso para llegar a un estadio de libertad es lingüístico. La cultura española es libertaria dogmática.

–Usted habla de la ideología de un árbol de Friedrich o de Van Gogh. ¿Cómo observa el fin de esa concepción de la realidad que pasa por la materia, los olores, las sombras?

–¿Qué significa el fin de algo? Yo no sé que hacen los demás. No quiero saberlo. Hago lo mío, pienso que el peso de algo es importante. Esto coincide con mi idea de la moralidad. Yo no puedo leer en una pantalla digital. Mi lógica tiene que ver con mi lógica. Lo que yo hago tiene que pasar por un cierto canal... Cuando Brancusi se va de Mónaco a París a pie, no es que no tenga dinero, pero se va a pie. Él tenía un fantasma que lo impulsaba. Muchos artistas no tienen ni una mínima idea del fantasma.

–Y ¿cómo vive con su fantasma?

–No puedo vivir sin el fantasma, puedo vivir sin mis padres pero no sin mi fantasma. Si uno es pintor y no le gustan los fantasmas es estúpido. Hay que sentir que está realmente detrás de las cosas y de las condiciones que las cosas sugieren. El arte tecnológico no produce sombras. Yo nací en una cultura en donde todo tiene sombra. Y no pienso abandonarla.


Entrevista a Jannis Kounellis. Pilar Ribal

El Cultural. 31.1.2008

 2008


Los cuadros –la imagen– son ensoñaciones de los rostros.

Las ciudades son ensoñaciones de los cuadros.


El aire como magnitud







2012

Anotaciones frente al Entierro del conde Orgaz


Acabo de entender lo que acababa de ver, cuando las luces impresas por los muros de Toledo repetían los gestos de los pliegues de los mantos de los ángeles. Esos pliegues del Greco como cuchillos, que crean tensiones de puntos de vista, por lo que hace fugar los vacíos y el pálpito del negro.

Es un negro distinto del de Velázquez, un sonido más opaco, igual que la sombra de alguna de las calles. Un negro henchido de otro tipo de profundidad. no es como un latido como en Velázquez, es más como un negro soñado.

Eje inclinado descentrado como fisura de tiempo, como arruga del pliegue, como cascada; es la voz alrededor de la que giran como constelaciones todos los iconos del cuadro.

El Greco claramente tiene que ver con el Giotto. Ambos trascienden en como conviven las tangentes en sus cuadros, en cómo los senos maternos que envuelven los espacios y dan peso tocan el límite del cuadro. 

Pintor de mapas. Todo el cuadro se sostiene por un dibujo sintético invertido de todo el cuadro que se encuentra entre el cielo y al tierra, justo en el punto en el que Rafael pinta el sol desapareciendo en La transfiguración, convirtiéndose en un mecanismo efectivo de bisagra, de orificio del cuadro como puerta... también tangente.

Y en medio la línea del horizonte se hace carne como murmullo, con el misterio del ojo como un pozo, como un centro. Seis llamas, seis manos como seis pájaros sobre el negro. El ojo, el ala, la pierna – muchas fisuras aparecen solo como si se sintiera la mitad de un espejo.


César Barrio

1.12.25


 Ulises y las sirenas. Pintura mural, Pompeya. S I a.C. 






EL ENCUENTRO CON LO IMAGINARIO


Las Sirenas: parece efectivamente que cantaban, pero de un modo que no satisfacía, que únicamente permitía oír en qué dirección se abrían las verdaderas fuentes y la verdadera dicha del canto. No obstante, con sus cantos imperfectos que sólo eran un canto por venir, conducían al navegante hacia ese espacio en donde el cantar comenzaría verdaderamente. Por consiguiente, no se equivocaban, conducían realmente a la meta. Pero, una vez alcanzado el lugar, ¿qué ocurría? ¿Cuál era ese lugar? Aquel donde ya sólo quedaba desaparecer porque la música misma, en esa región de fuente y de origen, había desaparecido más rotundamente que en ningún otro lugar del mundo: mar donde, con los oídos cerrados, se hundían los seres vivos y donde las Sirenas –prueba de su buena voluntad– tuvieron también a su vez que desaparecer un día.

¿Cuál era la naturaleza del canto de las Sirenas?, ¿en qué consistía su defecto?, ¿por qué dicho defecto tornaba aquél tan poderoso? Algunos siempre respondieron: era un canto inhumano; un ruido natural sin duda (¿acaso hay otros?), pero al margen de la naturaleza, en cualquier caso ajeno al hombre, muy bajoy que despertaba en éste ese extremo placer de sucumbir que el hombre no puede satisfacer en las condiciones normales de la vida. Ahora bien, dicen otros, más extraño era el encantamiento: éste se limitaba a reproducir el canto habitual de los hombres, y dado que las Sirenas, que no eran sino animales extremadamente bellos a causa del reflejo de la belleza femenina, podían cantar como cantan los hombres, tornaban el canto tan insólito que hacían nacer, en quien lo oía, la sospecha de la inhumanidad de todo canto humano. ¿Acaso los hombres apasionados por su propio canto habrían perecido, entonces, por desesperación? Por una desesperación muy próxima a la fascinación. Había algo maravilloso en ese canto real, canto común, secreto, canto simple y cotidiano, que de pronto tenían que reconocer, cantado irrealmente por poderes extraños y, es preciso decirlo, imaginarios, canto del abismo que, una vez oído, abría en cada palabra un abismo e invitaba poderosamente a desaparecer en éste.

Dicho canto, no hay que pasarlo por alto, se dirigía a los navegantes, hombres del riesgo y del movimiento intrépido, y él mismo constituía una navegación: era una distancia, y lo que revelaba la posibilidad de recorrer esa distancia, de convertir el canto en el movimiento hacia el canto y dicho movimiento en la expresión del mayor deseo. Extraña navegación, pero ¿hacia qué meta? Siempre ha sido posible pensar que todos los que se acercaron a él no hicieron más que acercarse al mismo y perecieron de impaciencia, por haber afirmado prematuramente: es aquí; aquí echaré el ancla. Según otros, por el contrario, era demasiado tarde: se había ido más allá de la meta; el encantamiento, con una promesa enigmática, exponía a los hombres a ser infieles a sí mismos, a su canto humano e incluso a la esencia del canto, despertando la esperanza y el deseo de un más allá maravilloso, y dicho más allá no representaba más que un desierto, como si la región madre de la música, un lugar de aridez y sequía donde el silencio, lo mismo que el ruido, quemaba, en aquel que hubiese tenido disposición para ello, cualquier vía de acceso al canto. ¿Había pues un principio nefasto en esta invitación de las profundidades? ¿Acaso las Sirenas, como la costumbre nos ha intentado persuadir, eran únicamnete las voces falsas que no había que oír, el engaño de la seducción a la que sólo resistían los seres desleales y astutos?


(...)

No se trata aquí de una alegoría. Se trata de una oscura lucha entablada entre cualquier relato y el encuentro de las Sirenas, ese canto enigmático que es poderoso debido a su defecto. Lucha en la cual la prudencia de Ulises, lo que hay en él de verdad humana, de mistificación, de aptitud obstinada en no seguirles el juego de los dioses, siempre se ha utilizado y perfeccionado. Lo que se denomina la novela nació de esta lucha.


(...)

El relato no es la narración del acontecimiento, sino ese acontecimiento mismo, el aproximarse de ese acontecimiento, el lugar en donde éste está llamado a producirse, acontecimiento todavía por venir y gracias a cuya fuerza de atracción el relato puede esperar, él también, realizarse.

Se trata aquí de una relación muy delicada, sin duda de una especie de extravagancia, pero ésta es la ley secreta del relato. El relato es movimiento hacia un punto no sólo desconocido, ignorado, extraño, sino que parece no tener, de antemano y fuera de dicho movimiento, ningún tipo de realidad, pero tan imperioso, sin embargo, que de él solo saca el relato su atractivo; de manera que éste ni siquiera puede "comenzar" antes de haberlo alcanzado, pero, no obstante, el relato y el movimiento imprevisible del relato son los únicos que proporcionan el espacio donde el punto se torna real, poderoso y atractivo.


