21.5.11
El hombre de Porlock
La historia marginal de la literatura recoge, como curiosidad, la manera en que se compuso y escribió el Kubla Khan de Coleridge. Ese cuasi-poema es uno de los poemas más extraordinarios de la literatura inglesa, la mayor, a excepción de la griega, de todas las literaturas. Y lo extraordinario del contexto se identifica con lo extraordinario del origen.
Este poema se compuso -cuenta Coleridge- en un sueño. El poeta vivió durante un tiempo en una finca solitaria, entre las aldeas de Porlock y Linton. Un día, en virtud de un calmante que había tomado, se adormeció; y durmió tres horas, durante las cuales, afirma, compuso el poema, al tiempo que de su espíritu surgían sin esfuerzo las imágenes y las expresiones verbales correspondientes.
Al despertar, se dispuso a escribir lo que había compuesto; ya había escrito treinta líneas, cunado le anunciaron la visita de "un hombre de Porlock". Coleridge se sintió obligado a atenderlo. Se entretuvo con él cerca de una hora. No obstante al proseguir la transcripción de lo que había compuesto en sueños, se percató de que había olvidado cuanto le quedaba por escribir; sólo recordó el final del poema, veinticuatro líneas más.
Y así ha llegado hasta nosotros ese Kubla Khan, como un fragmento de fragmentos; el principio y el fin de algo espantoso, de otro mundo, creado en unos términos de misterio que la imaginación no puede humanamente explicarse, y del cual ignoramos, con horror, cuál podría haber sido la intriga. Edgar Allan Poe (discípulo, lo supiera él mismo o no, de Coleridge) nunca alcanzó el Otro Mundo, ni en verso ni en prosa, de esa forma tan natural, ni con esa siniestra plenitud. En todo lo que escribió Poe, en toda su frialdad, algo queda de humano, aunque sea negativo; en el Kubla Khan todo es ajeno, todo pertenece al Más Allá; y la extraña historia transcurre en un Oriente imposible, pero que el poeta ciertamente vio.
No se sabe -Coleridge nunca lo dijo- quién fue aquel "Hombre de Porlock" al que tantos, como yo, habrán maldecido. ¿Será por una coincidencia caótica que aquel intruso misterioso apareciera para interrumpir una comunicación entre el abismo y la vida? ¿Nació la aparente coincidencia de alguna oculta presencia real, de las que parecen impedir conscientemente la revelación de los Misterios, aun cuando es intuitiva y lícita, o la transcripción de los sueños, cuando en ellos duerme alguna forma de esa revelación?
Sea como fuere, creo que el caso de Coleridge representa -de forma excesiva, destinada a formar una alegoría vívida- lo que nos ocurre a todos cuando, a través de la sensibilidad con la que se crea arte, intentamos comunicar, falsos pontífices, desde este mundo con el Otro Mundo de nosotros mismos.
Y es que aunque estemos despiertos al componer, componemos en sueños. Y a todos nosotros, aunque nadie nos visite, acude desde dentro el "Hombre de Porlock", el intruso previsto. Todo cuanto verdaderamente pensamos o sentimos, todo cuanto verdaderamente somos, sufre (en el momento de expresarlo, aunque sólo sea para nosotros mismos) la interrupción fatal de aquel visitante que también somos, de aquella persona externa que cada uno de nosotros tiene en sí mismo, más real en la vida que en nosotros mismos: es la acumulación viva de lo que aprendemos, de lo que creemos que somos, y de lo que deseamos ser.
A este visitante, eternamente misteriosos -porque, al ser nosotros, no es "alguien"-, a ese intruso, eternamente anónimo -porque al estar vivo, es impersonal-, cada uno de nosotros ha de recibirlo, por propia honestidad, entre el principio y el final de un poema, perfectamente terminado, que no nos permitimos que quede escrito. Y lo que entre todos nosotros -artistas grandes o pequeños- realmente sobrevive, son fragmentos de lo que no sabemos qué es, pero que sería, si hubiera sido, la propia expresión de nuestra alma.
¡Quién pudiera ser niño para que nadie nos visitara, ni tuviéramos visitantes a los que atender! Pero no queremos hacer esperar a quien no existe, no queremos ofender "al extraño", que somos nosotros. Y así, de lo que podía haber sido, sólo queda lo que es -del poema, o de la opera omnia, sólo el principio y el fin de cualquier cosa perdida- disjecta membra que, como dice Carlyle, es lo que queda de cualquier poeta, o de cualquier hombre.
