7.2.11
Fotogramas de 8 1/2, 1963. Federico Fellini
El cine se parece mucho al circo. Es posible que si el cine no hubiese existido, si no hubiera conocido a Rosellini y si el circo continuase siendo un espectáculo de cierta actualidad, me hubiera gustado mucho ser director de un gran circo, pues es exactamente una mezcla de técnica, precisión e improvisación. Al mismo tiempo que se desarrolla el espectáculo preparado y ensayado, se arriesga verdaderamente algo, es decir se vive a la vez. Hay por supuesto ciertas cosas que no tienen que ver con la creación de la fantasía: las jirafas, los tigres, los animales. El espectáculo del circo es una manera de crear y de vivir al mismo tiempo, de estar sumergido en la acción, sin las normas fijas que debe tener un hombre de letras o un pintor. El circo tiene esta fuerza, este valor... y me parece que el cien es exactamente lo mismo. En efecto, ¿qué es hacer una película? Es evidentemente ordenar ciertas fantasías y contarlas con cierta precisión. Sin embargo, en el momento de rodar una película, la vida del grupo, la gente que uno conoce, las nuevas ciudades que hay que visitar para situar la historia, el conjunto de la vida cinematográfica, nos estimula, nos emociona, nos enriquece y todo esto mientras se trabaja. Se trata, en un momento dado, de saber si el que quiere contar la realidad a los demás tiene la posibilidad de interpretarla, porque si no es capaz de ser un intérprete, es inútil que comience.
Nada es cierto. No hay nada de autobiográfico en mis películas. Sin embargo sí está el testimonio de una determinada época que he vivido. En este sentido mis películas son autobiográficas: pero de la misma forma que cada libro, cada verso de un poeta, cada color de un lienzo, es autobiográfico.
No sé distinguir una película de otra; hablo de mis películas. Para mí siempre he rodado la misma película. Se trata de imágenes y sólo imágenes, que he rodado con los mismos materiales, quizá de vez en cuando empujado por distintos puntos de vista.
Los estudios en penumbra, las luces apagadas tienen para mí un encanto que debe tener algo que ver con una parte muy oscura de mí mismo. Levantar un bastidor con mis propias manos, maquillar a un actor, vestirlo, estimular un gesto, una reacción imprevisible, son cosas que me afectan, completamente que absorben todas mis energías.
También sé que todo es inactual: las limitaciones, las borracheras que conlleva, los riesgos peligrosamente románticos, pero frente al cine no conozco otro punto de vista donde pueda sentirme a gusto, de acuerdo conmigo mismo.
¿Dónde debería refugiarme? ¿A qué código de comportamiento obedecer?
El estilo es la luz. La luz llega antes que nada, incluso antes que el contacto, que el guión, que el logos, como dice Leo Pestelli. El estilo es la luz, como en pintura. Entre la pintura y el cine existen lazos muy estrechos. La cámara sirve para marcar la distancia entre el actor y el autor y las cosas, y también sirve para marcar el estilo, sólo que con sus movimientos funciona de un modo muy parecido al de la sintaxis al escribir; adquiere un papel regulador. Por lo que a mí respecta, muevo muy poco la cámara. Puesto que creo en la expresión, lo que cuenta es el corte del espacio, y la precisión de lo que está ocurriendo dentro de ese espacio mágico que es el encuadre. Ahí dentro no tolero ni el menor descuido. Me pongo furioso por un gesto equivocado, por una iluminación inapropiada.
Estoy convencido de que el cine no admite casualidades. Pero hay una estética cinematográfica que sin embargo teoriza la casualidad más evidente. El caso es que el cine favorece la ignorancia del que va al cine. Reuniendo a un buen operador, a un buen guionista, a un buen actor, sin duda se llega a hacer algo. Pero el resultado que la casualidad permite conseguir es el propio de la sastrería. Hay un tipo de autor cinematográfico que especula sobre todo esto: y, tanto más humilde y modesto será cuanto la sastrería, la casualidad, sean más generosas con él.
Estoy convencido de un sistema de trabajo completamente distinto. Hay que actuar con rigurosidad sobre esa nebulosa vaga e indefinida que es una película, tal como se ha depositado en la imaginación. Creo en la luz, y la luz tiene que ser la que me sirve, la que mi fantasía necesita. Mi luz nunca será la que me puede dar el sol. Creo en el cine que se realiza reconstruyendo en un estudio la plena luz del día, incluso el mar. En Amarcord reconstruí el mar. Y no hay nada más verdadero que ese mar sobre la pantalla. Es el mar que quería y que nunca hubiera conseguido con el mar de verdad. ¿Cómo se puede construir el mar? Son secretos de oficio que no quisiera revelar. Bastan dos hojas de plástico y dos maquinistas con buena voluntad. Para eso trabajo, para cortar y clavar, para barnizar, para colocar las luces. El cine es una ilusión: una imagen que tiene que resultar por lo que es en sí.
Tengo complejo de criminal. No quisiera dejar huellas ni rastros de todo lo que me ha costado una película. Destruyo todo. Solo tiene que quedar la película, desnuda y acabada. De la misma forma que no quisiera hacer confesiones.