(...)

La presencia de un canto solamente todavía por venir. Y ¿qué es lo que aquél tocó en el presente? No el acontecimiento del encuentro hecho presente, sino la apertura de ese movimiento infinito que es el encuentro mismo, el cual siempre está separado del lugar y del momento en el que éste se afirma, pues él es la separación misma, esa distancia imaginaria en la que se realiza la ausencia y sólo al término de la cual el acontecimiento comienza a tener lugar, punto en el que se cumple la verdad propia del encuentro, del cual, en todo caso, querría nacer la palabra que lo pronuncia.



Maurice Blanchot

El libro por venir

23.11.25

La incredulidad de Santo Tomás, 1602. Caravaggio





PORT | ESP



PRÓLOGO

(A Noite do Mundo)


"A imagem é preservada no tesouro do espírito, na noite do espírito; ela é inconsciente, ou seja, não tem de ser exposta como um objecto diante da representação. O homem é essa noite, esse nada vazio que contém tudo na simplicidade dessa noite, uma riqueza de representações, de imagens infinitamente múltiplas, nenhuma das quais lhe vem precisamente à mente ou existe enquanto presente. É a noite, o interior da natureza, que existe aqui – puro si – em representações fantasmagóricas; é a noite em redor; aqui aparece de repente uma cabeça ensanguentada, ali outra silhueta branca, e elas desaparecem também subitamente. É essa noite que se descobre quando se olha um homem nos olhos –mergulhamos o nosso olhar numa noite que se torna terrível; é a noite do mundo que avança ao encontro de cada um".


Este texto fulminante de Hegel descreve a imaginação do Eu, ou deja, a acção que sucede à intuição (no sentido hegeliano deste termo: a imediatez da relação como os objectos.) Na imaginação, o objecto já não está presente como um ente, e o que resta desta presença – resto que só existe para o Eu – chama-se "imagem". Dois traços emergem então desta caracterização da força imaginativa, enquanto acção propriamente humana: o primeiro indica que a imaginação é uma noite, sendo o próprio homem definido como "a noite do mundo". Tal noite é o "ser para si", a noite que cai em pleno dia, onde as coisas só aparecem para desaparecer. O segundo traço diz respeito a estas aparições seguidas de desvanecimentos súbitos e revela o facto de que o desaparecimento, que pode ser interminável sem se tornar um objecto, é a causa do pavor ou da inquietude do Eu (a inquietude do negativo...). É por isso que Hegel afirma que podemos vislumbrar essa noite quando olhamos para um ser humano "nos olhos": não vemos então nenhum objecto representado, mas apenas o fundo inobjectivo e inobjectivável de todas as imagens (ou seja, muito precisamente, aquilo a que Jean-Luc Nancy chamará "o fundo das imagens"). Noite terrível ou pavorosa (furchtbar) porque o que vemos, nas profundezas de um olhar, é que a imaginação não tem fundo. Aí entrevemos um puro nada. (...)

Ora, a arte é imaginação e trabalho: a imagem que se torna um objecto requer um ser dotado de memória e, por tanto, de linguagem. Mas a arte tem a particularidade de não estabilizar o movimento do Eu (pensando primeiramente enquanto noite do desaparecimento). Uma vez postas no mundo, as coisas artísticas não deixam de ser depostas, de se retirar de mundo – ou melhor: a arte é a objectivação de ritmo da de-posição (em que consiste o próprio tempo). As imagens e os objectos de arte, na sua própia aparição, remetem constantemente para essa noite em que as coisas desaparecem (ou, como veremos, para a noite em que nada ainda tinha aparecido). (...)

E isto leva-me directamente a propor que em cada imagem (artística) se procura ver o fundo de um outro olhar e, mais exactamente, ser visto por um ausente (é a tal argumento, ou pelo menos a um argumento análogo, que Nancy nos conduz através do seu comentário sobre o exemplo heideggeriano da máscara mortuária, proposto por sua vez por Heidegger quando empreendeu uma análise do esquematismo kantiano). A arte propõe objectos que desfazem a objetividade do mundo. Neste sentido, a arte visual, e particularmente a pintura, é a imaginação –no sentido estrito: o pôr-em-imagem– da noite do mundo, tal como Hegel a pensava: uma abertura sem fundo e sem fim na intimidade do homem. (...) Luz que existe apenas para iluminar, não este ou aquele objecto, mas a escuridão onde tudo aparece e desaparece. Luz que nos faz ver, em suma, a origem de tudo – que não cessa de se retirar. Como proporei em "Deus occidens", a luz da arte (da pintura) é como uma luz de presença: através dela cuidamos da noite que nos habita ou, melhor, nos assombra. E parece que Caravaggio veio ao mundo não para destruir a pintura (como pretendia Poussin), mas para nos expor a noite que nós somos. A maioria das suas grandes pinturas encontra-se, de facto, banhada numa atmosfera nocturna que, claramente, não é natural: uma noite incandescente no seio da natureza e do mundo. (...)


O negro de Caravaggio, na medida em que é um indice da infinidade do Universo, imerge-nos numa representação inaudita do tempo – ou, para dizer novamente com Bataille, da "nulificação do tempo". (...)

A mística é a experiência do desconhecido e do incognoscível, a experiência de ver que há sempre algo incompreensível na existência de um todo, ou mesmo na existência do todo. E a mística que dá a ver este incompreensível – ou seja, a mística que é a arte – constitui a "potência de tirar imagens desta noite ou de deixá-las cair", para retomar e, talvez, desviar o sentido dos termos de Hegel. Posto em imagens pela luz da arte, o desconhecido permanece obscuro, infinito e, no entanto, visível. Caravaggio foi talvez o primeiro pintor a afrontar este negro irredutível a todo o conhecimento, indomável por qualquer técnica – uma escuridão que tentarei abordar através de dois quadros, aqui propostos como um díptico. O quadro do levantamento e o quadro da queda.

No primeiro volante, a infinidade negra começa por ser uma ferida: apontada pelo dedo indicador de Tomé (ou de Tomás: é o mesmo nome), ela torna-se também o olho da pintura onde cada um de nós se vê observado – e ferido. (...) Ao mesmo tempo, significa também que este vazio é um oco na existência, onde cada um pode decerto melancolicamente afundar-se mas que nos oferece a possibilidade de renascer. Ou seja, de fazer a experiência de um outro (de um segundo) nascimento na própria morte – aquilo a que se poderá chamar a existência poética (ou mística).



DEUS EXANGUE

(Caravaggio e a Ressurreição)


1

(...) Refiro-me ao episódio conhecido como a "incredulidade" do apóstolo Tmé que foi convidado pelo próprio Jesus a tocar no seu corpo ressuscitado. A minha hipótese consiste, portanto, em desenhar uma charneira entre as duas cenas, uma linha que tentarei desdobrar por toques sucessivos, se posso dizê-lo assim. Como é que a interdição de tocar e o convite para tocar (o mesmo corpo, ou seja, o corpo ressuscitado) nos dão a pensar em conjunto, sem contradição, a incrível presença, eis o ponto a elucidar. Pois este ponto é identicamente, como Jean-Luc Nancy gostava de dizer, o ponto onde o toque já não toca, o ponto onde a mão já não agarra – em suma, onde toda a possibilidade de crença falha (ou pelo menos começa a falhar). E é a arte – o gesto de um artista – que no-lo vai mostrar, conduzindo o nosso olharaté ao ponto em que a narrativa bíblica se silencia: ao toque de Tomé.


