12.12.10
Mi padre
La materia es un recuerdo único bajo el tul del invierno
Roberto Juarroz
Mi padre era pintor. Por las mañanas desayunaba, leía el periódico, charlaba con mi madre mientras se tomaba el café de las once y se subía al estudio. Así durante años. Lleguaba la hora de la comida y bajaba chasqueando los dedos, o dando palmadas al perro, o silbando. Cuando silbaba todos sabíamos que el cuadro le estaba saliendo. Por la noche ocurría algo parecido. A veces mi padre volvía del estudio a las diez y media u once, y se precipitaba en la nevera entre melodías de Schubert. Por lo general eso significaba que había terminado un cuadro. Otras veces aparecía en casa a las nueve y se ponía a leer o ver la televisión. Esas veces no silbaba. Intentaba disimular su malestar, pero nunca supo disimular muy bien. Mi madre -mejor que nadie-, y los demás también, sabiamos que algo no funcionaba con el cuadro, que llevaba toda la tarde peleando con él y lo único que había sacado en limpio era un desagradable dolor de cabeza.
En los últimos once años su estudio estuvo colocado encima de la vivienda. Es un recuerdo imborrable el del sonido del mazo o la azuela allí arriba. Durante la tarde, en casa, nos acompañaba siempre la misma música: Don Giovanni y la sierra eléctrica, Dreyer y el sonido machacón de un martillo fijando un alistonado, Celebidache y la sacudida atronadora de un cuadro de tres metros sobre el suelo (no sé si el cuadro perdía el pigmento acumulado, que es lo que se pretendía; sí sé que la casa estaba a punto de perder la cimentación bajo nuestros pies). Más de una vez algún amigo gracioso preguntaba: ¿Tu padre qué es?, ¿carpintero?, y no le faltaba algo de razón.
Seguramente no hay mayor evidencia hoy que la del silencio de su estudio. A veces nos toca a nosotros mover algunos cuadros de sitio. Sabemos que al hacerlo producimos sonidos parecidos a los de antes. Pero sólo parecidos. Falta ritmo, cadencia, vida. El estudio es ahora un espacio deshabitado. Los cuadros se apoyan ordenadamente unos contra otros en las paredes. Nada más. Cuando terminamos de mover los cuadros y bajamos a casa, tenemos los brazos cansados y no se nos ocurre silbar Las bodas de Fígaro.
Mi padre era pintor, insisto. Es completamente imposible aislar esta circunstancia de cualquier otra faceta de su personalidad. No existe, por un lado, el Lucio Muñoz persona y, por otro, el Lucio Muñoz pintor. Para él pintar era vivir: era la única manera de vivir que conocía, la única que le servía. Podía ocurrir cualquier cosa en el mundo, a él siempre le quedaba el estudio. Cuando enfermó lo expresó muy claramente: No me importa siempre que me dejen pintar. Afortunadamente pudo hacerlo hasta el final, incluso cuando no tenía fuerzas ni para coger un pincel. Tuvo la suerte de trabajar con un equipo de pintores jóvenes que ejecutaban materialmente todo lo que su cabeza concebía. Sin duda, esto le ayudó a sobrellevar su enfermadad; sin duda, le permitió vivir más. El resultado fue el gran mural del nuevo edificio de la Asamblea de Madrid. Él no pudo verlo colgado. Nosotros sí. Después de verlo, volvimos a casa silbando.
La obra completa de mi padre es una apuesta por la trascendencia. Su relación con la vida fue siempre conflictiva. Se resignaba menos que nadie a que ésta tuviera límites y un día llegara la muerte. Vivía obsesionado con la muerte. Era un hombre muy fuerte y sano, y sin embargo no dejó nunca de sufrir por su salud. En los últimos años le recordamos muchas veces en el médico. Rumió muchos sufrimientos por este motivo, siempre baldíos y casi siempre injustificados.