Federico Fellini
Fellini por Fellini
Quizá, ya lo dije, es un modo de comenzar a mirar la película de frente, para ver de qué tipo es; un intento de fijar algo, aunque sea minúsculo y al límite de lo insignificante, pero que, de todos modos, me parece que tiene que ver con la película, y me habla veladamente de ella. No sé, quizá sea también un pretexto para establecer una relación, un expediente para retener la película o, mejor aún, para entretenerla. La verdad es que no sé teorizar mis tics, no consiguo reconocer un sistema en los varios rituales que acompañan mi trabajo. Además, cada película es diferente de las demás, cada una tiene su carácter, su temperamento y, por lo tanto, su modo de establecer una relación contigo: algunas se presentan con una discreción delicadísima, vacilante, pero su capacidad de implicación es la más insidiosa porque pasa inadvertida. Otras quieren sorprenderte, se manifiestan con la exuberancia de algunos compañeros que, jugando, se disfrazan para no ser reconocidos; otras, tienen un acercamiento torpe, su vitalidad es violenta, contagiosa, exaltada; luego hay algunas con las que la relación se configura de inmediato en los manejos peligrosos y fatigosos de la confrontación, son las que te poseen sn remedio, porque ahí el entendimiento, hundido quién sabe dónde, es incontrolable e indiscutible.
Hay una película -quiero decir la idea, el sentimiento, la sospecha de una película- que llevo conmigo desde hace quince años y aún no me ha hecho confidencias, no me ha dado su confianza ni revelado sus intenciones. Aparece puntualmente al final de cada película, parece que quiere replantearse, darme a entender que ahora le toca a ella, permanece algún tiempo conmigo, me estudia un poco y un buen día ya no está. También yo estoy contento cada vez que se va: es demasiado seria, comprometida, grave, aún no nos parecemos, y si un día nos llegamos a parecer, quién sabe cuál de los dos habrá cambiado. Pensándolo bien, de esta película nunca he tenido ganas de hacer ni siquiera un dibujito, un garabato cualquiera; es evidente que cuando decida colaborar serán otros los signos que me lo darán a entender.
A veces sospecho incluso que no sea una película, sino otra cosa que no estoy aún en condiciones de comprender, y entonces me espanto un poco, pero pronto me reconforta el pensar que probablemente esta película es sólo una película-piloto, una especie de extraño espíritu-guía que tiene el deber de introducir otras historias, otras imaginaciones; en realidad, cuando desaparece, en su lugar, sin falta, queda la película verdadera, la que haré.
Un sueño que tuve hace mucho tiempo tal vez tenga que ver precisamente con esta quimérica película, o mejor dicho, con mi actitud hacia ella, hecha de fascinación y desconfianza, que me convierte en enfervorizado y escéptico, me atrae y me repele desde el comienzo. Precisamente los mismos sentimientos contrapuestos que sentía hacia el misterioso chino llegado en plena noche con un avión cargado de pasajeros. Yo era el director del aeropuerto. Estaba sentado detrás de mi mesa en una inmensa estancia desierta y a través de las paredes de cristal veía las pistas iluminadas, el cielo estrellado y la silueta enorme del avión recién aterrizado. Como jefe del aeropuerto presido también la oficina de inmigración, y soy el que ha de conceder el visado de entrada a los viajeros. Me dispongo a hacerlo cuando, entre todos los pasajeros, uno me intriga y me atrae sin escapatoria. Está solo, apartado, envuelto con un quimono usado y pomposo que le confiere un aspecto hierático y harapiento. No tiene equipaje. Leve y solemne se ha acercado a mi mesa y ahora está ante mí, las manos ocultas en las largas mangas, los ojos cerrados. Miro su rostro: es el rostro de un oriental, aristocrático y miserable, los cabellos están grasientos, sucios, huele mal, a ropa húmeda, a hojas podridas, a suciedad, pero la nobleza que emana de su figura me fascina y me asusta. Podría ser un rey, un santo, pero también un gitano, un vagabundo, indiferente al desprecio de los demás por una larga familiaridad con la mortificación y la miseria. Un indefinible sentimiento de ansia y de inquietud se apodera de mi garganta, me deja mudo, indeciso, hace latir mi corazón. Sé que el extranjero espera mi decisión, pero no hace preguntas, no solicita ninguna intervención, no habla. A mi incomodidad, a mi emoción creciente, opone la silenciosa e inequívoca realidad de su llegada, de su presencia. La circunstancia no le concierne a él, sino a mí; él sólo tenía que llegar y ahora está aquí. Soy yo quien debe que decidir si le dejo entrar o no, si le concedo o le niego el visado. El presentimiento de que la situación se plantea en estos términos inevitables aumenta mi turbación, mi malestar. Me encuentro balbuciendo excusas hipócritas, mentiras pueriles; digo que no soy el verdadero jefe del aeropuerto, que la decisión no me corresponde, que dependo de otros, más importantes, más competentes, ellos saben qué hacer, no yo, que sólo soy un empleado. Un sentimiento de vergüenza y de autoconmiseración me obliga a bajar la cabeza, ya no sé que decir, miro desmemoriado la pequeña placa sobre la mesa con la inscripción "El Director". Ha descendido un gran silencio, los pasajeros allí al fondo, son una masa muda e indiferenciada. No oso levantar la cabeza. Me parece que ha pasado mucho tiempo, demasiado; una vida. Con laboriosa lentitud construyo en el sueño este pensamiento: ¿qué me dará más miedo al alzar los ojos? ¿Encontrarle todavía ahí, polvoriento y brillante, cercano e inalcanzable, el misterioso extranjero venido de Oriente que me espera todavía ahí, o no encontrarle ya?
Federico Fellini
Hacer una película