El poema es una máquina que produce, incluso sin que el poeta se lo proponga, anti-historia. La operación poética consiste en una inversión y conversión del fluir temporal; el poema no detiene el tiempo: lo contradice y lo transfigura. Lo mismo en un soneto barroco que en una epopeya popular o en una fábula, el tiempo pasa de otra manera que en la historia o en lo que llamamos vida real. La contradicción entre historia y poesía pertenece a todas las sociedades pero sólo en la edad moderna se manifiesta de una forma explícita. El sentimiento y la conciencia de la discordia entre sociedad y poesía se ha convertido, desde el romanticismo, en el tema central, muchas veces secreto, de nuestra poesía.
La poesía moderna puede verse como la historia de las relaciones contradictorias, hechas de fascinación y repulsión.(...)
La modernidad nunca es ella misma: siempre es otra. Lo moderno no se caracteriza únicamente por su novedad, sino por su heterogeneidad. Tradición heterogénea o de lo heterogéneo, la modernidad está condenada a la pluralidad: la antigua tradición era siempre la misma, la moderna es siempre distinta. La primera postula la unidad del pasado y el hoy; la segunda, no contenta con subrayar las diferencias entre ambos, afirma que el pasado no es uno sino plural. Tradición de lo moderno: heterogeneidad, pluralidad de pasados, extrañeza radical. Ni lo moderno es la continuidad del pasado en el presente ni el hoy es el hijo del ayer: son su ruptura, su negación.(...)
Doble y vertiginosa sensación: lo que acaba de ocurrir pertenece ya al mundo de lo infinitamente lejano y, al mismo tiempo, la antigüedad milenaria está infinitamente cerca... Puede concluirse de todo esto que la tradición moderna, y las ideas e imágenes contradictorias que suscita esta expresión, no son sino la consecuencia de un fenómeno más turbador: la época moderna es la de la aceleración del tiempo histórico. No digo, naturalmente, que hoy pasen más rápidamente los años y los días, sino que pasan más cosas en ellos. Pasan más cosas y todas pasan casi al mismo tiempo, no una detrás de otra, sino simultáneamente. Aceleración es fusión: todos los tiempos y todos los espacios confluyen en un aquí y un ahora.(...)
Al cambiar nuestra imagen del tiempo, cambió nuestra relación con la tradición. Mejor dicho, porque cambió nuestra idea del tiempo, tuvimos conciencia de la tradición. Los pueblos tradicionalistas viven inmersos en su pasado sin interrogarlo; más que tener conciencia de sus tradiciones, viven con ellas y en ellas. Aquel que sabe que pertenece a una tradición se sabe ya, implícitamente, distinto de ella, y ese saber lo lleva, tarde o temprano, a interrogarla y, a veces, a negarla. La crítica de la tradición se inicia como conciencia de pertenecer a una tradición. Nuestro tiempo se distingue de otras épocas y sociedades por la imagen que nos hacemos del transcurrir: nuestra conciencia de la historia.(...)
La relación entre los tres tiempos -pasado, presente y futuro- es distinta en cada civilización. Para las sociedades primitivas el arquetipo temporal, el modelo del presente y del futuro, es el pasado. No el pasado reciente, sino un pasado inmemorial que está más allá de todos los pasados, en el origen del origen. Como si fuese un manantial, este pasado de pasados fluye continuamente, desemboca en el presente y, confundido con él, es la única actualidad que de verdad cuenta. La vida social no es histórica, sino ritual; no está hecha de cambios sucesivos, sino que consiste en la repetición rítmica del pasado intemporal. El pasado es un arquetipo y el presente debe ajustarse a ese modelo inmutable; además, ese pasado está presente siempre, ya que regresa en el rito y en la fiesta. Así, tanto por ser un modelo continuamente imitado cuando porque el rito continuamente lo actualiza, el pasado defiende a la sociedad del cambio. Doble carácter de ese pasado: es un tiempo inmutable, impermeable a los cambios; no es lo que pasó una vez, sino lo que está pasando siempre: es un presente.(...)
Nada más opuesto a nuestra concepción del tiempo que la de los primitivos: para nosotros el tiempo es el portador del cambio, para ellos es el agente que lo suprime. Más que una categoria temporal, el pasado arquetípico del primitivo es una realidad que está más allá del tiempo: es el principio original. Todas las sociedades, excepto la nuestra, han imaginado un más allá en el que el tiempo reposa, por decirlo así, reconciliado consigo mismo. Extraño triunfo del principio de identidad: desaparecen las contradicciones porque el tiempo perfecto es atemporal.(...)
