La nube
Una pesada nube gris ha detenido su deriva sobre la colina de Burlémont.
La sombra de su casco cubre y alumbra la cima.
La barca, la embarcación, la nave
Las naves de los aqueos, llevadas a tierra y giradas, levantando el caso al revés, son la primera cabaña, el primer techo bajo el que se abrigan los asaltantes. el megarón primitivo, al principio de esquinas redondeadas, como las barcas, será la meoria de esa primera casa y el puente entre la nave y el templo.
Todo tipo de embarcaciones navegan hacia Ronchamp.
Estratigrafía del lugar: 47º42'18''N 6º37'12''E
Habitualmente, Le Corbusier comienza un proyecto estableciendo con su mirada y sobre el papel los cuatro horizontes. No debe interpretarse esto como una recepción pasiva del paisaje, que quedaría registrado en eldibujo. Es, al contrario, la mirada de Le Corbusier quien funda el paisaje, es la arquitectura quien va en busca de un paisaje, y lo encuentra ahí donde todavía no está "tal como en sí mismo, al fin, el proyecto lo cambia". La arquitectura comienza con la construcción del lugar, tal como es, tal como era, pero sobre todo tal como y debe llegar a convertirse, como memoria del lugar pero también como voluntad de completarse. Como si cada terreno sobre el que Le Corbusier pone sus ojos esperase el cumplimiento de una profecía, que sólo Le Corbusier conoce. Así, sus obras se levantan en un "suelo" de múltiples capas, algunas visibles, otras invisibles, y que sólo obedecen a sus ojos y a su memoria. Michel Foucalt todavía no había pronunciado la palabra "heterotopía", para significar "el poder de yuxtaponer en un solo lugar real distintos espacios", que Le Corbusier ya practicaba la misma idea en sus obras.
Topografía del temenos de Apolo en Delfos
Si Scully comparte con Le corbusier la intervención del paisaje en la arquitectura, Martienssen comprende, con Le Corbusier, la definición de arquitectura como aquel sentiento que se produce a lo largo de un trayecto ritual. La arquitectura de Delfos no está en el témenos, sino en el dispositivo témenos-Fedriades, las imponentes peñas a plomo sobre él, que se encienden como traslúcidas al atardecer, con sus dos cimas recortadas en forma de cuernos.
Scully entendió bien que, en Grecia, por -arquitectura- no es suficiente con comprender el edificio construido, sino la relación, la tensión entre Naturaleza y obra humana. Esta idea aproxima mucho su mirada a la de Le Corbusier.
"Delfos debe de haberse mostrado a los griegos como el lugar donde se manifestaba con mayor violencia el conflicto entre viejo camino -el de la diosa de la tierra- y el nuevo camino -el de los hombres y sus dioses olímpicos-."
"Al final, el templo es visto, no sólo contra el cielo, sino también contra la colina del valle, sobre lacual se levanta. Ahora da escala y definición al Camino recorrido; su posición es alta y orgullosa. Sus cimientos elevan su base sobre el vacío, y el espacio, en la vista desde el altar, parece caer ansioso por entre los espléndidos fustes de las columnas. Así, la montaña parece acercarse a través del vacío, como hacen los objetos a través de una depresión profunda, y el camino en zigzag que sigue su pendiente ayuda a dramatizar la escala del templo, al alcance de la mano".
Ricardo Daza ha trazado, en su restitución del Viaje de Oriente, los pasos y miradas de Jeanneret en Delfos, desde la entrada, en la esquina sureste, hasta el estadio y el teatro, en la montaña, más allá del templo. Ha sugerido la cubierta de la Unité de Marsella como memoria construida de esta visita.
Y queda Ronchamp, la "Delfos hembra" que Le Corbusier no pudo construir en la Sainte-Baume, con su camino de procesión ritual entrecortado por pequeños edificios, como en Delfos, y su camino en espiral hacia el altar, como en Selinonte.
El camino ritual, en Ronchamp y Selinonte
El camino va hacia el templo, se separa de él para pasar por detrás, por un estrecho sendero en el que están la arquitectura, a un lado, y la naturaleza, al otro. Luego gira sobre sí mismo, hacia el este, recorriendo toda la extensión del templo, y llega frente al altar.