Tenía miedos, miedos inconfesados y pesadillas nocturnas. Parecía por culpa de su imaginación portentosa para alumbrar fantasmas. Pero muy raras veces hablaba de ello. Su empeño, siempre el mismo, fue el hacer la vida lo más agradable posible a los demás. Los miedos los guardaba para la noche y el sudor frío en la almohada.
Un día, ya sabiéndose enfermo, me habló de la muerte. De su obsesión por la muerte, y de cómo él nunca había pensado en vivir tanto. Mi padre siempre pensó que viviría hasta los cuarenta y cuatro, la edad a la que murió su madre. Cuando su madre murió, él era un niño de cinco años. Desde entonces albergó semejante convencimiento. Una lógica absurda, sí, pero no tanto. Hay en esta intuición fatal una verdad profunda, una verdad que da la medida de hasta qué punto aquel acontecimiento, la muerte de su madre, marcó su personalidad.
Creo que cuando mi padre me contaba esto trataba de transmitirme que no le importaba morirse, que en realidad la vida a partir de los cuarenta y cuatro años había sido un regalo para él. Trataba de transmitírmelo, pero no lo consiguió.
Todo esto quiere decir una sola cosa: mi padre era un vitalista empedernido. Amaba la vida, se fascinaba con su misterio. Le arrebataba la naturaleza (el río, el bosque, el mar); le cautivaban los animales; amaba tanto a las personas, que se veía obligado a disimular, siempre por pudor.
El amor, el bosque, la muerte, el misterio. Hay algo de panteísmo en todo esto, y una sola puerta de escape para semejante bomba de relojería: el arte. Mi padre sólo podía ser artista. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, habría terminado siendo artista. Demasiada seguridad, demasiada ambición, demasiada iniciativa, demasiadas preguntas. Su mirada interrogatoria sobre el mundo -su sentimiento trascendente de la vida- tenía que convertirse en arte.
Mi padre se alimentaba de arte. De el que él hacía y del que hacían los demás. Era un espectador apasionado de cualquier manifestación artística. Nunca se cansaba de emitir un juicio estético sobre lo que le rodeaba. Nunca dejó de emocionarse con la genialidad del hombre, ni de reflexionar sobre ella (la distancia que separa al genio del resto de los hombres, la distancia entre Mozart y Salieri). Él ha hablado en numerosas ocasiones de algunos de sus referentes fundamentales: Kafka, Dostoievski, Bernhard, Monteverdi, Purcell, Bach, Mozart, Mahler, Stravinsky, Dreyer... Para nosotros son como de la familia.
Muchas veces se entusiasmaba tanto con un libro o una película que necesitaba compartirlo con los demás. Entonces te leía un fragmento, o te contaba la historia de la película que había visto la noche anterior. Los demás protestábamos, porque no queríamos que nos desvelara lo que todavía no habíamos visto o leído. Pero él no podía resistir la tentación, y para tranquilizarnos nos decía: No, si esto no afecta al argumento, a partir de ahí la historia no tiene nada que ver. Lo cual muy pocas veces era cierto.
Fue un gran lector de poesía (en los últimos tiempos no se cansaba de leer a Juarroz o a Szymborska) y, por supuesto, un gran melómano. Para mí son inolvidables los conciertos en el Auditorio o en el Real. En los quince minutos que duraba el descanso, mi padre no tenía tiempo para transmitirte todo lo que Guilini, Rilling o Maria-Joao Pires le habían transmitido a él. Los movimientos de sus manos o su cabeza para explicarte a Brahms o a Bruckner eran por lo común mucho más expresivos de lo que habían sido los del propio director.