Las civilizaciones de Oriente y del Mediterráneo, lo mismo que las de la América precolombina, vieron con la misma desconfianza a la historia, pero no la negaron tan radicalmente. Para todas ellas el pasado de los primitivos, siempre inmóvil y siempre presente, se despliega en círculos y en espirales: las edades del mundo.(...) Es un pasado que posee las mismas propiedades de las plantas y los seres vivos; es una substancia animada, algo que cambia y, sobre todo, algo que nace y muere.(...)
El remedio contra el cambio y la extinción es la recurrencia: el pasado es un tiempo que reaparece y que nos espera al final de cada ciclo. El pasado es una edad venidera. Así, el futuro nos ofrece una doble imagen: es el fin de los tiempos y es su recomienzo, es la degradación de su pasado arquetípico y es su resurrección.(...)
La ambigüedad del oro y el jade refleja la ambigüedad del tiempo cíclico: el arquetipo temporal está en el tiempo y adopta la forma de un pasado que regresa-sólo que regresa para alejarse nuevamente. Verde o dorada, la edad dichosa es un tiempo de acuerdo, una conjunción de los tiempos, que dura sólo un momento. Es un verdadero acorde: a la prodigiosa condensación del tiempo en una gota de jade o una espiga de oro, suceden la dispersión y la corrupción.(...) Ni los dioses escapan al ciclo. Quetzalcóatl desaparece por el mismo sitio por el que se pierden las divinidades que Nerval invoca en vano: ese lugar, dice el poema náhuatl, "donde el agua del mar se junta con la del cielo", ese horizonte donde el alba es crepúsculo.
¿No hay manera de salir del círculo del tiempo? Desde los albores de la civilización, los indios imaginaron un más allá que no es propiamente tiempo, sino su negación: el ser inmóvil igual a sí mismo siempre (brahmán) o la vacuidad igualmente inmóvil (nirvana). Brahmán nunca cambia y sobre él nada se puede decir excepto que es; sobre nirvana tampoco nada se puede decir, ni siquiera que no es. En uno y otro caso: realidad más allá del tiempo y el lenguaje. Realidad que no admite más nombres que los de la negación universal: no es esto ni aquello ni lo de más allá. No es esto ni aquello y, no obstante, es. La civilización india no rompe el tiempo cíclico: sin negar su realidad empírica, lo disuelve y lo convierte en una fatasmagoría insubstancial. La crítica del tiempo reduce el cambio a una ilusión y así no es sino otra manera, quizá la más radical, de oponerse a la historia.
El indio disipó los ciclos; el cristiano los rompió: todo sucede sólo una vez.(...) El cristianismo prometía una salvación personal y así su advenimiento produjo un cambio esencial: el protagonismo del drama cósmico ya no fue el mundo, sino el hombre. Mejor dicho: cada uno de los hombres. El centro de gravedad de la historia cambió: el tiempo circular de los paganos era infinito e impersonal, el tiempo cristiano fue finito y personal.(...)
Al romper los ciclos e introducir la idea de un tiempo finito e irreversible, el cristianismo acentuó la heterogeneidad del tiempo; quiero decir: puso de manifiesto esa propiedad que lo hace romper consigo mismo, dividirse y separarse, ser otro siempre distinto. La caída de Adán significa la ruptura del paradisíaco presente eterno: el comienzo de la sucesión es el comienzo de la escisión. El tiempo en su continuo dividirse no hace sino repetir la escisión original, la ruptura del principio: la división del presente eterno e idéntico a sí mismo en un ayer, un hoy y un mañana, cada uno distinto, único. Este continuo cambio es la marca de la imperfección, la señal de la Caída. Finitud, irreversibilidad y heterogeneidad son manifestaciones de la imperfección: cada minuto es único y distinto porque está separado, escindido de la unidad. Historia es sinónimo de caída.(...)
