13.9.25
La máscara de Agamenón
Resplandece en el Museo Nacional de Atenas extraña, casi intrusa, la llamada máscara de Agamenón, encontrada en Micenas en el círculo de las que, según la ciencia arqueológica, datan del siglo XVI antes de nuestra era. El tiempo, los tiempos, pues, en que en Egipto se practicaba el arte convertir en figura invulnerable el cuerpo dejado por la vida. Ellos, los griegos de Micenas, se contentaron con enterrar a sus príncipes solamente revestidos de una máscara de oro, remitiendo a esa forma única, en el metal solar, la voluntad de lo imperecedero. una máscara fúnebre, una forma pura apta para ser vista en una sola mirada, una visión. Y así la máscara nos comunica ante todo, envolviendo la imagen que ofrece, esta remisión a la unidad, a una unidad en la que el ser vivo se identifica con su forma mortal, como si ella mostrara al final la verdad total de la vida de ese alguien, al que no queda más remedio para nosotros que llamar ser. Un ser humano completo en su unidad acabada, en el instante único en que la muerte ha inmovilizado el juego de los rasgos vivos, el juego de la vida en la invulnerabilidad de la muerte. Es un espejo, una imagen directa, no una protección -o no una protección ante todo. Un espejo de la verdad.
La momia egipcia encerrada en triple sarcófago con sus escrituras sacras, rodeadas de sus objetos familiares, depositadas -las faraónicas- en cámara sellada, verdadero templo, dicen por lo pronto del silencio, de la separación total, respecto al mundo de los vivos. Se disponen estas momias de reyes y de iniciados a emprender, o están emprendidos ya, el viaje definitivo, el viaje de vuelta según su filiación. La máscara de oro micénica no habla de viaje alguno, sino de un ser que reposa ya enteramente visible, apto como nunca en vida para ser visto, cuando ya nadie lo verá. Mas era objetivamente visible, como una ofrenda a la luz o como un cuerpo formado por ella en la materia que por sí misma la lleva impresa. Y por su figura redonda, la barba en collar acorta el mentón, redondea el rostro entero subiendo hasta los oídos, que quedan así en el mismo plano que el rostro y la cabeza toda. Una figura redonda depositada en una de las tumbas en ronda. Cada una de estas máscaras doradas puede ser imagen del sol, y el círculo formado por todas ellas, un sol en la tierra. Más también una ronda, una danza en torno al sol fijada para siempre. Una danza de soles, o simplemente un solo sol en movimiento.
No eran las máscaras los únicos objetos de oro, numerosos objetos, joyas de este preciado metal, vajillas, espadas de hoja incrustada de oro, entre otros de plata y de bronce, los encontrados por Schliemann. No eran tiempos en que los muertos, y en grado eminente si eran príncipes, descendieran bajo tierra solos, privados de los objetos que fueron suyos, que según parece habría significado una desposesión. Lo suyo seguía siéndolo. Pertenecía no solamente a su vida, sino a su ser. Fácilmente podría ser sentido hoy como marca, signo, de un sentido absoluto de la propiedad. Mas un sentido que sobrepasa nuestra idea de propiedad se desprende de todo ello -en Egipto, Creta, Micenas-; de que esos objetos fuesen como atributos del sujeto, si en términos de nuestra gramática queremos pensar; de que fuesen suyos en el sentido de ser, de serlo inseparablemente. El concepto de función no se había desprendido del ser que la ejercía. El ser lo absorbía todo. Y así toda la vida discurría apresada por el ser.
El hombre era esto o aquello. Los filólogos y lingüistas son los llamados a escrutar en el lenguaje -cuando está descifrado o, mejor todavía, cuando se está descifrando. Mas en la máscara reside la significación plena del ser, de ese hombre cuya última expresión, simplificada pero no abstracta, se ofrece al reino de la visibilidad. Un sol y una luz -y no es el caso único- depositados en la tierra, homenaje también a ella, a esta diosa primera como si ella tuviera que encerrar en su seno lo más precioso, la máscara de oro, acabada forma, conjunción de vida, muerte y luz.
Dos siglos después se construye la tumba monumental de Atreo con análoga y explicable ligereza en atribuir al más ilustre, a los más ilustres de esa civilización, el hallazgo maravilloso. ¿Cabe pensar que no elevaran construcción alguna los que dispusieron las tumbas en círculo, sin más señal externa que la estela, por falta de técnica apropiada, por haber estado esperando a poder realizar las construcciones ciclópeas como si ninguna otra forma de elevación fuese posible? Por el contrario, en el curso de un largo camino como el recorrido por la cultura griega, la ausencia de especiales construcciones para albergar a los muertos se hace notar. Su vocación arquitectónica se vertió en los templos y en las casas modestas que habitaban. No elevaron pirámides ni obeliscos. En los tiempos clásicos y preclásicos de la ciudad por antonomasia, Atenas, todo tendía a ser templo; solamente las Stoas abrían sus alas a los ciudadanos. Sin sus dioses apenas hubieran construido. Ni los muertos ni tampoco el pasado a conmemorar despertaron su arte arquitectónico, lleno de sabiduría, de mesurado entusiasmo. Y no puede ser debida tal constancia más que a una concepción de la muerte que les fue propia desde el principio, aunque este principio estuviera tan lejos de las formas sociales y de las formas de "construcción" por la palabra, la poesía, la historia, la filosofía, no nacidas ni, que sepamos, anunciadas. por lo mismo, ese tesoro de tumbas de Micenas parece mostrar una señal reveladora de la continuidad de la cultura griega, y también de su discontinuidad, en la forma de tratar a los muertos y a la muerte. Mientras que da a conocer también algo que no se repitió, esas máscaras de oro, esa máscara que en el museo de Atenas reluce extrañamente como un escudo de la luz en su frontera; una ofrenda y no más allá. Un límite.