3

(...) Um Deus de carne e sangue não é uma superfície corporal meramente visível: é uma profundidade que se pode afagar, tocar e até penetrar. É uma abertura tangível no mundo. Ora, se o episódio de Tomé vem depois da encarnação e da morte de Cristo, se ele significa a ansiosa busca de provas da Ressurreição, então "Tomé" é o nome de uma demanda única: deve poder tocar-se no corpo inmortal. Tocar na imortalidade.


6

Más há algo mais decisivo ainda. Quer Tomé lhe tenha tocado ou não, pouco importa no fundo: este apóstolo designa a im-possibilidade de tocar no corpo divino. De duas maneiras, somos confrontados com o intocável (ou seja, com a estrutura geral de sagrado): na narrativa bíblica, através de uma acção suspensa, na pintura, como iremos ver através de um gesto que deixa intacto o corpo de Cristo. Com a sua demanda única, Tomé assinala-nos que a verdadeira prova da presença divina no mundo é uma ausência ou um ter-se ausentado. Deste modo, não há qualquer contradição entre o "não me toques" dirigido a Maria Madalena e o "toca-me" exigido de Tomé: ambos convergem para o limite onde o tocar se desvanece – onde se experiencia, como escreveu Nancy, "a distância intrínseca do toque". Pela minha parte, acrescentarei que Tomé enuncia, através do seu desejo, a verdade da mística: a experiência de tocar no mistério a perder de tacto (como dizemos "a perder de vista"). Tocar o intocável, ver que (não) se vê nada, afundando-se perdidamente na superficie do mundo. De uma maneira ou de outra, Tomé representa o toque que se perde ele próprio ou de si próprio: que não se consuma ou que se desvia ao consumar-se.


7

Avanço, por tanto, a hipótese de qie o branco textual, no relato evangélico, não é acidental: pelo contrário, a suspensão narrativa é um sinal – um sinal silencioso – endereçado à própria natureza so corpo ressuscitado. Deus fez-se carne, esvaziou-se em Cristo (é a kenosis), mas o próprio Cristo, ao morrer, mostra que o corpo ressuscitado é apenas um abismo neste mundo. O vazio crístico é o desnudamento quenótico, se assim posso dizer, de Deus. Cristo é o esvaziamento de Deus. O vazio do túmulo anuncia que o corpo de Cristo é em si mesmo um vazio.


8

Poucos pintores enfrentaram esse vazio. Embora haja um número considerável de pinturas que figuram o toque entre os dois corpos, raras são as cenas em que o próprio vazio é figurado (como nessa espantosa têmpera sobre madeira de Giovanni di Francesco Toscani, pintada cerca de 1419, onde dois dedos de Tomé parecem acariciar uma ausência carnal, que por sua vez é desvelada por um rasgo vertical no tecido esbranquiçado de Cristo). O episódio de Tomé parece oferecer a ocasião para levar a pintura ao seu próprio limite, abrindo-a a uma dupla impossibilidade: uma cegueira (o obscuro da carne) e uma tensão escultórica (a profundidade do corpo). Como se a pintura, no seu limite, só nos permitisse ver um toque; ou como se o pintor – identificando-se com Tomé – pintasse com os olhos na ponta dos dedos e, sobretudo, no seu dedo indicador. Um pintor de algum modo cego (renunciado a ver para além do vazio) e um pintor que talha corpos através da matéria pictórica (a luz), eis o singular desafio que a incredulidade coloca à pintura, a menos que a vontade de acreditar prevaleça sobre a suspensão de toda a crença a de toda a consolação.


9

O pintor que mais se expôs a esta suspensão foi Caravaggio, pintado A incredulidade de São Tomé cerca de 1603 (daí, sem dúvida, a imensa repercussão deste quadro na história da arte e, em particular, na tradição iconográfica de Tomé). Aí, onde a cena bíblica ficou suspensa, Caravaggio introduz um gesto cru, quase cruel, de certa maneira obsceno, não para preencher com falsa certeza a palavra evangélica, mas pelo contrário: para abrir-la sempre e infinitamente. (...) Tudo se passa como se a arte (a arte de Caravaggio) tivesse posto em cena – e diante da cena – o que, na narrativa, foi canonicamente deixado fora de cena. Tudo se passa, com efeito, como se a arte abrisse a religião a si própria, ao se a arte abrisse a religião a si própria, ao seu próprio mistério, assumindo a fundo místico da religiosidade. (...)


10

Há, desde logo, os olhares de todos os discípulos (João, Pedro e o próprio Tomé) convergindo para o ponto central da composição: o dedo indicador de Tomé que entra na ferida ao mesmo tempo que a visão do Ressuscitado se concentra unicamente na sua própria mão, segurando e conduzindo o pulso do incrédulo (como se este último, justamente, fosse cego). Mas esta convergência de olhares não é de todo esquemática: é envolvida pela plasticidade dos quatro corpos que são como que curvados por uma invisível mas omnipresente espiral de Fibonacci, tanto mais vertiginosa quanto nasce na fenda obscura do corpo crístico. A origem da composição é assim o toque Tomé – cujos efeitos visuais se propagam como as ondas de um sismo (percorrendo todas as posturas até às dobras da roupa, até às rugas na testa dos apóstolos). A importância deste ponto vertiginoso é inevitavelmente acentuada pelo chamado "tenebrismo" de Caravaggio: um fundo vazio e quase inteiramente negro do qual os apóstolos (todo vestidos de vermelho) emergem à luz de uma fonte situada à esquerda do quadro, junto a Cristo, ele próprio parecendo não ser mais do que um corpo incandescente com a sua pele lívida (e envolto numa mortalha branca). (Se houve um pintor, antes de Cézanne, que inventou uma luz propriamente pictural, ou seja, uma incandescência, uma luz imanente ao quadro, esse pintor é Caravaggio. O que tentei mostrar noutro lugar sobre Cézanne, nomeadamente que a dita "incandescência" é o meio pictórico pelo qual a nossa tradição pensou a ressurreição do corpo, aplica-se de forma particularmente aguda a esta pintura de Caravaggio, que se propôs a si próprio a tarefa de dar a ver o intocável do ressuscitado. É certo que Caravaggio modela ainda, a seu modo cortante, os corpos em vez de os "modular" [é uma palavra de Cézanne], mas o facto é que a luz caravaggesca já é intranatural – luz que emana do interior de cada corpo, ele próprio pensado, novamente nos termos de Cézanne, como um pouco "de calor solar armazenado": "uma recordação de sol", sendo este último, por sua vez, concebido como o pintor do Universo.)


11

Olhares inclinados e gestos irrompendo das trevas: tudo concorre para a estranha impressão de que testemunhamos uma acção secreta, a acção inominada ou inominável pela Bíblia: a que se desenrola numa cave, ou mesmo numa cripta. Devemos esta intuição a Louis Marin, que caracteriza o espaço negro de Caravaggio como "espaço arcaniano" (em oposição ao "espaço branco de Poussin, espaço arcadiano"). Martin retira duas conclusões decisivas, primeiro quanto ao "fundo negro" dos quadros de Caravaggio, como se ele tivesse escrito tendo diante de si esta pintura precisa (assim como Olivier Cheval já observou): "O fundo é, no limite, a própria superficie do quadro. Como consequência, a projecção do feixe de luz no plano do cuadro deixa à disposição das figuras apenas o bordo extremo da superficie, a primeira linha do quadro: o chão da cena é um proscénio e as figuras são continuamente esmurradas para a frente, quase como se estivéssemos a lidar com figuras em relevo numa parede sólida, parede do túmulo arcaniano". As figuras são puxadas para a frente em conjunto com o fundo que emerge. Como se Tomé e os seus irmãos tivessem violado um túmulo a fim de testemunhar a milagrosa anastasis. Mas a segunda consequência é talvez, relativamente a Tomé, ainda mais impressionante: baseando-se numa passagem da Dioptrique de Descartes (que compara o movimento instantâneo da luz com a vara de um cego), Marin escreve: "O raio de luz de Caravaggio, o seu olhar gera imagem: gera a imagem cartesiana do bordão do cego, é um raio que cega; tem a consistência "energética" do bordão. É uma bordoada no olho". Ora, nesta pintura, o bordão do cego é o próprio braço de Tomé que deve ser conduzido, aqui, para tocar na noite cintilante de Cristo. É portanto a mão de Cristo (a luz) que guia o dedo de Tomé no escuro. Mais: se é verdade que, como ainda diz Marin, "o gestuário caravaggesco regredirá ao gesto "original", único, da indicação", então pode dizer-se que o quadro A Incredulidade de São Tomé condensa hiperbolicamente a arte de Caravaggio: o dedo indicador aponta para a fonte obscura da luz. (...)