Cualquier atajo que trate de pasar directamente desde la entrada hasta el altar está prohibido, va en contra de la arquitectura. Scully advirtió esta irregularidad, hablando de Delfos: "muchos visitantes del lugar cortan el camino, para pasar directamente desde la entrada hasta la explanada frente del templo, sin seguir el camino ritual".
La arquitectura es lo que le ocurre al visitante a lo largo de un camino ritual.
Se abre la puerta sur de la capilla. El visitante va a recibir finalmente la primera imagen del interior, y desencadenará desde ahí la arquitectura.
Pero la frontera entre el interior y el exterior no es una línea, un punto, sino una zona, una demarcación, una densidad de piezas que constituyen todo un campo de experiencia. Para el visitante, la puerta es un trayecto -de hecho, el visitante no ha dejado de estar entrando a otro sitio desde que comenzó su ascensión a la colina.
Para entrar al interior de la capilla el visitante ha de pasar entre varias parejas de cubo y cilindro, de ángulo recto y de curva -las figuras primordiales del mundo plástico de Le Corbusier. La espesa masa cilíndrica del torreón se empareja con el vacío cúbico del área barrida por la puerta giratoria. El bloque prismático de la piedra de fundación se empareja con la base cilíndrica del agua bendita. El visitante pasa entre esa parada de parejas de opuestos.
Cuando la puerta giratoria está abierta, su hoja señala hacia un cuadrado de hormigón, puesto de pie, algo separado de la pared norte, colocado exactamente frente a quien ha entrado. Sobre el cuadrado, dos trazos hundidos en el hormigón marcan una línea horizontal y una línea vertical. El plano del taller que lo dibujó deja ver que estas dos líneas son una analogía geométrica del cuerpo humano, con la línea horizontal que mide el cuerpo, a la altura del ombligo, y la línea vertical que mide su columna vertebral, su espíritu. El visitante tiene ante sí un espejo, que le devuelve la imagen de sí mismo, en pie sobre la cima de la colina.
El interior donde el visitante va a entrar, ¿de qué exterior es su interior? El visitante cree estar entrando en una capilla, pero pronto va a descubrir que es en sí mismo donde ha entrado, es a él mismo a quien va a conocer.
Ese espejo cuadrado de hormigón que le ha devuelto su propia imagen elemental, reducida a una vertical sobre la horizontal, no es sino la traducción de "Conócete a tí mismo", el consejo que se encontraba en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos.
El visitante va a conocerse. Le Corbusier ya lo había avisado, al escribir: "dentro: cara a cara con uno mismo".
Dentro
Entrando, el visitante se encuentra de pie sobre la cima de la colina.
El espacio se abre en toda su extensión hacia la derecha del visitante, señalado por el suelo en pendiente y por la imperiosa línea gris que marca, de un extremo a otro, de oeste a este, el eje longitudinal de la capilla.
Si el visitante quiere hacer uso de su memoria para comparar su situación espacial con algún otro episodio por el conocido, sólo puede referirse a los espacios teatrales: el visitante se descubre en una sala de teatro, con el suelo de los espectadores en pendiente, y en pendiente también, en sentido opuesto, el suelo amplio y profundo de la escena, para asegurar la visibilidad de las actuaciones.
Las paredes laterales de la sala, norte y sur, no son paralelas, sino que se abren en abanico. Esto produce en el visitante un efecto visual de proximidad: el espacio ensanchado le acerca ópticamente escenario, con el altar, único punto preciso y definido de toda la sala, pues la rugosidad irregular y monocroma del resto de superficies de la sala, producida con manguera de cemento, impide que el ojo pueda fijarse con precisión en algún punto de las paredes, que quedan disueltas en la vibración y el claroscuro de su relieve.
Al mismo tiempo, la pendiente del suelo impulsa al visitante hacia el escenario, sin ser consciente de la causa, como atraído por su aparente proximidad, tan al alcance de la mano. Pero la cercanía que el ojo cree no es lo que los pies advierten: el camino hacia la escena es más largo de lo previsto, como si se alejara, y este sentido simultáneo de aproximación y alejamiento ya es precisamente uno de los sentimientos constitutivos del lugar sagrado: advertir la presencia de algo distante.
Al entrar, el cuerpo del visitante ha debido sentir una carga gravitando sobre él, si levanta la vista, se encuentra situado bajo la amenaza de una masa enorme, un enorme saco de hormigón oscuro, sostenido en equilibrio encima de él, en su punto más bajo y más cercano sobre su cabeza.