Fernando Pessoa
Crítica: ensayos, artículos y entrevistas
El sueño de Coleridge
El fragmento lírico Kubla Khan (cincuenta y tantos versos rimados e irregulares, de prosodia exquisita) fue soñado por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge, en uno de los días del verano de 1797. Coleridge escribe que se había retirado a una granja en el confín de Exmoor; una indisposición lo obligó a tomar un hipnótico; el sueño lo venció momentos después de la lectura de un pasaje de Purchas, que refiere laedificación de un palacio por Kublai Khan, el emperador cuya fama occidental labró Marco Polo. En el sueño de Coleridge, el texto casualmente leído procedió a germinar y a multiplicarse; el hombre que dormía intuyó una serie de imágenes visuales y, simplemente, de palabras que las manifestaban; al cabo de algunas horas se despertó, con la certidumbre de haber compuesto, o recibido, un poema de unos trescientos versos. Los recordaba con singular claridad y pudo transcribir el fragmento que perdura en sus obras. Una visita inesperada lo interrumpió y le fue imposible, después, recordar el resto. "Descubrí, con no pequeña sorpresa y mortificación -cuenta Coleridge-, que si bien retenía de un modo vago la forma general de la visión, todo lo demás, salvo unas ocho odiez líneas sueltas, había desaparecido como las imágenes en la superficie de un río en el que se arroja una piedra, pero, ay de mí, sin la ulterior restauración de estas últimas." Swinburne sintió que lo rescatado era el más altoejemplo de la música del inglés y que el hombre capaz de analizarlo podría (la metáfora es de John Keats) destejer un arco iris. Las traducciones o resúmenes de poemas cuya virtud fundamental es la música son vanas y pueden ser perjudiciales; bástenos retener, por ahora, que a Coleridge le fue dada en un sueño una página de no discutido esplendor.
El caso, aunque extraordinario, no es único. En el estudio psicológico The world of Dreams, Havelock Ellis lo ha equiparado con el del violinista y compositor Giuseppe Tartini, que soño que el Diablo (su esclavo) ejecutaba en el violín una prodigiosa sonata; el soñador, al despertar, dedujo de su imperfecto recuerdo el Trillo del Diavolo. Otro clásico ejemplo de celebración inconsciente es el de Robert Louis Stevenson, a quien un sueño (según él mismo ha referido en su Chapters on Dreams) le dio el argumento de Olalla y otro, en 1884, el de Jekyll & Hide. Tartini quiso imitar en la vigilia la música de un sueño; Stevenson recibió del sueño argumentos, es decir, formas generales; más afín a la inspiración verbal de Coleridge es la que Beda el Venerable atribuye a Caedmos (Historia ecclessiastica gentis Anglocum, IV, 24). El caso ocurrió a finales del siglo VII, en la Inglaterra misionera y guerrera de los reinos sajones. Caedmon era un rudo pastor y ya no era joven; una noche, se escurrió en una fiesta porque previó que le pasarían el arpa, y se sabía incapaz de cantar. Se echó a dormir en el establo, entre los caballos, y en el sueño alguien lo llamó por su nombre y le ordenó que cantara. Caedmon contestó que no sabía, pero el otro le dijo: "Canta el principio de las cosas creadas". Caedmon, entonces, dijo versos que jamás había oido. No los olvidó, al despertar, y pudo repetirlos ante los monjes del cercano monasterio de Hild. No aprendió a leer, pero los monjes le explicaban pasajes de la historia sagrada y él "los rumiaba como un limpio animal y los convertía en versos dulcísimos, y de esta manera cantó la creación del mundo y del hombre y toda la historia del Génesis y el éxodo de los hijos de Israel y su entrada en la tierra de promisión, y muchas otras cosas de la Escritura, y la encarnación, pasión, resurección y ascensión del Señor, y la venida del Espíritu Santo y la enseñanza de los apóstoles, y también el terror del Juicio Final, el horror de las penas infernales, las dulzuras del cielo y las mercedes y los juicios de Dios". Años después, profetizó la hora en que iba a dormir y la esperó durmiendo. Esperemos que volvió a encontrarse con su ángel.
A primera vista, el sueño de Coleridge corre el albur de parecer menos asombroso que el de su precursor. Kubla Khan es una composición admirable y las nueve líneas del himno soñado por Caedmon casi no presentan otra virtud que su origen onírico, pero Coleridge ya era un poeta y a Caedmon le fue revelada una vocación. Hay, sin embargo, un hecho ulterior, que magnifica hasta lo insondable la maravilla del sueño en que se engendró Kubla Khan. Si este hecho es verdadero, la historia del sueño de Coleridge es anterior en muchos siglos a Coleridge y no ha tocado aún a su fin.
El poeta soñó en 1797 (otros entienden que en 1798) y publicó su relación del sueño en 1816, a manera de glosa o justificación del poema inconcluso. Veinte años después apareció en París, fragmentariamente, la primera versión occidental de una sw esas historias universales en que la literatura persa es tan rica, el Compendio de Historias de Rashid ed-Din, que data del siglo XIV. En una página se lee: "Al este de Shnag-tu, Kubla Khan erigió un palacio, según un plano que había visto en un sueño y que guardaba en la memoria". Quien esto escribió era el visir de Ghazan Mahmud, que descendía de Kubla.
Un emperador mongol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esa simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o muy poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos.
¿Qué expicación preferimos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer a ese gremio) juzgarán que la historia de los sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos. Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kubla. Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales.
El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud de los sueños deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano. Indagar el propósito de ese Inmortal o de ese longevo sería, tal vez, no menos atrevido que inútil, pero es lícito sospechar que no lo ha logrado. En 1691, el P. Gerbillon, de la Compañia de Jesús, comprobó que del palacio de Kubla Khan sólo quedaban ruinas; del poema nos consta que apenas se rescataron cincuenta versos. Tales hechos permiten conjeturar que la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión de un palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio. Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de los sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último.
Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poema. quien los hubiera comparado habría visto que eran esencialmente iguales.
Jorge Luis Borges
Otras inquisiciones