Un límite como lo son los espejos que producen, más aún en lugar escondido o confinado, el espejismo de la ilimitación. Y en realidad conceden a la visión algo, sí, precioso, un medio distinto de visibilidad y, sobre todo, un medio apto como ninguno a la reflexión. Y una constatación. Las figuras en el espejo aligeradas, sin peso, imágenes, se aparecen como dotadas de identidad. Y si el espejo es metálico, si es del metal que parece contener luz propia -mientras que la plata parece estarla recibiendo como de una fuente, luna y agua un tanto temblorosa-, si es en el oro, la figura tiene carácter de aparición impar, sagrada. Impronta y sello perdurable de una luz que rebasa la luz solar; cambiante al fin, dada a ocultarse, a nublarse en cualquier momento, sujeta a la alteración, en fin, no invulnerable. L a luz que irradia el oro es una dura, inexorable luz, inalterable, perdurable.
Una presencia de la luz a salvo de su variación, una luz que no se enciende ni se apaga, una luz que es y por lo tanto o está en la muerte, en la inexorabilidad de la muerte, o más allá de ella. Y si es más allá, habla de una vida del ser que en esa luz se aparece, y lo guarda, lo cela. Es más, es de aquí, más se deja ver todavía. Tan usado el oro deja de ser atributo, aunque con esta intención haya sido trabajado, y aparece como sujeto, substancia impar. No sirve, reina. Difícilmente, por bien cincelado que esté, se funde con la forma que le han dado. Mas en esta máscara de Agamenón, la forma y la materia se funden, se hacen una. Es la forma de un ser que la ha hallado, de una materia que desaparece en la forma por esa misteriosa adecuación. Es la perfección misma y por eso también resplandece sola. Sola y privada de algún oculto movimiento, de un inimaginable movimiento que le fuera propio, del que se le ha arrancado. Por lo pronto fue extraída de aquel círculo del que formaba parte, un círculo de unidades. Y ello, ya se sabe, sugiere una danza y un corro. inimaginable en este caso porque la máscara no puede sugerir en modo alguno un movimiento de traslación, como el de los astros en su órbita. La imaginación no puede proseguir en busca de la idea de este girar, ni el pensamiento especular; mas de la memoria viene la poesía de Dante al término de un viaje de "traslación" a través del infierno, el purgatorio y el paraíso: igualmente mossa /lámor che muove il sol e l´altre estelle". Un viaje iniciático sin duda que sólo el poeta puede relatar, cuyo término, pasados los cielos planetarios, fija su ser en el movimiento de la rueda del universo, movida por lo divino enteramente.
Para la etnología, la máscara de oro resulta más preciosa que la posesión de un cráneo completo. un rostro tal como fue de vivo, con su tocado, con su firme expresión no esquematizada, sino fijada. Y más aún, este singular rostro humano habría de interesar a los antropólogos e historiadores. En fin, parece ser algo precioso para las ahora llamadas ciencias humanas. ¿Qué reyes eran ésos, cuál su modo de entender y vivir la realeza? Mas atravesando las fronteras de las ciencias y más allá de toda pretensión científica, saltan a veces inesperadamente ciertas evidencias, a las que no es fácil renunciar, ni hay tampoco razón para ello. El ser que la máscara de oro nos ofrece es el mismo que el que vemos en una fotografía de un jefe indio de la cultura Hopi, en estado viviente. Aventurarse a pensar acerca de la raza de cada uno de esos dos rostros del mismo hombre, vivo uno, imagen en el espejo de la muerte otro, sería obnubilar esta evidencia. recurrir a la creencia en la transmigración de las almas no nos traería ninguna claridad. ¿Por qué habría ido a reencarnar allí, en esa incontaminada tribu Hop, el alma impresa en la máscara de Agamenón; allí y no en otra raza o individuo de mayor parentesco histórico? La cuestión queda intacta con este fácil recurso a una identidad individual que transmigra en diferentes cuerpos que va moldeando. Se trata de un ser que vive ahora y que parece vivido ya en una época alejada de la historia. Es de ello de lo que se trata ente todo y no de cómo ha sucedido así.
Más bien podría pensarse en una radical analogía de la cultura Hopi y de la micénica de ese período que nos ha dejado la máscara real. Una analogía radical, que es tanto como decir que se trate de una misma cultura habida en lugares separados por el tiempo y el espacio, sin necesidad alguna de que se haya dado en ningún momento una colonización ni transmigración cultural. sugiere -y no es él el único suceso- la existencia de una especie de zonas culturales donde el ser humano ha entendido y vivido idénticas nociones acerca del teimpo, del espacio, de sí mismo y del universo. De un mismo modo de concebir, en suma, su propio ser -de concebir y no de entender simplemente, de conocerse, dándose a la vida. Y usando la fortunada expresión del olvidado Max Scheler, de que "su puesto en el cosmos" haya sido el mismo. Por lo pronto se echa de ver -por lo que se sabe de la cultura de los indios Hopi- el que "el puesto del hombre en el cosmos" sea efectivamente vivido, mantenido con una tal fijeza que suscite en el ánimo el sentir y la imagen de un modo de vivir humano cuanto es imposible, al modo delos astros. Un espejo, pues, la máscara de Agamenón, de uno de los modos en que la condición humana se ejercita.
María Zambrano
El hombre y lo divino
1.9.25
Toda a realidade tem um antes e um depois - ambos são possibilidades. - Depois é possibilidade. Antes era possibilidade. Na realidade, porém, tudo existe simultaneamente.
Toda realidad tiene un antes y un después; ambos son posibilidades.
El después es posibilidad. El antes era posibilidad. En la realidad, sin embargo, todo existe simultáneamente.
El sentir está para el pensar como el ser para el presentar.
¿Será el lenguaje indispensable para el pensamiento?
¿Cómo puede un Hombre interesarse por una cosa si en sí mismo no tuviera el germen de esa cosa?
El lugar del alma está en el punto donde el mundo interior y el mundo exterior se tocan. Donde se penetran, allí está, en cada punto de esa penetración.