La curva y el color del saco aumentan la amenaza del peso y del impacto de esta enorme piedra gris que gravita sobre él. En la penumbra, todo indica el trabajo y el esfuerzo que fueron necesarios para arrancar esta roca de la cantera, para desplazarla hasta la cima de la colina; el ingenio con el que tuvo que ser izada y colocada sobre el muro, la dificultas con la que sostiene, su deseo de volver a la tierra, que no deja de llamarla.
La roca pesa con toda su barriga sobre el muro, y lo desborda. Pero, al empezar a desplazarse hacia la escena, sobre la cabeza del visitante tiene lugar una transformación. Desde que piedra y visitante dejan el fondo oscuro de la sala, para ir hacia el escenario, hacia Oriente, donde "la luna tiene rostro", la roca empieza a perder peso y a ganar elasticidad: ya no se apoya groseramente, "torpemente", sobre el muro, sino que se ha separado de él por un tajo de luz, una raya horizontal que distingue el muro blanco y la piedra gris.
Sólo unos pocos puntos de sombra indican que, de vez en cuando, la piedra trata de asegurar su apoyo, como quien tantea con el pie antes de saltar de nuevo. Estas sombras son las siete articulaciones de los pilares escondidos en el muro, y las vigas que dan forma a la cáscara de hormigón de la cubierta.
"La luz chorrea. La cáscara ha sido dispuesta sobre muros torpemente espesos, pero útiles. Dentro del muro hay pilares de hormigón reforzados. La cáscara descansará de vez en cuando sobre la cabeza de los pilares; pero no tocará el muro; un rayo de luz horizontal, de diez centímetros de espesor, causará asombro..."
En el curso de su viaje hacia la ligereza, la piedra conocerá dos transformaciones: se eleva, porque cada pilar es más alto que el anterior; y aumenta su tensión muscular, porque, desde la curva blanda del fondo oeste, en catenaria, cada viga estiliza un poco más la sección de la cáscara, hasta llegar a ser una línea recta y tensa, ya sobre el escenario.
La pendiente del suelo intensifica este doble efecto. Yendo hacia la escena, el visitante desciende, mientras que sobre él la cubierta asciende. El efecto puede parecer minúsculo en dibujos o fotografías, pero resulta vertiginoso en la visita real, cuando el suelo resbala, el techo se levanta y escapa, y el visitante se siente arrastrado por un impulso imprevisto.
El eje de hormigón gris dibujado en el suelo parte en dos mitades al espacio y subraya la simetría de oposición entre las mitades derecha e izquierda de la sala: la mitad derecha está toda ella llena, ocupada por las bancadas, dispuestas sobre un zócalo de adoquines de madera que las separa del suelo, para proteger del frío; mientras que la mitad izquierda permanece completamente vacía. La pared de la derecha es hueca, horadada por los vanos de los alveolos polícromos, abiertos algunos de ellos a ras del suelo, prolongando así el espacio hacia el exterior; mientras que la pared de la izquierda, por contra, es sólida, monocroma, en penumbra y llena de volúmenes macizos -el púlpito, el coro- que saltan abruptamente hacia el interior de la sala.
Cuando el visitante llega al pie del escenario, ¿dónde está?, ¿qué tiene enfrente de él?
El fondo de la escena, la pared este, el más delgado de los cuatro muros, está en penumbra. El sol naciente, escondido tras ella, entra a contraluz por una serie de pequeños agujeros dejados en la pared, una luz seca y brillante que contrasta con la penumbra general; por la tarde, será la solapa de la misma pared este quien impida que el sol de tarde disuelva la penumbra, y el contraste de las chispas de luz a través de los agujeros se mantendrá. Los agujeros dibujan una constelación: es noche cerrada, el visitante está a cielo abierto, y las estrellas acompañan y danzan alrededor del deslumbrante cubo de cristal con la imagen de Notre-Dame du Haut, el mayor de los astros.
Pero si, mirando al frente, el visitante ve el cielo estrellado, significa que de algún modo, tiene levantada la cabeza y no mira al frente, horizontalmente, sino verticalmente, hacia arriba, allí por donde las estrellas viajan; y, si la gran piedra gris que lo ha acompañado a lo largo de su viaje también indica hacia el cielo estrellado y va en su mismo sentido, es que también la piedra se ha puesto de pie y mira hacia arriba. El visitante había llegado bajo un dolmen, ahora se encuentra junto a un menhir.