12

Nesta cena, tudo se dispõe para iluminar o coração das trevas. O dedo de Tomé é um pincel de luz que indica o ponto onde a pintura (qualquer pintura) nos olha – e nos cega. A ferida aberta no corpo de Cristo designa, a este respeito, o olho da pintura: o ponto onde cada observador se vê a si próprio como um vidente. No fundo da imagem, há o olho de um morto, o olho divino que nos faz ver. Pois o negro, aqui, não envolve apenas as figuras: aponta para o toque entre o indicador de Tomé e a chaga de Cristo. O negro impalpável é o corpo de Cristo ressuscitado. Dir-se-ia então que as trevas estão a ser apontadas (com o dedo); dir-se-ia até que esse indicador mostra aquilo a que chamo, no Prólogo, "a noite do mundo" (no ausência definitiva do divino). Dir-se-ia enfim que Caravaggio põe, definitivamente, o dedo na ferida (da nossa história).


13

Do mistério não se pode tirar a menor prova, apenas se pode prová-lo. Tocar no intocável significa, então, exactamente isto: não a impossibilidade de tocar numa presença que estaria fora de alcance, mas tocar no distanciamento que é próprio de toda a presença. Sim, este ausentar-se não é para tocar, "pois é ele, e só ele, que nos toca no mais vívido: no ponto da morte". Tomé não pôde, como qualquer um de nós, tocar no corpo imortal: ele deixou-se tocar pela imortalidade através de uma ferida para sempre aberta. Tomé ensina-nos que a imortalidade é incorporal.


14

Um detalhe, aparentemente anódino, acentua, por contraste, esse ponto onde se joga tanto um fim quanto um começo. Este detalhe encontra-se na parte superior da camisa de Tomé: a manga está descosida. Habitualmente, os comentários contentam-se em atribuir a tal rasgão uma intencionalidade realista, uma intensificação do carácter humano e a aparência cansada dos apóstolos: todos estão privados das suas auréolas, de resto, e as mãos de Tomé. calejadas, parecem condensar todo o labor terrestre. São mortais – muito simplesmente. No entanto, para além desta verdade realista, parece-me que o rasgão na roupa de Tomé responde também – e muito rigorosamente – à abertura na carne de Cristo. A pintura de Caravaggio é também este prodígio: mostra uma dupla ostentatio vulnerum (uma dupla exposição das feridas). Colocadas exactamente no mesmo nível da composição, dir-se-ia que cada uma das aberturas é o reverso da outra antes de tudo, a chaga abre-se horizontalmente (como se significasse a horizontalidade do túmulo), enquanto o rasgo corre verticalmente ao longo da costura (acentuando a atitude de Tomé); cromaticamente, a pele iluminada de Cristo delimita um buraco incolor, enquanto podemos vislumbrar, através do tecido vermelho de Tomé, a palidez da sua pele; por fim, se a primeira fenda desaparece na profundidade da tela, a segunda reaparece à superficie. Esta dupla ostentação assinala, na realidade, a mesma vulnerabilidade: ou seja, não o corpo glorioso contra o corpo mortal, nem a vida imortal contra a morte, mas duas aberturas que respondem uma à outra e mostram "uma outra vida na e da morte". Aproximemo-nos, então, um pouco mais da tela para sondar este prodígio.


15

A mesma vulnerabilidade: Caravaggio mostra-nos um Tomé que é o duplo de Cristo: ambos são o duplicado de todo e qualquer ser humano. Ambos são um morto-vivo, um morto em vida, ou, antes, um morto de vida. Cristo é o morto – a profundidade insondável da morte, a figura do inaproximável, muito próxima; Tomé, esse, é o vivo inteiramente exterior (como a sua roupa rasgada revelando apenas uma outra superficie, a da sua pele). O morto abre-se ao vivo que entra na morte como no seu próprio mistério. (...)


16

Aproximamo-nos aqui da charneira que liga e separa Maria Madalena e Tomé. Pois, para além da aparente contradição (entre a interdição de tocar e o convite para tocar), podemos observar a profunda convergência sobre a verdade do corpo ressuscitado. (...) Tomé entra em Cristo como na sua própria morte – o que lhe devolve a vida ou lhe dá toda uma outra vida. O corpo carnal não se opõe ao corpo glorioso: eles são o mesmo separado de si e na separação que só a tela permite ver. A pintura distende a dobra, o rolo ou o volumen bíblico; ela torna visíveis as entrelinhas silenciosas da narrativa. Decerto, se se dobrasse verticalmente em dois a tela do incrédulo, deslocando ligeiramente a linha mediana para a esquerda, sobrepor-se-ia assim uma cruz, o próprio sinal da crucificação. No entanto, a pintura não é precisamente dobrável, a sua operação reside toda no desdobramento dos corpos, na distensão das superficie ou, ainda, naquilo a que Nancy gostava de chamar "expeausition" (este termo aparecendo pela primeira vez em Corpus). O pintor (Caravaggio) cinde o morto-vivo, não faz passar um pelo outro: o vivo não supera dialecticamente aqui o morto, o sobrevivente é o morrente aberto de par em par ao seu mistério.


17

(...) A arte mostra a fenda que é o ser, a diferença entre a vida e a morte que propriamente não é nada – nada de palpável, apresentável ou permutável, mas que nos atravessa e da qual temos por vezes a sensação de atravessar ao de leve: a perder de vista e até a perder de tacto. 


18

(...) A "arte" designaria então o verdadeiro, o único nome da ressurreição não religiosa: da insurreição de corpos imortais. Direi ainda de outra maneira, argumentando que a arte e a religião têm uma matriz comum a que se pode chamar "mística" – no sentido estrito: a relação com o mistério, com o que não se coisifica em tudo o que é. A obra de arte vela pelo mistério a ponto de torná-lo a sua condição de possibilidade mais precisa.


19

O corpo divino é o incorporal dos corpos, a diferença íntima de cada corpo morrente/vivente. Esta diferença ganha corpo na arte: o corpo divino é a obra de arte – e não há outro. Ou, melhor, sim, existem alguns outros: os corpos amados – aqueles que tocamos como se aí aflorássemos a própria ferida que é a vida. A ferida a que nos abrimos, por amor.


20

Esta ferida não é, portanto, um vazio abstracto ou uma cavidade escavada numa matéria espessa: é a própria matéria formando-se, transformando-se. O vazio que o cristianismo, no extremo da nossa história religiosa, acaba por assumir identificando-o com o corpo crístico é o excesso da matéria sobre si mesma, a forma da matéria sobre si mesma, a forma da matéria que não cessa de sair de si mesma. O que é um artista? Alguém que lança os seus dedos nessa abertura, na fresta do tempo. Alguém que escolhe uma matéria qualquer ou, antes, que é escolhido por ela quando ainda não viu nem ouviu nada, apenas andamentos sussurros, arroubos e ritmos. O artista tacteia no escuro e no silèncio, por toques sucessivos, dando forma ao desconhecido. O artista é um místico material. O seu antepassado (cristão) chama-se "São Tomé". O artista que pinta tem como instrumento um bordão de cego; aquele que escreve sonda com uma agulha o rumor entre as palavras. "Então escrever é o modo de quem tem a palavra como isco: a palavra pescando o que não é palavra. Quando essa não-palavra morde oisco, alguma coisa se escreveu. Uma vez que se pescou a entrelinha, podia-se com alívio jogar a palavra fora. (...)