El pueblo es una idea. Es necesario que nos convirtamos en un pueblo. Un Hombre perfecto es un pequeño pueblo. La genuina popularidad es el supremo fin del ser humano.
Todo objeto amado es el centro de un paraíso.
Todo parece fluir hacia nosotros viniendo del exterior, porque nosotros no fluimos hacia el exterior. Somos negativos solamente porque lo queremos; cuanto más positivos nos volvemos, más negativo será el mundo a nuestro alrededor, hasta que, al final, ya no habrá negación y seremos todo en todo.
La Filosofía es la teoría de la poesía. Ella nos muestra lo que la Poesía es: que ella es una y un todo.
Nada es más accesible al espíritu que aquello que es infinito.
El Mundo es un tropo universal del espíritu, su imagen simbólica.
Una Idea es tanto más sólida, individual y estimulante cuanto más variados pensamientos, mundos y estados del alma en ella se crucen y se toquen. Cuanto más diversas causas, significados, intereses, vertientes y modos de ser comprendida y amada tenga una obra, tanto más interesante será en el nivel más alto: una genuina emanación de la personalidad.
Así como se parecen, de cierto modo, los Hombres superiores y los Hombres comunes, las inteligencias más elevadas y las más vulgares, lo mismo sucede con los libros. El libro más sublime probablemente se asemeje a un abecedario. En general, ocurre con los libros, y con todo, lo mismo que con los Hombres. El Hombre es una fuente de analogías para el Universo.
¿No serán los colores las consonantes de la luz?
La luz es la acción de la materia que se toca a sí misma.
La consideración de lo grande y la de lo pequeño deben siempre crecer simultáneamente: aquella volverse más diversificada, esta más simple. Elementos compuestos, tanto del edificio del mundo como de sus partes más singulares (Macrocosmos y Microcosmos), se amplían gradualmente a través de una operación de mutua analogía; así, el todo esclarece la parte y la parte al todo.
El Poeta presta todos los materiales, menos las imágenes.
Principio: solo podemos llegar a ser en el caso de ya ser.
¿Será necesario recibir invertido todo lo que es perceptible? Imagen en el espejo.
Estamos, simultáneamente, dentro y fuera de la Naturaleza.
METAFÍSICA — Cuando no podáis tornar vuestros pensamientos indirectamente (y aleatoriamente) perceptibles, haced lo contrario: volved directamente (y voluntariamente) perceptibles las cosas exteriores.
Es decir: si no podéis convertir los pensamientos en objetos exteriores, convertid entonces los objetos exteriores en pensamientos.
Si no podéis hacer que un pensamiento sea autónomo, separado de vosotros —y, por lo tanto, extraño—, es decir, darle un alma que se baste a sí misma, entonces proceded inversamente con los objetos exteriores y transformadlos en pensamientos.
Ambas operaciones son idealistas. Quien las domine perfectamente es el idealista mágico.
¿Y no dependerá la perfección de cada una de esas operaciones de la otra?
OBSERVACIÓN GENERAL — Toda ceniza es polen; el cáliz es el cielo.
Psicología — El sueño nos instruye, de manera notable, sobre la facilidad con que el alma penetra en cada objeto y, en seguida, en él se transmuta.
El exterior no es más que un interior distribuido, un interior traducido, un interior elevado. (¿Esencia y apariencia?)
COSMOLOGÍA — El mundo interior es, por así decirlo, más Mío que el exterior. Es tan íntimo, tan secreto… quisiéramos vivir enteramente en él. Es tanto una patria.
Lástima que él, como los sueños, sea tan incierto.
¿Será necesario que precisamente lo mejor, lo más verdadero…?
Lo que está fuera de mí está, precisamente, en mí, es mío —y viceversa.
El agua es una llama húmeda.
La estética es completamente independiente de la poesía.
Estamos solos con todo aquello que amamos.
Selección y traducción, Rui Chafes
Fragmentos de Novalis
11.8.25
Os poetas arrogam-se o direito de recomeçar o mundo.
Escreve-se.
Há as nuvens, as árvores, as cores, as temperaturas.
Há o espaço.
É preciso encontrar a nossa relação com o espaço.
Fazer escultura.
Escultura: objecto.
Objectos para a criação de espaço, espelhos para a criação de imagens, pessoas para a criação de silêncio.
Objectos para a criação de espelhos para a criação de pessoas para a criação de espaço para a criação de imagens para a criação de silêncio.
Estou só: escrevo.
A alegria de escrever.
A temperatura, a velocidade, a cor das palavras – a maneira.
Latejam e respiram.
Dormem e despertam – andam.
Olham para a nossa ciência e para a nossa inocência.
Amam-nos.
Descobrir o seu sistema de cristalização, ver como a luz se refracta através delas.
As montanhas deslocam-se, pela energia das palavras, aparecem pessoas, animais, girassóis, plantas negras, lugares negros – e o sol, pela energia das palavras, cria-se o silêncio, pela energia das palavras.
Os prólogos. Apresentão do Rosto. Herberto Helder
Los poetas reclaman para sí el derecho de recomenzar el mundo.
Se escribe.
Están las nubes, los árboles, los colores, las temperaturas.
Está el espacio.
Es preciso encontrar nuestra relación con el espacio.
Hacer escultura.
Escultura: objeto.
Objetos para la creación de espacio, espejos para la creación de imágenes, personas para la creación de silencio.
Objetos que la creación de espejos que la creación de personas para la creación de espacio para la creación de imágenes para la creación de silencio.
Estoy solo: escribo.
La alegría de escribir.
La temperatura, la velocidad, el color de las palabras — la manera.
Palpitan y respiran.
Duermen y despiertan — caminan.
Miran para nuestra ciencia y nuestra inocencia.
Nos aman.
Descubrir su sistema de cristalización, observar cómo la luz se refracta a través de ellas.
Las montañas se desplazan, por la energía de las palabras; aparecen personas, animales, girasoles, plantas negras, lugares negros — y el sol, hace nacer el silencio, por la energía de las palabras.