Y qué decir de su manera de ver la pintura. Él era pintor, y ningún lenguaje le llegaba más que éste. Estaba pendiente de todo lo que se hacía.. Valoraba cualquier hallazgo, cualquier solución pictórica, por pequeña que fuera. Enseñaba a mirar pintura, enseñaba que la pintura es un lenguaje en sí mismo, que el cuadro debe ser entendido en los propios términos del cuadro, que la pintura es la magia del color, la forma y la textura desplegados en un plano, y que eso, en sí mismo, es pensamiento, inteligencia, creatividad. Disfrutó enormemente de los talleres que impartió a pintores jóvenes. A muchos les siguió sus pasos y a algunos los apadrinó. Él mismo necesitaba renovarse, reciclarse, enchufar una buena carga de vitalidad al espíritu de su propia pintura. Todos los años en Arco, compraba varias obras de pintores jóvenes.
Vivía, en fin, volcado en el arte, permanentemente atento a la creación del hombre, a su capacidad de rebasar el límite (el clic, que decía él) que separaba lo original, lo tremendo o lo simplemente gracioso de lo vulgar, mimético y ya hecho.
Mi padre comentó muchas veces que también podría haber sido músico o poeta, que en su adolescencia le atraían tanto la música y la poesía como la pintura, y que si finalmente se decantó por ésta fue porque era mejor aceptada por su padre, completamente preso de los convencionalismos de la época. No dudo de que fuera así. Pero tampoco dudo de que acertó al escoger la pintura. Cuesta imaginarse a mi padre sin la materia, alejado de ese regusto por lo que significa manchar un papel o un lienzo, raspar una madera, encolar una varilla, dar una veladura y retirarse para ver el efecto, arrancar de cuajo la chapa que reviste un alistonado, prender fuego a un tablero o simplemente pintar cuatro rayas con un lápiz. Es algo que está en su propia forma de ser, esa relación tan física con la materia, ese placer al mancharse las manos y limpiárselas en el pantalón, como un niño que juega con el barro. Un ser tan espiritual, tan trascendente -hemos dicho-, y sin embargo, tan enraizado en la materia y en la naturaleza.
La madera, ese es evidentemente el único exponente posible de su idilio con la materia y la naturaleza. Después de tantos años he concedido a la madera el protagonismo total y la total responsabilidad de la expresión del cuadro. Hasta el color se lo he cedido a la madera. Estas son palabras textuales de mi padre refiriéndose a su última obra. Y también esta sentencia, una suerte de máxima budista, en la que sintetiza el equilibrio y serenidad alcanzado en ese período de esplendor clásico de su pintura: En la superficie, está la máxima profundidad.
No, no creo que hubiera sido tan buen poeta o tan buen músico, como tan buen pintor, aunque eso no puede saberse. Tenía una percepción puramente plástica de la realidad. En su campo visual siempre parecía encontrar pesos y contrapesos distribuidos, líneas delimitando territorios, zonas de sombra y de luz, objetos destacados. Lo que veía lo organizaba en un plano. Cuando miraba ya estaba pintando.
Luchó incansablemente contra los discursos añadidos a la pintura. Por decirlo con una expresión muy suya, estaba hasta el moño de los rollos teóricos, de la confusión de lenguajes, de la intromisión de la palabra en la plástica. En algunos de sus escritos lo ha expresado muy claramente: Los críticos y teorizantes del arte exigen un significado que les resulte más manipulable que el de la pintura. No quieren ver, quieren oír. Sólo les interesa la formulación de un enunciado para poder aceptarlo o rechazarlo (o incluso remodelarlo, desarrollarlo o construirlo de nuevo) y de esa forma pasar de espectadores, o, como mucho, de jueces, a protagonistas.
Creo que nada le hubiera gustado más a mi padre que esta frase de George Steiner en su libro Presencias reales: El discurso lógico-gramatical está radicalmente enfrentado con el vocabulario y sintaxis de la materia, con el del pigmento, la piedra, la madera o el metal. Berkeley insinúa esta posición cuando caracteriza la materia como uno de los lenguajes de Dios. La materia, ningún otro, fue el lenguaje que mi padre utilizó.