Pasado atemporal del primitivo, tiempo cíclico, vacuidad budista, anulación de los contrarios en brahmán o en la eternidad cristiana: el abanico de las concepciones del tiempo es inmenso, pero toda esa prodigiosa variedad puede reducirse a un principio único. Todos esos arquetipos, por más distintos que sean, tienen en común lo siguiente: son tentativas por anular o, al menos, minimizar los cambios. A la pluralidad del tiempo real, oponen la unidad de un tiempo ideal o arquetípico; a la heterogeneidad en que se manifiesta la sucesión temporal, la identidad de un tiempo más allá del tiempo, igual a sí mismo siempre. En un extremo, las tentativas más radicales, como la vacuidad budista o la ontología cristiana, postulan concepciones en las que la alteridad y la contradicción inherentes al paso del tiempo desaparecen del todo, en beneficio de un tiempo sin tiempo. En el otro extremo, los arquetipos temporales se inclinan por la conciliación de los contrarios sin suprimirlos enteramente, ya sea por la conjunción de los tiempos en un pasado inmemorial que se hace presente sin cesar o por la idea de los ciclos o edades del mundo. Nuestar época rompe bruscamente con todas esas maneras de pensar. Heredera del tiempo lineal e irreversible del cristianismo, se opone como este a todas las concepciones cíclicas; asimismo, niega el arquetipo cristiano y afirma otro que es la negación de todas las ideas e imágenes que se habían hecho los hombres del tiempo. La época moderna-este periodo que se inicia en el siglo XVIII y que quizá llega ahora a su ocaso-es la primera que exalta al cambio y lo convierte en su fundamento. Diferencia, separación, heterogeneidad, pluralidad, novedad, evolución, desarrollo, revolución, historia: todos estos nombres se condensan en uno: futuro. No el pasado ni la eternidad, no el tiempo que es, sino el tiempo que todavía no es y que siempre está a punto de ser.(...)
La modernidad es un concepto exclusivamente occidental y que no aparece en ninguna otra civilización. La razón es simple: todas las otras civilizaciones postulan imágenes y arquetipos temporales de los que es imposible deducir, inclusive como negación, nuestra idea del tiempo.(...)
La doble herencia del monoteísmo judaico y de la filosofía pagana constituyen la dicotomía cristiana. La idea griega del ser-en cualquiera de sus versiones, de los presocráticos a los epicúreos, estoicos y neoplatónicos-es irreductible a la idea judaica de un Dios único, personal y creador del universo. Esta oposición fue el tema central de la filosofía cristiana desde los Padres de la Iglesia. Una oposición que la escolástica intentó resolver con una sutileza extraordinaria. La modernidad es la consecuencia de esta contradicción y, en cierto modo, su resolución en sentido opuesto al de la escolástica. La disputa entre razón y revelación también desgarró al mundo árabe, pero allá la victoriosa fue la revelación: muerte de la filosofía y no, como en Occidente, muerte de Dios. El triunfo de la eternidad en el Islam alteró el valor y la significación del tiempo humano: la historia fue hazaña o leyenda, no invención de los hombres. Las puertas del futuro se cerraron; la victoria del principio de identidad fue absoluta: Alá es Alá. Occidente escapó de la tautología-sólo para caer en la contradicción.
(...) Al fundirse con la razón, Occidente se condenó a ser siempre otro, a negarse a sí mismo para perpetuarse.
En los grandes sistemas metafísicos que la modernidad elabora en sus albores, la razón aparece como un principio suficiente: idéntica a sí misma y, por tanto, es el fundamento del mundo. Pero esos sistemas no tardan en ser substituidos por otros en que la razón es sobre todo crítica. Vuelta sobre sí misma, la razón deja de ser creadora de sistemas; al examinarse, traza sus límites, se juzga, y al juzgarse, consuma su autodestrucción como principio rector. Mejor dicho, en esa autodestrucción encuentra un nuevo fundamento. La razón crítica es nuestro principio rector, pero lo es de una manera singular: no edifica sistemas singulares a la crítica, sino que ella es la crítica de sí misma. Nos rige en la medida en que se desdobla y se constituye en objeto de análisis, duda, negación. No es un templo ni un castillo fuerte; es una espacio abierto, una plaza pública y un camino: una discusión, un método. Un camino en continuo hacerse y deshacerse, un método cuyo único principio es examinar a todos los principios. La razón crítica acentúa, por su mismo rigor, su temporalidad, su posibilidad siempre inminente de cambio y variación. Nada es permanente: la razón se identifica con la sucesión y la alteridad.(...)
En la edad moderna la dialéctica se arriesga a la misma empresa pero apelando a una paradoja: convierte a la negación en el puente de unión entre los términos. Pretende suprimir los antagonismos no limando, sino exasperando las oposiciones.(...) El último gran sistema filosófico de Occidente oscila entre el delirio especulativo y la razón crítica; es un pensamiento que se constituye como sistema sólo para desgarrarse. Cura de la escisión por la escisión. Modernidad: en un extremo, Hegel y sus continuadores materialistas; en el otro, la crítica de esas tentativas, de Hume a la filosofía analítica. Esta oposición es la historia de Occidente, su razón de ser. También será, un día, la razón de su muerte.
Octavio Paz, 1972
Prefacio. Los hijos del limo