La arquitectura -el trayecto impresionante- ha convertido un dolmen en menhir, ha vencido a la llamada de la tierra, a su gravedad, a su obediencia ciega, para ponerse en pie y desplazarse hacia el cielo. El visitante reencuentra así un mundo hecho a su imagen, la imagen humana: la línea vertical que se levanta sobre el horizonte.
La primera arquitectura
"Y él (Cronos) vomitó primero la última piedra que había devorado. Y Zeus la plantó sobre la tierra de anchos caminos, en la divina Pitón, bajo las pendientes del Parnaso, monumento para siempre perdurable, maravilla de los hombres mortales".
"Al salir del templo (de Apolo en Delfos), y girando a la izquierda, encontráis un recinto en el que está la tumba de Neoptólemo, y los habitantes de Delfos le ofrecen cada año sacrificios, como a un héroe. Algo más arriba de esta tumba se ve una piedra no muy grande, sobre la que se vierte cada día aceite, y en los días de fiesta se le pone lana no lavada. La tradición, a este respecto, es que esta piedra es la que se le dió a Cronos en lugar de su hijo, y que vomitó a continuación".
Tal fue uno de los orígenes de la arquitectura. el dolmen no es sino la memoria maravillada del gesto de Zeus; con, por añadido, el gesto inverso, el del aerolito devuelto al cielo, despegado de la gravedad, izado, ofrecido a lo alto.
La imagen del dolmen juega con la contradicción entre la desmesura de la piedra y la debilidad de su apoyo. A menudo, incluso, las bases que soportan la piedra no son homogéneas: hacia un lado, apoyos anchos, sólidos, francos; hacia el otro lado, sólo algún punto de apoyo débil y provisional, como si el dolmen narrara teatralmente la transformación de la piedra: pesada al principio, ligera y aérea al final, levantando su morro.
Pero la arquitectura del dolmen no se encuentra sólo en el trabajo derrochado para levantar y sostener la piedra, ni en la transformación maravillosa de su densidad. Está, sobre todo, en la creación de algo que antes no existía; está en la aparición de algo radicalmente inesperado, desconocido: porque, en el mismo momento en que la piedra deja el suelo, aparece bajo ella el espacio, desconocido en el mundo hasta el momento; un lugar nuevo, que está entre el suelo y la barriga de la piedra, cubierto y protegido por ella, un refugio. Este es el espacio maravilloso donde acogerse, pura creación humana, lugar humano por excelencia.
La Table des Marchands
Si propongo una visita al dolmen de la Table des Marchands, en Locmariaquer, no es para ir en busca de algún precedente a Ronchamp, sino todo lo contrario: para entender el megalito bretón a partir de la capilla; para llegar a ver, con la ayuda de una arquitectura del siglo XX, otra arquitectura de alrededor del 4000 antes de nuestra era; o mejor aun, para que la analogía entre ambas permita acceder a la mutua comprensión de su común arquitectura.
No sé si Le Corbusier visitó la península de Locmariaquer en los años 30, cuando su presencia en la Bretaña era habitual y la Table era aún visible. después de 1937, su visita hubiera sido inútil: el dolmen había sido modificado, llenando los vacíos entre las grandes piedras de sustentación, antes aisladas, y recubriendo al conjunto en una reconstrucción a la Violler-le-Duc, envuelto y restaurado como tumba subterránea, según las teorías en uso, por algún arqueólogo iluminado.
Una enorme losa de granito de 7 m de largo por 4 de ancho, orientada de norte a sur, está levantada y sostenida por otros tres grandes bloques de piedra -tres "ortostatos", en el habla erudita-, hipotéticamente restos de antiguos menhires. Dos de ellos están colocados cerca de la entrada, uno frente al otro, a ambos lados de la losa, mientras que el tercer bloque queda aislado, al otro extremo, bajo la proa o el morro de la gran losa.
Los dos bloques de la entrada resisten con esfuerzo las 65 toneladas de la losa, bien recibidas con una gran superficie de contacto, mientras que sólo un pequeño punto, casi invisible a contraluz, es lo único que permite que la proa de la losa toque al tercer bloque, aislado; como si la gran losa fuera muy pesada en un lado, pero ligera en el otro.