21

(...) Ora, aquilo a que chamei  a "dupla ostentação" das feridas no quadro de Caravaggio, a horizontal no corpo de Cristo e a vertical na roupa de Tomé, encontra antecedentes marcantes nessa mesma iconografia, especialmente na figuração da chaga: no século XIV, esta começou a ser pintada isoladamente, assemelhando-se a uma vagina aberta (um exemplo espantoso figur no Psautier de Bonne de Luxembourg, onde se pode ver uma fenda vermelha ocupando verticalmente a iluminara); um século mais tarde, a chaga volta à posição horizontal: espécie de boca que parece convidar os fiéis a um beijo piedoso (de acordo com os tratados devocionais da época). Se esta tradição iconográfica é retomada ou desenvolvida, inconscientemente ou não, por Caravaggio, o facto é que o quadro A Incredulidade de Sao Tomé a torna literalmente exangue.


22

(...) Eis o que há mais perturbante nesta tela: o corpo ressuscitado não anula o corpo mortal – pelo contrário, é ele, crsito, que nos obriga a assumir a mortalidade, segurando-nos a mão para indicar que não há mais nada nem ninguém para incorporar. Cristo não é – ou já não é – uma substância regeneradora: é o vazio que cada humano traz em si.


23

Hoc est corpus meum = esta é a minha chaga = esta é a tua morte e a tua verdadeira vida. "Deus" é apenas a ferida incicatrizável dos humanos.


24

(...) A morte é a distância infinita aqui mesmo, e quando essa distância se experiencia no outro ou com o outro, chama-se amor.


25

A não-distância na distância infinita. (...) Fazer amor é fazer esse vazio com alguém. Ou entÑao é um corpo-a-corpo com um vazio comum. O orgasmo é a kenosis humana – a única kenosis.


26

O mísitico ateu (para dizê-lo com Bataille) é aquele que experiencia a separação de si mesmo: a separação pela qual se morre e se nasce constantemente para o mundo. É aquele que se despoja de si próprio e vive inteiramente no dom – nem mesmo de "si", mas da vida/da morte que lhe foi dada. O místico passa esse dom, transita nessa passagem e aí perde o seu toque. A obra é a forma eterna e transitiva desse dom.


27

A ferida incicatrizável ou incurável podemos chamar trauma – no sentido mais activo do termo ( e muito para além da sua significação freudiana): é esse trauma que nos constitui como humanos. (...)


29

Esta ferida – indissociavelmente corporal e espiritual (é mesmo, como se terá compreendido, a fenda que une e separa o corpo do espírito) –, tal ferida é a fonte da beleza. Ou, mais exactamente, daquilo que na arte está para além da beleza (classicamente entendida como simples adequação entre uma ideia e a sua expressão). Este para-além da beleza é o que, na obra, nos toca e até nos fere – perdidamente. Sublimemente. (...)


30

No final do seu livro, Jean-Luc Nancy escreve (referindo-se ao pintor, em geral, do Noli me tangere): "O pintor que pinta as mãos estendidas de Maria, pintando assim as suas próprias mãos estendidas para o seu quadro – para o toque justo, feito de paciência e de sorte, feito de um afastamento vivo da mão que o pousa – este pintor que nos entrega a sua imagem para que não a toquemos, para que não a retenhamos numa percepção; mas, pelo contrário, para que recuemos até voltar a pôr em jogo toda a presença da e na imagem, este pintor põe em obra a verdade da "ressurreição": a aproximação do ter-partido, no fundo da imagem, do singular da verdade". Deste modo, este outro pintor também põe em obra a ressurreição dos corpos: Caravaggio pintou o seu próprio dedo de cego na extremidade da mão de Tomé. Ele indica: isto é a pintura, a arte dos corpos ressuscitados.


Tomás Maia

A noite do mundo

Jean-Luc Nancy no Atelier de Caravaggio




PRÓLOGO
(La Noche del Mundo)


«La imagen se preserva en el tesoro del espíritu, en la noche del espíritu; es inconsciente, es decir, no necesita exponerse como un objeto ante la representación. El ser humano es esa noche, esa nada vacía que contiene todo en la simplicidad de esa noche: una riqueza de representaciones, de imágenes infinitamente múltiples, ninguna de las cuales le viene precisamente a la mente ni existe como presente. Es la noche, el interior de la naturaleza, lo que aquí está —puro sí— en representaciones fantasmagóricas; es la noche que nos rodea: aquí aparece de repente una cabeza ensangrentada, allí otra silueta blanca, y ambas desaparecen también de pronto. Es esta noche la que se revela cuando se mira a un hombre a los ojos: sumergimos nuestra mirada en una noche que se torna terrible; es la noche del mundo que avanza hacia cada uno.»

Este texto fulminante de Hegel describe la imaginación del Yo, es decir, la acción que sucede a la intuición (en el sentido hegeliano del término: la inmediatez de la relación con los objetos). En la imaginación, el objeto ya no está presente como ente, y lo que queda de esa presencia —un residuo que solo existe para el Yo— se llama «imagen». Dos rasgos emergen entonces de esta caracterización de la fuerza imaginativa como acción propiamente humana: el primero indica que la imaginación es una noche, siendo el propio ser humano definido como «la noche del mundo». Tal noche es el «ser para sí», la noche que cae en pleno día, donde las cosas solo aparecen para desaparecer. El segundo rasgo concierne a estas apariciones seguidas de desvanecimientos súbitos y revela el hecho de que el desaparecer —que puede ser interminable sin convertirse en objeto— es la causa del pavor o de la inquietud del Yo (la inquietud de lo negativo…). Por eso Hegel afirma que podemos entrever esa noche cuando miramos a un ser humano «a los ojos»: entonces no vemos ningún objeto representado, sino el fondo inobjetivo e inobjetivable de todas las imágenes (lo que Jean-Luc Nancy llamará, con total precisión, «el fondo de las imágenes»). Noche terrible o pavorosa (furchtbar) porque lo que vemos, en lo más profundo de una mirada, es que la imaginación no tiene fondo. Allí entrevemos una pura nada. (…)

Ahora bien, el arte es imaginación y trabajo: la imagen que se convierte en objeto requiere un ser dotado de memoria y, por tanto, de lenguaje. Pero el arte tiene la particularidad de no estabilizar el movimiento del Yo (pensado primariamente como noche del desaparecer). Una vez puestas en el mundo, las cosas artísticas no dejan de ser depuestas, de retirarse del mundo —o mejor: el arte es la objetivación del ritmo de la de-posición (aquello en lo que consiste el propio tiempo). Las imágenes y los objetos artísticos, en su propia aparición, remiten constantemente a esa noche en la que las cosas desaparecen (o, como veremos, a la noche en la que aún nada había aparecido). (…)

Y esto me lleva directamente a proponer que en cada imagen (artística) se busca ver el fondo de otra mirada y, más exactamente, ser visto por un ausente (al argumento al que, o al menos a uno análogo, nos conduce Nancy en su comentario sobre el ejemplo heideggeriano de la máscara mortuoria, propuesto por el propio Heidegger en su análisis del esquematismo kantiano). El arte propone objetos que deshacen la objetividad del mundo. En este sentido, el arte visual, y particularmente la pintura, es la imaginación —en el sentido estricto: el poner-en-imagen— de la noche del mundo tal como Hegel la concebía: una apertura sin fondo y sin fin en la intimidad del ser humano. (…) Luz que existe solo para iluminar, no este o aquel objeto, sino la oscuridad donde todo aparece y desaparece. Luz que nos hace ver, en suma, el origen de todo —que no cesa de retirarse. Como propondré en Deus occidens, la luz del arte (de la pintura) es como una luz de presencia: a través de ella cuidamos la noche que nos habita o, mejor, que nos acecha. Y parece que Caravaggio vino al mundo no para destruir la pintura (como sostenía Poussin), sino para exponernos la noche que somos. La mayoría de sus grandes pinturas están, de hecho, bañadas en una atmósfera nocturna que evidentemente no es natural: una noche incandescente en el seno de la naturaleza y del mundo. (…)