Prólogos. Presentación del rostro. Herberto Helder
5.8.25
Frágil
entre lava
e neve.
Carlos de Oliveira
Los horizontes no existen, ni tan siquiera los caminos. Únicamente hay estelas.
Juan Eduardo Cirlot. (Citado por Genaro da Silva en una conversación con Chus Pato. Urania, nº 1. xanerio de 2022)
Una nueva línea es una nueva mente.
Toda voz es una multitud.
William Carlos Williams
27.6.25
ESTATUAS
Hugo von Hofmannsthal subía hacia la Acrópolis, trastornado por un exceso de "nombres, figuras", que "se entrelazaban entre sí sin belleza", como si se disolvieran "en un humo verdusco". Lo asaltaba un interrogante: "Estos griegos, me preguntaba en mi interior, ¿dónde están?" Y "¿los dioses eternos?" Se desvanecían. Eran "fantasmas inciertos, a la fuga". ¿Sus historias? Eran "fábulas milesias, una decoración pintada en las paredes, en la casa de una cortesana".
Hofmannsthal evoca entonces la sombra de Platón y reabre el Filoctetes. No fue suficiente. "Estos dioses, sus sentencias, estos hombres, sus hechos, todo me parecía muy extraño, engañoso, vano." El viajero sigue caminando. Entra en el museo de la Acrópolis. En la tercera sala, formando un semicírculo, cinco kórai. "Eran estatuas femeninas, con largas vestimentas (...). En ese instante me sucedió algo: un horror sin nombre (...). La sala era cuadrada... se llenó en un instante de una luz más fuerte que la luz real: los ojos de las estatuas se volvieron, de pronto, hacia mí, y en esos rostros se dibujó una sonrisa del todo indescriptible." No duró mucho, esa luz: probablemente, ni siquiera un instante. Pero incluso después de que Hofmannsthal se hubiera recuperado esa materia seguía frente a él. Tenía, ahora, "algo como líquido". Provenía de un lugar y dejaba ver la voluntad de llegar a otro. Pensó: "¿No se me ha abierto el universo en un parpadeo?"
Lo que le ocurrió a Hofmannsthal ese día de 1908 en el museo de la Acrópolis ilumina las oscilaciones dentro de las cuales se ha percibido la Grecia antigua desde Hölderlin a la actualidad. Esas imágenes tenían el aspecto de "fábulas milesias": atractivas e ilusorias, para verlas era necesario hacerse recibir por una cortesana, Difícil encontrar figuras y cruces más bellos. Pero, a continuación, sobrevenía una sensación de extrañeza. Por otra parte, esas fábulas se mezclaban con "un perfume de fresa y acacia, de trigo maduro, de polvo de la calle y mar abierto". Algo embriagador y tremendamente fugaz. Esa Grecia no ofrecía ninguna garantía de estabilidad. No prometía nada y había desaparecido, dejando detrás de sí una estela de estatuas mutiladas. Sin embargo, de esas estatuas podía venir aún el fulgor que abría los ojos, más de las estatuas que de las palabras. "Algo como líquido", to theîon, lo divino, todavía.
En Hermann Usener hay una mezcla, sin precedentes en su audacia, del "hundimiento fisiológico en lo material", que no se detiene ante el detalle, aunque sea mínimo, y la repentina visión de su conjunto, desvinculada de todo dato tangible. En sus Götternamen se abren pasajes y claros de afirmaciones generales de vastas consecuencias, que no se preocupan de justificarse o argumentarse sino que se parecen bastante a ciertas estatuas arcaicas recién desenterradas: "Solo mediante los fenómenos y relaciones cerrados, limitados, el sentimiento de infinito entra en la consciencia. En el origen no es nunca el infinito en sí aquello hacia lo que se alzan el sentimiento ni el pensamiento. No el infinito sino algo infinito, divino, se presenta al hombre y es concebido en el espíritu, acuñado en el lenguaje. Así nace una serie ilimitada de conceptos divinos, que en un primer momento tienen valor autónomo. Cada uno de estos conceptos, en la medida en que designa una fuerza divina, está provisto de la cualidad de la infinitud. Esta cualidad se extiende solo en la profundidad, no en anchura; se refiere solo al punto, la línea, que son cubiertos por el concepto. Para nuestro pensamiento, habituado a una divinidad unitaria, estas figuras de los dioses se pueden entender solo como formas individuales, fenoménicas, o bien como irradiaciones de la divinidad (...).
(...) El fenómeno singular es divinizado en su plena inmediatez (...) esa cosa singular, que ves frente a tí, esa cosa misma y nada más que eso es el dios." La últimas palabras parecen dirigirse a Hofmannsthal en el momento en que entrará, pocos años más tarde, en el semicírculo de las kórai.
Los dioses momentáneos de Usener fueron incorporados a los estudios de la antigüedad clásica porque venían protegidos por el escudo filológico riguroso; sin embargo, tenían su antecedente en un libro para el cual se había decretado la muerte científica: la Symbolik und Mythologie der alten Völker de Friedrich Creuzer. Exactamente eso iba a sucederle un día a Nietzsche con El nacimiento de la tragedia. Desde el centro incandescente del romanticismo había surgido la concepción que se iba a transmitir a Usener y, desde él, a su discípulo Aby Warburg. Para Creuzer bastaba con el símbolo mismo para acercarse a los dioses, siempre y cuando "lo momentáneo, la totalidad, lo insondable de su origen, la necesidad". Porque entonces, y solo entonces, el símbolo "designa la aparición de lo divino y la transfiguración de la imagen terrestre".
(...) De las kórai conocemos en ocasiones el nombre del artesano o del que la encarga o de la diosa a la que se le dedica. No el nombre de la kóre misma, con muy raras excepciones, como en el grupo de Geneleos, en que la kóre es una muchacha de la familia que la ofrenda. Este anonimato de las imágenes es la señal de un atravesamiento del umbral, de la entrada en un lugar en el que el simulacro, en su mudez, es autosuficiente.
(...)