Desde abajo, en el interior del dolemn, la losa no ofrece un techo horizontal, sino inclinado: se eleva desde el 1,40 m de la entrada hasta los 2,50 m bajo la proa.
La imagen producida al ir a situarse bajo la losa, pesada en un primer momento, se aligera al ir acercándose a su proa, donde ya no necesita apoyo, y se pone de pie.
Además, la superficie de la piedra de apoyo solitaria está grabada con bajo relieves que representan espigas y un sol, a diferencia de los dos bloques de la entrada, donde la piedra está desnuda -de hecho, los tres apoyos son de distinto origen geológico: el par de la entrada son de granito local, mientras que el bloque aislado es de gres. Así, por sus relieves, el bloque solitario no se presenta al visitante como un elemento sólido, sino como una pantalla inmaterial, sobre la que aparecen signos, que son los únicos que atraen la atención del visitante. La presencia de signos dematerializa a la piedra sobre la que están escritos, la borra en el destello de la representación. Y es que, en la proa, la losa ya no tiene necesidad de ser sostenida, no pesa: se ha transformado en un menhir, se levanta, virtualmente vertical. Si, bajo la losa, mirando hacia el fondo del dolmen, vemos al sol haciendo crecer las espigas, significa que miramos hacia arriba, en el territorio de todo cuanto significa, hacia el cielo, donde viven y se desplazan el sol y las grandes fuerzas.
Habíamos entrados bajo un dolmen y, otra vez, hemos llegado a los pies de un menhir. La pesada losa horizontal se ha levantado y se dirige hacia arriba, libre del peso de la obediencia a la tierra, como vertical absoluta.
Sobre este mismo principio de transformación de la materia puede visitarse cualquier otro megalito; Ronchamp, por ejemplo, donde se despliega la misma narración.
El primer objeto recibido por los ojos del visitante, el primer acto de la representación, apenas ha entrado en el interior de la capilla, era aquella gran caja cuadrada, centrada en la puerta giratoria: una caja de hormigón liso, en las que las huellas de encofrado dejaban impresas y bien subrayadas una horizontal y una vertical, es decir un cuerpo humano de pie: escritura estilizada, ideograma, del hombre: de la naturaleza y el espíritu humanos, por fin juntos.
En el último acto, sobre el escenario, la caja de hormigón se ha abierto; de su interior ha surgido el prodigio de los hechos plásticos, abiertos frente al visitante, libres de la atracción de la tierra, mientras que el "testigo"(así es como Le Corbusier llamaba a lo que creíamos ser una cruz) ha elevado la línea horizontal, desde el ombligo, hasta el nivel de los ojos, y ha hecho despegar a la línea vertical, desde la altura del cuerpo humano, hasta la bóveda celeste.
El recorrido en la sala de Ronchamp, es decir, el fenómeno arquitectónico, ha producido una doble transformación: el centro de gravedad del propio visitante ha pasado desde su vientre hasta su mirada, desde el cuerpo hasta el pensamiento; mientras que, en la capilla, la caja de hormigón cerrada se ha abierto para desplegar todo lo que escondía en su interior.
El muro este
Frente a nosotros, un escenario vacío. Detrás de él, una pared en penumbra. ¿Una pared? No, puesto que vemos la noche oscura, el vacío recorrido de las estrellas.
No es una pared, o bien la pared se ha abierto, como un telón, que nos deja frente a la noche.
Le Corbusier ya había insinuado la naturaleza intangible de la pared, al dibujarla transparente entre las dos escenas en ls que "todo se moviliza" y repite, puesto que tras un altar hay otro altar, tras un coto otro coro, tras un púlpito otro púlpito, con lo que la pared vacía se demuestra además como un espejo: pero, situado frente a un espejo, ¿acaso el espectador no verá aparecer en él también su propio rostro?