El negro de Caravaggio, en la medida en que es índice de la infinitud del Universo, nos sumerge en una representación inaudita del tiempo —o, para decirlo nuevamente con Bataille, de la «anulación del tiempo». (…)

La mística es la experiencia de lo desconocido y de lo incognoscible, la experiencia de ver que siempre hay algo incomprensible en la existencia de un todo, o incluso en la existencia del Todo. Y la mística que da a ver este incomprensible —es decir, la mística que es el arte— constituye la «potencia de extraer imágenes de esta noche o de dejarlas caer», retomando y quizá desviando el sentido de las palabras de Hegel. Puesto en imágenes por la luz del arte, lo desconocido permanece oscuro, infinito y, no obstante, visible. Caravaggio fue quizá el primer pintor en afrontar este negro irreductible a todo conocimiento, indomable por cualquier técnica —una oscuridad que intentaré abordar a través de dos cuadros, aquí propuestos como un díptico. El cuadro de la elevación y el cuadro de la caída.

En el primero, la negrura infinita comienza por ser una herida: señalada por el dedo índice de Tomás (o Tomé: es el mismo nombre), se convierte también en el ojo de la pintura donde cada uno de nosotros se ve observado —y herido. (…) Al mismo tiempo, significa también que este vacío es un hueco en la existencia, donde cada uno puede, sin duda, hundirse melancólicamente, pero que nos ofrece la posibilidad de renacer. Es decir, de experimentar un otro (un segundo) nacimiento en la propia muerte —lo que podría llamarse la existencia poética (o mística).





DEUS EXANGUE

(Caravaggio y la Resurección)



1

(...) Me refiero al episodio conocido como la "incredulidad del apóstol Tomás, que fue invitado por el propio Jesús a tocar su cuerpo resucitado. Mi hipótesis consiste, por tanto, en dibujar una bisagra entre ambas escenas, una línea que intentaré desplegar por toques sucesivos, si puedo decirlo así. ¿Cómo nos permiten pensar conjuntamente, sin contradicción, la prohibición de tocar y la invitación a tocar (el mismo cuerpo, es decir, el cuerpo resucitado) respecto a su increíble presencia? Este es el punto a dilucidar. Pues este punto es, de manera idéntica, como a Jean-Luc Nancy le gustaba decir, el punto donde el tocar ya no toca, el punto donde la mano ya no agarra –en suma, donde toda posibilidad de creencia falla (o al menos comienza a fallar). Y es el arte –el gesto del artista– quien nos lo mostrará, conduciendo nuestra mirada hasta el punto en que la narrativa bíblica se silencia: al tacto de Tomás.


3

(…) Un Dios de carne y sangre no es una superficie corporal meramente visible: es una profundidad que puede acariciarse, tocarse e incluso penetrarse. Es una abertura tangible en el mundo. Ahora bien, si el episodio de Tomás viene después de la encarnación y de la muerte de Cristo, si significa la ansiosa búsqueda de pruebas de la Resurrección, entonces “Tomás” es el nombre de una demanda única: debe poder tocarse el cuerpo inmortal. Tocar la inmortalidad.


6

Pero hay algo aún más decisivo. Haya o no haya tocado Tomás ese cuerpo, poco importa en el fondo: este apóstol designa la imposibilidad de tocar el cuerpo divino. De dos maneras nos enfrentamos a lo intocable (es decir, a la estructura general de lo sagrado): en la narrativa bíblica, mediante una acción suspendida; en la pintura, como veremos, mediante un gesto que deja intacto el cuerpo de Cristo. Con su demanda singular, Tomás nos indica que la verdadera prueba de la presencia divina en el mundo es una ausencia o un haberse ausentado. Así pues, no existe contradicción alguna entre el «no me toques» dirigido a María Magdalena y el «tócame» exigido a Tomé: ambos convergen hacia el límite donde el tocar se desvanece, donde se experimenta, como escribió Nancy, «la distancia intrínseca del toque».
Por mi parte añadiré que Tomás formula, a través de su deseo, la verdad de la mística: la experiencia de tocar el misterio hasta perder el tacto (del mismo modo que decimos «perder de vista»). Tocar lo intocable, ver que (no) se ve nada, hundiéndose perdidamente en la superficie del mundo. Sea como sea, Tomás representa el tacto que se extravía, que se pierde de sí mismo: que no se consuma o que se desvía en el mismo acto de consumarse.


7

Avanzo, por tanto, la hipótesis de que el blanco textual del relato evangélico no es accidental: por el contrario, la suspensión narrativa es un signo —un signo silencioso— dirigido a la propia naturaleza del cuerpo resucitado. Dios se hizo carne, se vació en Cristo (es la kénosis), pero el propio Cristo, al morir, muestra que el cuerpo resucitado no es sino un abismo en este mundo. El vacío crístico es el desnudamiento kenótico, si puedo decirlo así, de Dios. Cristo es el vaciamiento de Dios. El vacío del sepulcro anuncia que el cuerpo de Cristo es en sí mismo un vacío.


8

Pocos pintores se han enfrentado a ese vacío. Aunque existe un número considerable de pinturas que representan el toque entre ambos cuerpos, raras son las escenas en las que el propio vacío está figurado (como en esa asombrosa témpera sobre madera de Giovanni di Francesco Toscani, pintada hacia 1419, donde dos dedos de Tomás parecen acariciar una ausencia carnal que a su vez se revela por un desgarrón vertical en el tejido blanquecino de Cristo). El episodio de Tomás parece ofrecer la ocasión de llevar la pintura a su propio límite, abriéndola a una doble imposibilidad: una ceguera (lo oscuro de la carne) y una tensión escultórica (la profundidad del cuerpo). Como si la pintura, en su límite, solo nos permitiera ver un tacto; o como si el pintor —identificándose con Tomás— pintara con los ojos en la punta de los dedos y, sobre todo, en su dedo índice. Un pintor de algún modo ciego (renunciando a ver más allá del vacío) y un pintor que talla cuerpos mediante la materia pictórica (la luz). He aquí el desafío singular que la incredulidad plantea a la pintura, a menos que la voluntad de creer prevalezca sobre la suspensión de toda creencia y de toda consolación.


9

El pintor que más se ha expuesto a esta suspensión fue Caravaggio, que pintó La incredulidad de Santo Tomás hacia 1603 (de ahí, sin duda, la inmensa repercusión de esta obra en la historia del arte y, en particular, en la tradición iconográfica de Tomás). Ahí, donde la escena bíblica permanece suspendida, Caravaggio introduce un gesto crudo, casi cruel, en cierto modo obsceno, no para llenar con falsa certeza la palabra evangélica, sino al contrario: para abrirla siempre e infinitamente. (…) Todo sucede como si el arte (el arte de Caravaggio) hubiera puesto en escena —y frente a la escena— aquello que, en el relato, quedó canónicamente fuera de escena. Todo sucede, en efecto, como si el arte abriera la religión a sí misma, a su propio misterio, asumiendo el trasfondo místico de la religiosidad. (…)