La kóre es un ser momentáneo fijado en la piedra. Precede a su nombre y función, que se puede agregar -una perdiz o un fruto en la mano, una inscripción sobre un pliegue del peplo- sin cambiar nada esencial. Muchas de las kórai de la Acrópolis estaban dedicadas por hombres. No son la diosa sino el dedicante. Muchos historiadores, desconcertados, las definen como doncellas el servicio de la diosa. ¿De dónde viene esa certeza? Solo una cosa sabemos: son su aparición, reposan en una forma aparecida una sola vez.
(...) Esta incertidumbre, esta superposición, esta irreductible afinidad entre dedicante y dedicatario son el fundamento más seguro y perceptible de esa posible asimilación de lo divino acerca de la cual escribió Plotino. Diez siglos antes que él, alguna figuras de mujeres jóvenes habían mostrado ya lo que sus palabras señalaban.
Cuando lo atenienses subieron a la Acrópolis devastada por los persas decidieron agrandar su área. Para equilibrar el declive enterraron las estatuas que yacían alrededor. No solo las estatuas de mármol sino las estatuillas de bronce y de arcilla, vasijas, monedas, losas de piedra con inscripciones, como si todos esos testimonios del pasado debieran desaparecer. Nadie les puso nombre hasta que en febrero de 1886 una brigada dirigida por el superintendente Kavvadias, excavando el territorio al noroeste del Erecteón, descubrió una fosa en las que estaban enterradas catorce kórai. Los últimos que las vieron intactas fueron los persas. (...)
La guerra entre Persia y Grecia fue también una guerra de religiones. Los persas atribuían "necedad" a quienes creían que los dioses tenían "figura humana". Los griegos eran más dúctiles. Pensaban que los dioses ocasionalmente podían adoptar una figura humana. Pensaban sobre todo, que las estatuas podíans er divinas. El verdadero contraste se concentraba en los agálmata, en los "simulacros". Contrate sutil y metafísico, no fácil de reconocer. Los persas, en efecto, no rechazaban a los dioses extranjeros. Por el contrario, "de todos los hombres, los persas son los que más adoptan las costumbres extranjeras", escribe Heródoto. Así habían acogido a Afrodita, a través de siria y Arabia. Pero no las estatuas.
(...)
Las kórai permanecieron invisibles durante 2.366 años. La mirada no podía ver la mirada, que eran las kórai mismas, las pupilas, único punto sobre el opaco cuerpo humano donde un minúsculo círculo capta un reflejo. El reflejo indica que allí opera la mente. Después de que las kórai que hoy conocemos fueran sepultadas, los atenienses parecieron olvidarlas. no intentaron volver a moldear esas estatuas de expresiones absortas, de vestidos que caen en múltiples pliegues, verticales y ondulados, siempre paralelos, como los bastidores de una escena.
(...) Si Egipto es el primum, los griegos tuvieron el privilegio de ser los primeros entre los bárbaros que se establecieron allí. También a esto se debe la fragancia de todo lo que tomaron de Egipto, desde los Misterios a las kórai. Traspusieron todo a otra lengua, manteniendo, empero, algo -el aura o la sombra- del original. Sobrevivieron algunas estatuillas en las que se pueden reconocer los antecedentes egipcios de las kórai. Desnudas, con un gorro redondo (el pólos). Una en bronce, de formas angulosas, encontrada en Delfos. Otra de marfil, encontrada en la tumba de Dípilon. Una nos mira desde un estante del Museo Arqueológico Nacional de Atenas: grandes ojos fijos, senos, cintura y nalgas claramente pronunciadas, brazos extendidos a lo largo del cuerpo, pies juntos. " Por lo tanto, aunque vinculadas obviamente con sus prototipos orientales, se advierte que hay algo definitivo griego en esas fisuras", observa Gisela Richter. Eran las primeras palabras de los bárbaros.
Ágalma, "estatua", significa también "simulacro" en general e "imagen mental". "No ceses de esculpir tu estatua (ágalma)": palabras de Plotino. Pero, ¿de qué estatua habla? De una invisible. Una imagen mental que debe acompañarnos en todo momento. Quien ignore la existencia de estas estatuas invisibles difícilmente llegará a comprender la estatuaria griega y lo que la distingue de cualquier otra.
(...)
Las primeras estatuas fueron los muertos. Este era el sobreentendido. Los egipcios, extremadamente literales, fueron los primeros en comprenderlo y aplicarlo. Los muertos se pueden vestir, ungir, maquillar, eviscerar. Permanecen inmóviles. Por eso "palabras como "cadáver" (despojos, momia, cuerpo) e "imagen" (estatua, imagen, forma, etc.) en egipcio tienen el mismo determinante". Plasmar estatuas implica tratar con los muertos. En Egipto esto fue evidente desde el principio e invadió todas las disciplinas artísticas. Quisieron que en esos seres inmóviles latiera una viveza ulterior respecto de la vida común.
(...)
También el cielo es un ágalma, según Plotino: "Un gran simulacro, bello y animado y producido por el arte de Hefesto." El cielo es, entonces, una obra de arte sutilmente adornada: "Los astros centellean sobre su rostro, otros sobre el pecho, otros donde convenía que estuvieran puestos." Así, incluso su expansión inconmensurable, ágalma no deja de ser una estatua. Esto permite, a la vez, mirar una estatua como si abarcase en sí al cielo.
(...)
Ágalma es la palabra indispensable, como medio para lo invisible.
(...)
Lo clásico se diferencia de lo arcaico (de cualquier cosa arcaica) mediante una reducción del número de elementos: menos animales, menos atributos, menos colores, menos motivos, menos dioses, menos palabras. Menos carácter físico. De cualquier asunto se escogen pocos rasgos -los cuales deben cargarse de la potencia de lo que ha sido excluido y en un primer periodo adhiere a los perfiles como una aureola invisible. Esto es lo que vuelve irreductiblemente diferente la escultura de la época de Fidias y del Maestro de Olimpia de toda la precedente y toda la posterior.