Guión para una obra en Ronchamp
"Quisiera llevarles a sentir algo sublime, por el que el hombre, en el curso de sus apogeos, ha mostrado su maestría; lo llamo "el lugar de todas las medidas." Es éste:
Estoy en Bretaña; esta línea pura es el límite del océano contra el cielo; un ancho plano horizontal se extiende hacia mí. Aprecio como una voluptuosidad este reposo magistral. Ahí hay algunas rocas, a la derecha. La sinuosidad de las playas de arena me encanta, como una modulación muy suave sobre el plano horizontal. Yo estaba caminando. De repente, me detengo. Entre el horizonte y mis ojos se ha producido un acontecimiento sensacional: una roca vertical, una piedra de granito está ahí, de pie como un menhir; su vertical forma con el horizonte del mar un ángulo recto. Cristalización, fijación del lugar, Éste es un lugar donde el hombre se para, porque hay sintonía total, magnificencia de relaciones, nobleza. La vertical fija el sentido de la horizontal. La una vive a causa de la otra. Éstas son potencias de síntesis".
Antroporfismo y verticalidad
"El antropomorfismo constituye una fórmula distinta a la de los simios, que sólo aparece en la familia antrópica. Su característica fundamental radica en la adaptación de la estructura corporal a la marcha bípeda. Esta adaptación se traduce en una disposición particular del pie, con los deos en paralelo, como en los vertebrados caminantes, en la construcción del tarso y de los huesos de la extremidad inferior, y, especialmente, en una adaptación de las caderas, que llevan en equilibrio todo el peso del tronco. La columna vertebral presenta curvas de compensación cuya resultante es una vertical. La extremidad anterior queda libre, la mano está compuesta por las mismas partes que la de los simios, pero, por sus proporciones y posibilidades, se separa en definitiva de forma considerablemente. La cabeza tiene como carácter esencial reposar en equilibrio sobre la parte superior de la columna vertebral".
"Actualmente, se tiende a retrasar el pasado del hombre hasta tres millones de años, y aún más. Pero, ¿qué era ese hombre que entonces existía? Su único criterio era caminar sobre sus patas traseras y, sin duda, haber tallado algunos guijarros".
André Leroi-Gourhan
Romper el techo de la casa
La columna vertical es doble. En el exterior, está hecha de materia; dentro, está hecha de luz. En ambos casos, levanta el techo, lo abre, para seguir su curso hacia lo alto, como un surco que arrastrase.
Una errónea asociación instintiva, propia de los ojos que no ven, sitúa a la luz en el exterior, a pleno sol, y la sombra en lo profundo, en el interior. Es al revés. Cualquier percepción consciente reconoce que las sombras, propias y arrojadas, son un fenómeno propio del exterior, mientras que la luz se revela siempre como irrupción en un interior. podemos identificar el momento mismo en que Le Corbusier fue consciente de esta disposición, cuando, en Tívoli, durante el Viaje a Oriente, necesita usar el lápiz amarillo para indicar la luz que se cuela en el interior de una ruina romana, cuando hasta ese momento todos sus apuntes han sido con grafito.
Desde el exterior, asistiremos al enderezamiento del muro sur. Muy inclinado al principio, junto a la puerta, el muro poco a poco se verticaliza, solemne, paso a paso, hasta llegar a la esquina sureste, donde la línea extrema, vertical y absoluta como una navaja de afeitar, no se confunde con el techo, no lo soporta, sino que termina con un pequeño corte en media luna.
Eliade dio como título "Romper el techo de la casa" a un artículo de 1967, que recogía un aspecto a menudo repetido cuando se habla de interiores sagrados, que permanecen necesariamente abiertos, tanto hacia lo de abajo como hacia lo de arriba, como puntos de comunicación entre los tres niveles -el mundo subterráneo, nuestro mundo, el mundo de arriba. No es necesario embeber de religiosidad a esta estratigrafía, basta simplemente llamar "naturaleza" al mundo subterráneo, y "razón", al mundo de arriba.
En el museo de Tokio, Le Corbusier hace que el pilar central, el único aislado, perfore el techo y emerja al exterior en forma de pirámide -la arquitectura de la pirámide es la imagen de una columna de altura ilimitada, cuyas tres o cuatro aristas, paralelas y verticales, habrían llegado a unirse en el infinito, en un punto en el cielo.
La mano abierta
La mano es también un ave con alas abiertas, con el pulgar como cabeza, y también es un par de grandes cuernos, formados por el pulgar y el meñique.
La mano, giratoria, debía estar colocada en la cima de un mástil vertical, de altura infinita, puesto que aseguraba, como signo ritual, el contacto con el cielo.
El mástil surgía desde el subsuelo. Cuando pasa a través de nuestro mundo, es el eje de un cubo donde se abrigan los hombres, como bajo un techo que les protege -la casa.