10

Están, desde luego, las miradas de todos los discípulos (Juan, Pedro y el propio Tomás) convergiendo hacia el punto central de la composición: el dedo índice de Tomás que entra en la herida, al mismo tiempo que la visión del Resucitado se concentra únicamente en su propia mano, que sujeta y guía la muñeca del incrédulo (como si este último fuese, precisamente, ciego). Pero esa convergencia de miradas no es en absoluto esquemática: queda envuelta por la plasticidad de los cuatro cuerpos, curvados como por una espiral invisible pero omnipresente —una espiral de Fibonacci— tanto más vertiginosa cuanto que nace en la hendidura oscura del cuerpo crístico. El origen de la composición es así el tacto de Tomás, cuyos efectos visuales se propagan como ondas sísmicas (recorriendo todas las posturas hasta los pliegues de la ropa, hasta las arrugas de las frentes apostólicas). La importancia de este punto vertiginoso se acentúa inevitablemente por el llamado “tenebrismo” de Caravaggio: un fondo vacío y casi enteramente negro del cual emergen a la luz los apóstoles (todos vestidos de rojo) a partir de una fuente situada a la izquierda del cuadro, junto a Cristo, que parece no ser otra cosa que un cuerpo incandescente con la piel lívida (y envuelto en un sudario blanco). (Si hubo un pintor, antes de Cézanne, que inventó una luz propiamente pictórica —es decir, una incandescencia, una luz inmanente al cuadro— ese pintor es Caravaggio. Lo que intenté mostrar en otra parte sobre Cézanne —a saber, que la llamada “incandescencia” es el medio pictórico mediante el cual nuestra tradición ha pensado la resurrección del cuerpo— se aplica de manera particularmente aguda a esta pintura de Caravaggio, que asumió la tarea de dar a ver lo intocable del resucitado. Es cierto que Caravaggio aún modela los cuerpos —a su modo cortante— en lugar de “modularlos” (es una palabra de Cézanne), pero lo cierto es que la luz caravaggesca es ya intranatural: luz que emana del interior de cada cuerpo, concebido, nuevamente según Cézanne, como un poco de “calor solar almacenado”: “un recuerdo de sol”, siendo este último, a su vez, el pintor del Universo).


11

Miradas inclinadas y gestos irrumpiendo desde las sombras: todo contribuye a la extraña impresión de que somos testigos de una acción secreta, la acción innombrada o innombrable por la Biblia: aquella que se desarrolla en una cueva, o incluso en una cripta. Debemos esta intuición a Louis Marin, quien caracteriza el espacio negro de Caravaggio como un “espacio arcaniano” (en oposición al “espacio blanco de Poussin, espacio arcadiano”). Marin extrae dos conclusiones decisivas. La primera, respecto al “fondo negro” de los cuadros de Caravaggio, como si él hubiera escrito teniendo delante de sí esta pintura precisa (tal como ya observó Olivier Cheval): “El fondo es, en el límite, la propia superficie del cuadro. Como consecuencia, la proyección del haz de luz en el plano del cuadro deja a disposición de las figuras solo el borde extremo de la superficie, la primera línea del cuadro: el suelo de la escena es un proscenio y las figuras son continuamente empujadas hacia adelante, casi como si estuviéramos tratando con figuras en relieve sobre una pared sólida, pared del túmulo arcaniano”. Las figuras son arrastradas hacia adelante junto con el fondo que emerge. Como si Tomás y sus hermanos hubieran violado un sepulcro para ser testigos de la milagrosa anástasis. Pero la segunda consecuencia es quizás, en relación con Tomás, aún más impresionante: basándose en un pasaje de la Dioptrique de Descartes (que compara el movimiento instantáneo de la luz con el bastón de un ciego), Marin escribe: “El rayo de luz de Caravaggio, su mirada genera imagen: genera la imagen cartesiana del bastón del ciego, es un rayo que ciega; tiene la consistencia ‘energética’ del bastón. Es un bastonazo en el ojo”. En esta pintura, el bastón del ciego es el propio brazo de Tomás que debe ser conducido, aquí, para tocar la noche centelleante de Cristo. Es, por tanto, la mano de Cristo (la luz) la que guía el dedo de Tomás en la oscuridad. Además: si es cierto que, como dice Marin, “el gestuario caravaggesco regresará al gesto ‘original’, único, de la indicación”, entonces puede decirse que el cuadro La incredulidad de Santo Tomás condensa de manera hiperbolizada el arte de Caravaggio: el dedo índice señala la fuente oscura de la luz.


12

En esta escena, todo se dispone para iluminar el corazón de las tinieblas. El dedo de Tomás es un pincel de luz que señala el punto donde la pintura (cualquier pintura) nos mira —y nos ciega. La herida abierta en el cuerpo de Cristo designa, a este respecto, el ojo de la pintura: el punto donde cada observador se ve a sí mismo como un vidente. En el fondo de la imagen, está el ojo de un muerto, el ojo divino que nos hace ver. Pues el negro, aquí, no envuelve solo las figuras: apunta hacia el contacto entre el índice de Tomás y la llaga de Cristo. El negro impalpable es el cuerpo de Cristo resucitado. Se podría decir, entonces, que las tinieblas están siendo señaladas (con el dedo); se podría incluso decir que ese índice muestra aquello que llamo, en el Prólogo, “la noche del mundo” (en la ausencia definitiva de lo divino). Se podría finalmente decir que Caravaggio pone, definitivamente, el dedo en la herida (de nuestra historia).


13

Del misterio no se puede extraer la menor prueba, solo se puede experimentarlo. Tocar lo intocable significa, entonces, exactamente esto: no la imposibilidad de tocar una presencia que estaría fuera de alcance, sino tocar la distancia que es propia de toda presencia. Sí, este ausentarse no es para tocar, “pues es él, y solo él, quien nos toca en lo más vívido: en el punto de la muerte”. Tomás no pudo, como cualquiera de nosotros, tocar el cuerpo inmortal: se dejó tocar por la inmortalidad a través de una herida para siempre abierta. Tomás nos enseña que la inmortalidad es incorpórea.


14

Un detalle, aparentemente anodino, acentúa, por contraste, ese punto donde se juega tanto un fin como un comienzo. Este detalle se encuentra en la parte superior de la camisa de Tomás: la manga está descosida. Habitualmente, los comentarios se contentan con atribuir a ese desgarro una intencionalidad realista, una intensificación del carácter humano y la apariencia cansada de los apóstoles: todos están privados de sus aureolas, y las manos de Tomás, curtidas, parecen condensar todo el trabajo terrenal. Son mortales —muy sencillamente. Sin embargo, más allá de esta verdad realista, me parece que el desgarro en la ropa de Tomás responde también —y de manera muy rigurosa— a la apertura en la carne de Cristo. La pintura de Caravaggio es también este prodigio: muestra una doble ostentatio vulnerum (una doble exposición de las heridas). Colocadas exactamente al mismo nivel de la composición, podría decirse que cada una de las aperturas es el reverso de la otra: la llaga se abre horizontalmente (como significando la horizontalidad del sepulcro), mientras que el desgarro corre verticalmente a lo largo de la costura (acentuando la actitud de Tomás); cromáticamente, la piel iluminada de Cristo delimita un agujero incoloro, mientras que podemos vislumbrar, a través del tejido rojo de Tomás, la palidez de su piel; finalmente, si la primera grieta desaparece en la profundidad del lienzo, la segunda reaparece en la superficie. Esta doble ostentación señala, en realidad, la misma vulnerabilidad: no el cuerpo glorioso frente al cuerpo mortal, ni la vida inmortal frente a la muerte, sino dos aperturas que responden una a la otra y muestran “otra vida en y desde la muerte”. Acercémonos, entonces, un poco más al lienzo para explorar este prodigio.


15

La misma vulnerabilidad: Caravaggio nos muestra un Tomás que es el doble de Cristo: ambos son el duplicado de todo y cualquier ser humano. Ambos son un muerto-vivo, un muerto en vida, o más bien, un muerto de vida. Cristo es el muerto —la profundidad insondable de la muerte, la figura de lo inalcanzable, muy cercana; Tomás, en cambio, es el vivo completamente exterior (como su ropa desgarrada que revela solo otra superficie, la de su piel). El muerto se abre al vivo que entra en la muerte como en su propio misterio.