(...)
Casiodoro cuenta que, cuando Roma fue devastada por los visigodos de Alarico, en la ciudad hacían guardia más estatuas que habitantes.
Roberto Calasso
El Cazador Celeste
2.6.25
Al final de su libro sobre la mística judía, Scholem cuenta la siguiente historia, que le fue transmitida por Yosef Agnón:
Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidismo, debía resolver una tarea difícil, iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se realizaba. Cuando, una generación después, el Maguid de Mezritch se encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones», y todo ocurrió según sus deseos. Una generación después, Rabi Moshe Leib de Sasov se encontró en la misma situación, fue al bosque y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser suficiente». Y, en efecto, fue suficiente. Pero cuando, transcurrida otra generación, Rabi Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma tarea, permaneció en su castillo, sentado en su trono dorado, y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto podemos contar la historia». Y, una vez más, con eso fue suficiente.
Es posible leer esta anécdota como una alegoría de la literatura. La humanidad, en el curso de su historia, se aleja siempre más de las fuentes del misterio y pierde poco a poco el recuerdo de aquello que la tradición le había enseñado sobre el fuego sobre el lugar y la fórmula, pero de todo eso los hombres pueden aún contar la historia. Lo que queda del misterio es la literatura y «eso», comenta con una sonrisa el rabino, «puede ser suficiente». El sentido de este «puede ser suficiente» no es, sin embargo, tan fácil de aprehender, y quizá el destino de la literatura depende precisamente de cómo se lo entiende. Porque si se lo entiende simplemente en el sentido de que la pérdida del fuego, del lugar y de la fórmula sea, en cierta forma, un progreso, y que el fruto de este progreso -la secularización- sea la liberación del relato de sus fuentes míticas y la constitución de la literatura -vuelta autónoma y adulta- en una esfera separada, la cultura, entonces ese «puede ser suficiente» resulta verdaderamente enigmático. Puede ser suficiente, pero ¿para qué? ¿Es creíble que pueda satisfacernos un relato que no tiene ya ninguna relación con el fuego?
Al decir «de todo esto podemos contar la historia», el rabino, por otra parte, había afirmado exactamente lo contrario. «Todo esto» significa pérdida y olvido, y lo que el relato cuenta es precisamente la historia de la pérdida del fuego, del lugar y de la oración. Todo relato -toda la literatura- es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego.
Giorgio Agamben
El fuego y el relato
30.3.25
Las hilanderas
Cuando se me invitó a participar en este ciclo de conferencias con la indicación de que eligiese algunos "fragmentos y detalles" de cuadros del museo del prado que me pareciesen especialmente interesantes y hubieran sido poco o nada estudiados, se dio una curiosa coincidencia que determinó la elección del tema que voy a tratar. un día antes me había llegado desde Italia una edición de L'idea del theatro de Giulio Camillo, obra que me traía gratos recuerdos de cuando, en los años setenta, estaba muy interesado en las artes de la memoria de Giordano Bruno, de las que L'idea del theatro es el precedente más preclaro. Al releer la obrita de Camillo advertí que con su ayuda se podía resolver el no pequeño problema de qué quiso decir Velázquez en su famoso y enigmático cuadro de Las hilanderas.
Pero antes de entrar en materia, iniciando así nuestro primer recorrido, debo dedicar algunas palabras a L'idea del theatro. Es un escrito no muy extenso que Camillo dictó al final de su vida a petición de su mecenas el gobernador de España en Milán, Alfonso Dávalos, marqués de Vasto, del que Tiziano hizo un retrato que se encuentra precisamente en el Prado. L'idea del theatro pertenece a la tradición del arte de la memoria, la cual se basa en dos preceptos: el de los "lugares", que han de estamparse en la memoria formando un conjunto ordenado y coherente, y el de las "imágenes", que, asociadas a las nociones que deseamos recordar, se han de colocar en los "lugares" previamente construidos. El locus memoriae que emplea Camillo es el teatro romano clásico, pero no para hacer de él un simple instrumento mnemotécnico, sino algo mucho más importante. Camillo pretendía que su teatro estuviera a la altura de la Sabiduría divina y albergase una enciclopedia del saber. "Si los antiguos oradores", dice al comienzo de la obra, "cuando querían almacenar de un día para otro las partes de los discursos que tenían que pronunciar, las situaban en lugares caducos como cosas caducas que eran, es razonable que nosotros, que queremos asegurar para la eternidad las eternas esencias de todas las cosas que pueden ser revestidas con las eternas esencias del discurso, les encontremos lugares eternos". Nada menos que esto es lo que se proponía Camillo con su teatro.
¿Cuáles son esos lugares eternos donde Camillo almacena la sabiduría del universo o, para ser más exactos, la idea que del mundo tenía, en el siglo XVI, un intelectual versado en el neoplatonismo, el hermetismo y la cábala, y que pensaba ser, él mismo, un alquimista del alma? Estos lugares son los Siete Planetas, los cuales engarzan el mundo supraceleste de las ideas con el inferior terrestre donde vivimos los humanos.
Para organizar su enciclopedia, Camillo dividió la cavea de su teatro en siete grados, o gradas, y completó esta división con otra que va de abajo arriba y que se compone de siete cunei o secciones. cada una de estas secciones arranca de los lugares de los Planetas, que están en el primer grado, en cuyo centro se encuentra el sol. Los Planetas no son, sin embargo, las realidades últimas. Esa dignidad corresponde a siete arcángeles, que Camillo coloca en el mismo primer grado a modo de "inteligencias" de los Planetas, siendo su misión definir los siete espacios ideales que los cabalistas identifican con los sefirots.
Al usuario del teatro hemos de verlo no en la cavea donde normalmente se sientan los espectadores, pues allí están localizadas las imágenes del saber, sino en el escenario, como si fuese el actor del drama. Al recorrer con la mirada los cuarenta y nueve lugares de los grados, cada uno de ellos albergando una o varias imágenes, Camillo esperaba que en la mente del usuario o actor de su teatro se despertase el recuerdo de los variados contenidos del mundo en su orgánica trabazón.