En su pintura rehuía las modas, los encasillamientos, el espíritu gregario. No buscaba lo novedoso por lo novedoso. Buscaba, cada vez más, la fuente lejana, Mesopotamia, el silencio de las vasijas. Sus últimas obras hablaban de arqueología, y se alejan de nuestro tiempo. Nos ofrecen el revés de las cosas, la estructura esencial del mundo que nunca vemos, la madera, noble, ancestral, dorada, sin barnices ni esmaltes, ni gritos del rebaño.
Hay un diálogo perenne en su pintura entre la intuición y la razón, entre el impulso natural, el gesto desbocado, y el orden distributivo, la mirada ponderada y fría. Cabría hablar de una lucha entre dos caballos que tiran del auriga. Pero la lucha, la auténtica lucha, es la del auriga por que ninguno de los dos caballos tire más de la cuenta. Mi padre sabía que la única manera de no salirse del camino era mantener el equilibrio entre esos dos caballos: el de la razón y el de la intuición. Podía haber épocas en que tirara uno más, y épocas en que tirara el otro, pero en definitiva siempre existía, debía existir, el imprescindible contrapeso.
Estaba en el mejor momento de su carrera y él lo sabía. Sin embargo, quería diez años más. Duele decirlo, pero es así. Decía que todavía no había pintado sus Meninas. Quería continuar tirando del hilo. Había muchos objetivos imaginados en su juventud y de los que por primera vez tenía la impresión de estar cerca. Habría pintado la fortaleza de la novela de Harry Mulisch titulada El descubrimiento del cielo, un edificio con interior pero carente de exterior, un edificio soñado con connotaciones sagradas y situado en el mismo centro del mundo.
Pintar, era esa su manera de acercarse a la trascendencia. Un hombre de una inteligencia refinada, capaz de extremar el rigor frío del análisis racional, encuentra en la pintura una manera de decir, de decirse a sí mismo e ilusionarse con ello, que el hombre está sostenido por su espíritu.
Aparte de esto, está todo lo demás. Era un ser humano generoso, discreto, pudoroso, y con un grandísimo sentido del humor. Su ambición la negociaba con él mismo, pero era enemigo de la competitividad. Jamás hizo nada por el éxito de su pintura más allá de lo que pudieran hacer sus propios cuadros. Tenía también una seguridad y una confianza en sí mismo fuera de lo común.
Creo que si hay una cosa que mi padre ha sabido transmitirnos es esto: que nada es imposible. Cuando yo era un niño veía a mi padre, ante todo, como alguien capaz de solucionar las cosas. Siempre quedaba una solución para los problemas sin solución: mi padre. Puede que esto le ocurra a muchos niños con sus padres. Pero mi padre transmitió con especial empeño la filosofía de que todo se puede conseguir. Si lo que quieres es viajar en ese barco aunque no tengas pasaje, ya verás, seguro que nos dejan el camarote del capitán. Si lo que quieres es más días para terminar tu trabajo, pues levantas el auricular del teléfono y llamas para que te concedan más días. Que quieres escribir, pues escribe. Haz lo que quieres hacer, es posible. No dejes que los demás te impongan un modelo de vida.
Nos lo ha transmitido muy bien, seguramente porque él mismo era un ejemplo intachable de esta filosofía. Creo que no me equivoco si digo que mi padre ha tenido en la vida lo que ha querido, y que dejó tan poco espacio para que las cosas salieran mal, que siempre le salieron bien.
Quedan para nosotros los recuerdos. El paréntesis de la siesta. Las bolas de helado. La calle Saint André des Arts. El cuchillo cortando otro trocito de tarta. La Sierra Almagrera. Los partidos de fútbol. El ping-pong. Sus incansables paseos de ida y vuelta por el estudio. El indalo en la camiseta. Los saques con efecto. La leche merengada.
Y quedan, para todos, sus cuadros. En ellos está Lucio Muñoz.
Rodrigo Muñoz Avia