16

Nos acercamos aquí a la bisagra que une y separa a María Magdalena y Tomás. Pues, más allá de la aparente contradicción (entre la prohibición de tocar y la invitación a tocar), podemos observar la profunda convergencia respecto a la verdad del cuerpo resucitado. Tomás entra en Cristo como en su propia muerte —lo que le devuelve la vida o le otorga toda una otra vida. El cuerpo carnal no se opone al cuerpo glorioso: son el mismo, separado de sí y en la separación que solo el lienzo permite ver. La pintura distiende el pliegue, el rollo o el volumen bíblico; hace visibles las entrelíneas silenciosas de la narrativa. Ciertamente, si se doblara verticalmente a la mitad el lienzo del incrédulo, desplazando ligeramente la línea mediana hacia la izquierda, se superpondría así una cruz, el propio signo de la crucifixión. Sin embargo, la pintura no es precisamente doblable; su operación reside por completo en el desdoblamiento de los cuerpos, en la distensión de las superficies, o aún, en aquello que a Nancy le gustaba llamar “expeausition” (término que aparece por primera vez en Corpus). El pintor (Caravaggio) parte al muerto-vivo, no hace que uno pase por el otro: el vivo no supera dialécticamente aquí al muerto; el sobreviviente es el moribundo abierto de par en par a su misterio.


17

(...) El arte muestra la hendidura que es el ser, la diferencia entre la vida y la muerte que propiamente no es nada —nada palpable, presentable o intercambiable—, pero que nos atraviesa y de la cual a veces tenemos la sensación de atravesar apenas: perdiéndose de vista e incluso perdiéndose del tacto.


18

(...) El “arte” designaría entonces lo verdadero, el único nombre de la resurrección no religiosa: de la insurrección de cuerpos inmortales. Diré aún de otra manera, argumentando que el arte y la religión comparten una matriz común a la que se puede llamar “mística” —en el sentido estricto: la relación con el misterio, con aquello que no se cosifica en todo lo que es. La obra de arte vela por el misterio hasta convertirlo en su condición de posibilidad más precisa.


19

El cuerpo divino es lo incorpóreo de los cuerpos, la diferencia íntima de cada cuerpo moribundo/viviente. Esta diferencia adquiere cuerpo en el arte: el cuerpo divino es la obra de arte —y no hay otro. O, mejor, sí, existen algunos otros: los cuerpos amados —aquellos que tocamos como si allí aflorara la propia herida que es la vida. La herida a la que nos abrimos, por amor.


20

Esta herida no es, por tanto, un vacío abstracto o una cavidad excavada en una materia densa: es la propia materia formándose, transformándose. El vacío que el cristianismo, en el extremo de nuestra historia religiosa, termina por asumir identificándolo con el cuerpo crístico, es el exceso de la materia sobre sí misma, la forma de la materia sobre sí misma, la forma de la materia que no cesa de salir de sí misma. ¿Qué es un artista? Alguien que lanza sus dedos en esa apertura, en la grieta del tiempo. Alguien que elige una materia cualquiera o, más bien, que es elegido por ella cuando aún no ha visto ni oído nada, solo pasos, susurros, arrebatos y ritmos. El artista tantea en la oscuridad y en el silencio, por toques sucesivos, dando forma a lo desconocido. El artista es un místico material. Su antecesor (cristiano) se llama “Santo Tomás”. El artista que pinta tiene como instrumento un bastón de ciego; aquel que escribe sondea con una aguja el rumor entre las palabras. “Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como cebo: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra muerde el cebo, algo se ha escrito. Una vez que se ha pescado la entrelínea, se podía, con alivio, desechar la palabra.” (...)


21

(...) Ahora, aquello que he llamado la “doble ostentación” de las heridas en el cuadro de Caravaggio —la horizontal en el cuerpo de Cristo y la vertical en la ropa de Tomás— encuentra antecedentes marcados en esa misma iconografía, especialmente en la figuración de la llaga: en el siglo XIV, esta comenzó a ser pintada aisladamente, asemejándose a una vagina abierta (un ejemplo asombroso figura en el Psautier de Bonne de Luxembourg, donde se puede ver una grieta roja ocupando verticalmente la iluminación);
un siglo más tarde, la llaga vuelve a la posición horizontal: especie de boca que parece invitar a los fieles a un beso piadoso (de acuerdo con los tratados devocionales de la época). Si esta tradición iconográfica fue retomada o desarrollada, inconscientemente o no, por Caravaggio, el hecho es que el cuadro La incredulidad de Santo Tomás la hace literalmente exangüe.


22

(...) He aquí lo más perturbador de este lienzo: el cuerpo resucitado no anula el cuerpo mortal —al contrario, es él, Cristo, quien nos obliga a asumir la mortalidad, sosteniéndonos la mano para indicar que no hay nada ni nadie más que incorporar. Cristo no es —o ya no es— una sustancia regeneradora: es el vacío que cada ser humano lleva en sí.


23

Hoc est corpus meum = esta es mi herida = esta es tu muerte y tu verdadera vida. “Dios” es únicamente la herida incicatrizable de los humanos.


24

(...) La muerte es la distancia infinita aquí mismo, y cuando esa distancia se experimenta en el otro o con el otro, se llama amor.


25

La no-distancia en la distancia infinita. (...) Hacer el amor es hacer ese vacío con alguien. O bien, es un cuerpo a cuerpo con un vacío común. El orgasmo es la kenosis humana —la única kenosis.


26

El místico ateo (por decirlo con Bataille) es aquel que experimenta la separación de sí mismo: la separación por la cual se muere y se nace constantemente para el mundo. Es aquel que se despoja de sí mismo y vive enteramente en el don —ni siquiera de “sí”, sino de la vida/la muerte que le fue dada. El místico transmite ese don, transita por ese pasaje y allí pierde su toque. La obra es la forma eterna y transitiva de ese don.


27

La herida incicatrizable o incurable podemos llamarla trauma —en el sentido más activo del término (y mucho más allá de su significación freudiana)—: es ese trauma el que nos constituye como humanos. (...)


28

Termino este tramo con lo siguiente: si Caravaggio ha sido, durante siglos, un enigma —un pintor que fascina y desconcierta, que deslumbra y oscurece al mismo tiempo— es porque su obra no busca decir nada, sino mostrar la imposibilidad de decir. Toda la potencia de su pintura nace de este silencio. Un silencio que no es ausencia de sonido, sino exceso de luz. Exceso de sombra. Exceso de mundo. En Caravaggio, la imagen es un temblor: un temblor donde la visión descubre su propia ceguera. Y en ese descubrimiento —como Tomás frente al costado abierto— encuentra la verdad del arte.


29

Esta herida —indisolublemente corporal y espiritual (es, de hecho, como se habrá comprendido, la grieta que une y separa el cuerpo del espíritu)—, tal herida es la fuente de la belleza. O, más exactamente, de aquello que en el arte está más allá de la belleza (clásicamente entendida como simple adecuación entre una idea y su expresión). Ese más-allá de la belleza es lo que, en la obra, nos toca e incluso nos hiere —perdidamente. Sublimemente. (...)


30

Al final de su libro, Jean-Luc Nancy escribe —refiriéndose al pintor, en general, del Noli me tangere“El pintor que pinta las manos extendidas de María, pintando así sus propias manos extendidas hacia su cuadro —hacia el toque justo, hecho de paciencia y de suerte; hecho de un alejamiento vivo de la mano que lo deposita—; este pintor que nos entrega su imagen para que no la toquemos, para que no la retengamos en una percepción; sino, por el contrario, para que retrocedamos hasta poner nuevamente en juego toda la presencia de y en la imagen: este pintor pone en obra la verdad de la ‘resurrección’: la aproximación de lo ya ido, en el fondo de la imagen, del singular de la verdad.” Así, ese otro pintor también pone en obra la resurrección de los cuerpos. Caravaggio pintó su propio dedo de ciego en la punta de la mano de Tomás. Él señala: esto es la pintura, el arte de los cuerpos resucitados.



Tomás Maia

La noche del mundo

Jean-Luc Nancy en el estudio de Caravaggio