Camillo asoció los grados que se escalonan encima de los Planetas a ciertos temas mitológicos. el segundo grado es el del banquete que Océano ofrece a los dioses; este grado trata de la materia prima, simbolizada por el agua, en la que la sabiduría de Océano esparce las semillas de las ideas representadas por los dioses. El tercer grado es el del Antro, que se inspira en el que se describe en la Odisea cuando Ulises arriba a la playa de Ítaca; según Camillo, ese antro representa la materia elementata, es decir, las combinaciones que la naturaleza efectúa con la materia prima. El cuarto grado, el de las Gorgonas, tiene como objeto al Hombre Interior con sus tres almas: la vegetativa, la irascible y la intelectiva. El quinto grado, el de Pasífae, sirve al hermetista veneciano para representar la unión del alma (Pasífae) y el cuerpo (el Toro), y así almacenar la humana anatomía y otros asuntos semejantes. El sexto grado, que es el de los Talares de Mercurio, está destinado a registrar las operaciones que el hombre puede realizar de una manera natural. El séptimo grado, el de Prometeo, exhibe, por último, las diversas actividades técnicas y artísticas.
Cada uno de estos grados consta de siete lugares específicos que, a modo de puertas, están determinados por la esencia planetaria en cuya sección se halla. Cada puerta alberga, por último, una o varias imágenes que simbolizan sus contenidos particulares. A veces estas imágenes se repiten en más de un grado, lo que quiere decir que su contenido ha de modularse según exigencias semánticas del grado donde la imagen se halla enclavada.
Ésta es, en resumen, la magnífica máquina de Camillo. Pues bien, mientras recorría el segundo grado, es decir, el del Banquete, empezó a mostrárseme la intención que inspiró a Velázquez (1599-1660) al idear su cuadro de Las hilanderas. Empecemos leyendo la frase que desencadenó el proceso hermenéutico:
Del mismo modo que alguien, si quisiera vestirse de lana y tuviera enfrente un montón de lana sin cardar, podría decir que ésa sería su gorra, su capa y sus calzas, así dijo moisés que Dios creó el cielo y la tierra, pensando en aquella masa a partir de la cual éstos debían formarse. Asimismo, Raimundo Lulio manifiesta (...) que Dios creó una materia prima, a continuación la dividió en tres partes, y que de la flor de la más excelente hizo a los ángeles y nuestras almas; de la segunda, el cielo, y de la tercera, este mundo inferior. Ahora bien, esta primera materia, que corresponde no sólo a la masa de los cielos, sino también a este mundo inferior, está continuamente sometida a la rueda, no quisera decir de la generación y la corrupción (...), pero sí, según la sentencia de Mercurio Trismegisto, de la manifestación y la ocultación.
Si empleamos este párrafo como clave interpretativa, entonces el obrador donde las hilanderas devanan los informes copos de lana representa el lugar de la también informe materia prima de que está hecho el mundo; materia prima que, según Camillo, debemos entender como copos de lana no labrada. La rueda que se ve girar incesantemente a la izquierda del obrador indica, si la relacionamos con la mencionada por Camillo, que nos encontramos en el mundo de la generación y la corrupción o, como prefiere decir Camillo, de la manifestación y ocultación de los seres que pueblan el universo. Que las hilanderas de Velázquez representen a las Parcas, como quería Mengs, es una hipótesis plausible que, en todo caso, no desentona con la clave hermenéutica que brinda Camillo.
A diferencia del ambiente sombrío del obrador, la escena que se desarrolla en la pieza más elevada del fondo está bañada de luz, lo que sugiere que simboliza el plano ideal de la forma, esto es, de la sabiduría divina, cuya personificación ostenta la propia diosa Palas o Minerva, que preside esta estancia. Frente a los oscuros e informes montones de lana del obrador, la pieza luminosa alberga dos tapices de lana perfectamente labrada, tejida y figurada. Entre esos dos planos (el de la materia prima del mundo terrestre-celeste, representado por el obrador, y el de la forma del supraceleste, representado por la estancia donde está Palas), la doble escalera, la portátil que se apoya en la pared y la de obra que conduce a la pieza luminosa, puede muy bien simbolizar la escala del ser y de los cielos, que pone en comunicación el mundo inferior donde viven los hombres con el supraceleste donde residen las formas ideales y las almas separadas del cuerpo. La estructura escalonada del teatro de Camillo pudo sugerir a Velázquez la utilización de ese instrumento simbólico, si es que no se basó en la escala del ser de Raimundo Lulio a que también hacía referencia Camillo. Como esta interpretación de la escalera sólo se infiere si se prueba que las dos habitaciones de Las hilanderas representan la una el mundo de la materia prima y la ora el mundo de la forma ideal, conviene analizar los valores simbólicos de la estancia luminosa, una vez examinados los del obrador.
En el tapiz que sirve de fondo a la pieza luminosa está escenificado el rapto de Europa. Como es sabido, Velázquez se basó en el cuadro que sobre ese tema había pintado Tiziano para Felipe II y que en tiempos de Velázquez estaba en el Alcázar de Madrid. Pues bien, sin abandonar el grado del Banquete, Camillo, compatriota de Tiziano, nos brinda la clave de esa escena con sólo acudir a la puerta de Júpiter, pues justo allí el hermetista describe el rapto de Europa en estos términos:
Raptada por el Toro conducida a través del mar, Europa, que no mira hacia donde es conducida, sino hacia la tierra de donde ha partido, es el alma transportada por el cuerpo a través del mar de este mundo, la cual, con todo, se gira hacia Dios, tierra supraceleste, y esta imagen contendrá un volumen acerca del Paraíso (...) y de todas las almas bienaventuradas ya separadas del cuerpo. Esto es asignado a Júpiter por ser el planeta de la verdadera religión.
este simbolismo ha llegado hasta nuestro siglo. Robert Musil dice en el capítulo 7 de El hombre sin atributos: "En el momento de la acción (...) sucede siempre así: los músculos y los nervios saltan y luchan con el yo: éste, el cuerpo entero, el alma, la voluntad, la totalidad de la persona, tal como lo define y limita el derecho civil, es transportado superficialmente, como Europa a lomos del toro".