Quien entra en Ronchamp atraviesa un cubo con un eje giratorio la puerta-, para colocarse bajo una cubierta que dibuja precisamente la misma curva que traza la palma de la Mano abierta.
Resonancia del paisaje
Le Corbusier denunció los "ojos que no ven", los ojos rutinarios incapaces tanto de ver lo que es nuevo como de ver una manera renovada lo conocido. A menudo, Le Corbusier disponía al revés algunas de sus pinturas, para redescubrirlas y recogerlas de forma inesperada, para verlas como por primera vez, y había llegado a proponer a sus lectores que diesen la vuelta al libro de Ronchamp que tenían entre sus manos, para mirar las imágenes de lado o al revés: "Tratad de mirar las imágenes al revés, o giradlas un 1/4. ¡Descubriréis el juego!"
¿Con qué ojos mirar hoy el paisaje de Ronchamp, para escapar a una mirada que sólo sabría repetir lo ya sabido? A los surrealistas les gustaba fotografiarse con los ojos cerrados: ¿qué veían así?
Una caja de resonancia atrae a los sonidos que se producen a su alrededor, incluso aquellos para nosotros inaudibles, y los guarda en su interior, donde algo les sucede. Cuando los devuelve fuera, los sonidos no sólo salen amplificados sino transformados, convertidos en algo que antes no había: se han convertido en ellos mismos, han llegado a una forma que es, por primera vez, realmente la suya. La caja de resonancia nunca repite, no es un espejo; en su interior se produce un cambio misterioso. Así lo hace el violín, así lo hace el tambor.
Cuando la caja de resonancia es una arquitectura, Le Corbusier llama a este fenómeno "acústica visual". La naturaleza caótica, el entorno mudo, quedan transformados, convertidos en paisaje, después de haber resonado con y en la arquitectura.
Le Corbusier fecha su descubrimiento de la acústica visual durante la lejana visita al Partenón, en el Viaje a Oriente, de 1911, pero sólo fue después de ver el paisaje desde un paseo en avión, por los cielos de Argentina y Uruguay, en 1929, como describe en Précisions, cuando llega a proponer una arquitectura capaz de integrar en contrapunto visual el paisaje, la arquitectura y su propia mirada, en un mismo acorde. Con los dibujos sudamericanos, el plan Obus para Argel, dibujado inmediatamente tras los vuelos, será su primera gran composición de acústica visual.
"¡Rigor del trazado, pero arabesco o recorte, tan fascinante! Contrapunto y fuga. Música. ¡Gran música!", escribe Le Corbusier en la página donde propone mirar al revés las imagenes de Ronchamp.
Suscitar reacciones semipsicológicas manipulando el tiempo y el espacio, convertir una entidad visual en una necesidad dramática, y esto en un gesto ritual, una vida donde lavarse las manos, sentarse, pasar a través de una puerta o mirar por la ventana no sena automatismos, sino actos conscientes y reflexivos, llenos de sentido, despersonalizados hasta llegar a ser puramente humanos: clásicos: "He caracterizado la forma "ritualista" (en la que incluido lo clásico) como siendo ante todo un ejercicio de conciencia". Toda la arquitectura de Le Corbusier cabe en esta definición de Maya Deren.
Así, ¿no habría ningún paisaje "natural" en Ronchamp?
Como en un acorde musical, distintas notas se superponen y se combinan, diferentes entre sí, pero fundidas en una unidad superior. Las notas de la memoria personal, las notas de la resonancia psicológica de los acontecimientos plásticos, las notas del entorno natural.
En el proyecto de Ronchamp, llegar a la cima de la colina significa ver desaparecer los campos alrededor. En una cumbre, el visitante sólo puede percibir imágenes de la capilla. Le Corbusier dispone una plataforma elevada alrededor de cima, arqueada como un cuerno, no sólo para distribuir en anfiteatro a los peregrinos sino para recoger las miradas y dirigir los ojos hacia el altar exterior. El borde de la plataforma se eleva como una tapia, de la altura suficiente como para ocultar el paisaje. Sólo el cielo, las nubes y las montañas lejanas son visibles. Es el mismo sistema que en la terraza de la Unité de Marsella.
La mirada queda retenida, como un caballo por las riendas.
Josep Quetglas
Breviario de Ronchamp