Según esto, si en el sombrío plano inferior del obrador se representa la materialidad (lana sin cardar, no labrada) de que están hechos los mundos terrestre y celeste, sometidos ambos a la ley de las mutaciones cíclicas (la rueda), en el superior y luminoso de la divina sabiduría (Palas) hemos de ver el Paraíso supraceleste a donde el alma (Europa) es transportada por el cuerpo (el Toro). Así pues, al concebir Las hilanderas, Velázquez pretendió dos cosas: de una parte, contraponer el informe y sombrío mundo de la materialidad terrestre y celeste al luminoso de las formas supracelestes, y, de otra, mostrar la peripecia del alma que, caída en lamateria cósmica, es transportada al orbe luminoso de Dios. El medio de transporte es el toro, o sea el cuerpo, que a despecho de su apariencia sensible no es sino una manifestación o metamorfosis de la divinidad (Júpiter).
16.2.25
El vacío y la belleza
La belleza hace el vacío -lo crea-, tal como si esa faz que todo adquiere cuando está bañado por ella viniera desde una lejana nada y a ella hubiere de volver, dejando la ceniza de su rostro a la condición terrestre, a ese ser que de la belleza participa. Y que le pide siempre un cuerpo, su trasunto, del que por una especie de misericordia le deja a veces el rastro: polvo o ceniza. Y en vez de la nada, un vacío cualitativo, sellado y puro a la vez, sombra de la faz de la belleza cuando parte. Mas la belleza que crea ese su vacío, lo hace suyo luego, pues que le pertenece, es su aureola, su espacio sacro donde queda intangible. Un espacio donde al ser terrestre no le es posible instalarse, mas que le invita a salir de sí, que mueve a salir de sí al ser escondido, alma acompañada de los sentidos; que arrastra consigo al existir corporal y lo envuelve; lo unifica. Y en el umbral mismo del vacío que crea la belleza, el ser terrestre, corporal y existente, se rinde: rinde su pretensión de ser por separado y aun la de ser él, él mismo; entrega sus sentidos que se hacen unos con el alma. Un suceso al que se le ha llamado contemplación y olvido de todo cuidado.
María Zambrano
Claros del bosque
9.2.25
RETRATO DE UNA MIRADA
quien mira entra en el silencio
y por el silencio entra en la imagen
vienen entonces las viejas cosas de siempre
las cosas que viven en la memoria
su pátina toma enseguida la forma
de todo loque se está viendo
es la sustancia del presente
no se ve nunca el presente
se confunde por completo con la vista
se ve tan solo lo que ocurre
al mismo tiempo que él y por él
no se ve nada más que eso
que en él bulle y lo ocupa y lo llena
y lo transforma en lugar de acontecimiento
mientras que él es lo que se mueve
nuestra mirada siempre persigue el gesto
sin ver que es diagrama del tiempo
cotidiano ritual instintivo o sabio
el gesto es una palabra para el ojo
el ojo sin embargo solo percibe un acto
pone su nombre en la boca
todo lo visual lo vela el vocabulario
infinitos y mínimos pliegues sonoros
que borran que disimulan hacen reinar
el saber en lugar del amor
tenemos ante nosotros el fondo de la mente
más a menudo que el rostro del Otro o el mundo
a veces la sorpresa nos pone de nuevo cara a cara
es un grito de pronto en los ojos
un grito de luz un desgarrón
por el que penetra la vida y va entonces más rápido
que lo ya conocido ya clasificado etiquetado
se diría sí que todas las cosas ahora
son lanzadas sin orden al fuego vivo
de una fiesta bárbara carente de palabras
para clavarlas una a una en los postes del lenguaje
qué vida no se cansa de la vitalidad
la extrañeza no está fuera está
en nosotros en la impotencia de devolver a su lugar
el espectáculo y a nosotros mismos ante él
contemplándolo desde el fondo de la distancia
(...)
hay imagen como hay a veces
una llama de aire en la punta de los dedos
un gesto que de pronto crece en un impulso
y queda así envuelto por lo que tiembla
(...)
las imágenes no convocan más que a su porvenir
por eso la ilusión llama en ellas
a dar forma a lo falso para que la falsedad
sea capaz de traer a su contrario
a través del movimiento la dinámica
del movimiento es idéntica a la respiración
(...)
y el propio aliento es idéntico
a la evaporación de la realidad todo el vaho
(...)
el lejano afuera no está nunca muy lejos
del profundo adentro el país de los ojos
puesto que perfora la memoria en vez
de pender del reloj o del péndulo
(...)
pero cuál es la función del teatro sino
poner en evidencia la comunidad
de los significados y si los ojos las manos
relatan al mismo tiempo en lo visible
lo que el aliento y el sonido proyectan en el aire
¿no es para hacernos conscientes del placer
doble que nos proporcionan el oído y la vista
atravesando nuestro rostro?
el mundo está ahí como un lenguaje
que nadie todavía habría aprendido
(...)
el viento arroja al mar la palabra "viento"
para no ser en nuestros ojos más que el solo furor
de una vieja memoria violenta y visitada
las imágenes extraen signos de nosotros
que son el recuerdo del porvenir
la evidencia en ellas es una máscara
donde el pasado representa el presente
(...)
siempre tocando el borde siempre
llevando las formas hacia su nombre
(...)
así el fuego no es una ilusión
puesto que arde en el fondo de nuestros ojos
su realidad solo necesita la nuestra
para hacer que sea más real
como hace el espejo cuando representa
quien nos parece que somos
(...)
la apariencia se ha hecho carne
disipándose en la presencia.
Bernard Noël
El resto del viaje y otros poemas