14.6.11



Aquella misma noche, en el Engelwirt, pude reconstruir en cierta medida el Café Alpenrose con la ayuda de una segunda botella de Kalterer. Si Babett y Bina tuvieron la idea de abrir el café, o si Baptist creía saber colocadas con ello a las hermanas solteras, son incógnitas que pertenecen a la prehistoria de la que ya nadie puede acordarse. En cualquier caso, el Café Alpenrose había estado allí y había subsistido hasta la muerte de Babett y Bina aunque jamás entrara nadie. En el jardín de la parte delantera, en verano, debajo de un tilo ahorquillado que procuraba un hermoso techo de hojas aliviando su carga, había una mesa verde de hojalata y tres sillas verdes de jardín. La puerta de la casa siempre estaba abierta, y a cada pocos minutos aparecía Bina en el umbral, montando guardia a la espera de clientes que habrían de llegar alguna vez. No sé puede decir con seguridad qué es lo que mantenía a los clientes a distancia. Probablemente no se debiera sólo al hecho de que en aquella época no existían los llamados extranjeros que vinieran a veranear a W., sino que la situación era tan desesperada ante todo porque, en el café-bar, Babett y Bina llevaban una especie de local para solteronas del que no había nada que hubiese podido atraer a los hombres. No sé y tampoco Lukas sabía qué tipo de imagen suscitarían ambas hermanas al principio de su trayectoria comercial. Con cierta seguridad no se podía constatar más que, debido a las sucesivas decepciones sufridas a lo largo de los años y a las esperanzas renovadas constantemente, aquello que una vez habían sido o lo que hubieran querido ser había quedado destruido por completo. Después de todo, el menoscabo de todo su ser, vinculado a esta destrucción y originado por la eterna dependencia mutua, tuvo como consecuencia que nadie las considerara dos viejas solteronas a medio hacer. Evidentemente no servía de nada que Bina diese una y otra vuelta alrededor del edificio y del jardín delantero alisándose el mandil con las manos, mientras Babett se quedaba todo el día sentada en la cocina doblando paños de secar los cubiertos, para, inmediatamente, volverlos a desdoblar y volver a doblarlos de nuevo. Sólo gracias a un esfuerzo descomunal consiguieron mantener su propia economía mínima, y qué es lo que hubieran hecho de haberse presentado un cliente es algo inimaginable. Ya para hacer la sopa se estorbaban más de lo que se ayudaban, y la confección semanal del pastel de los domingos era, como me contó Lukas, un asunto de estado mayor que cada vez les llevaba el sábado entero. No obstante, cuando la semana iba tocando a su fin, Babett siempre insistía a Bina y Bina a Babett en hacer el pastel también en esta ocasión, alternando un pastel de manzana con un bizcocho de Saboya. Cada vez, al haber concluido su elaboración, el pastel era llevado con cierta ceremoniosidad a lo que las dos llamaban el salón de café, y allí, recién espolvoreado e íntegro, como estaba, era colocado debajo de la campana de cristal del aparador junto al pastel de manzana o el bizcocho de Saboya hecho el sábado anterior, de forma que un cliente que hubiese llegado el sábado por la tarde hubiera podido escoger entre dos pasteles, entre un pastel de manzana revenido o un bizcocho de Saboya recién hecho, o entre un pastel de manzana recién hecho y un bizcocho de Saboya revenido. El domingo por la tarde ya no hubiese existido esta posibilidad, pues el domingo por la tarde Babett y Bina consumían o el pastel de manzana revenido o el bizcocho de Saboya revenido en el café del domingo por la tarde, Babett comiendo el pastel con un tenedor de postre mientras Bina lo mojaba en el café, de lo que Babett, muy a pesar suyo, nunca la había podido desacostumbrar. Después de consumir el pastel revenido se quedaban sentadas una, dos horas, ahitas y silenciosas, en el salón de café. En la pared, sobre el aparador, colgaba el cuadro que representaba el suicidio de una pareja de enamorados. Era una noche de invierno y la luna sólo era visible por entre grandes nubes para este último instante. Los dos estaban en el extremo de un pequeño desembarcadero de madera y justo en ese momento estaban dando el paso decisivo. Los pies de la chica y del hombre tendían a la profundidad al unísono y, conteniendo la respiración, se sentía cómo ambos eran ya presa de la gravedad. Sólo recuerdo que la chica tenía un velo fino, verde claro, enrollado alrededor de la cabeza descubierta, mientras el viento tensaba el abrigo oscuro del hombre. Debajo de este cuadro estaba el pastel pensado para la semana venidera, el reloj de pared hacía tictac, y antes de que comenzase a dar las campanadas, gemía siempre un buen rato como si todo en él se negara a anunciar la pérdida de otro cuarto de hora más. A través de las cortinas caía en verano la última luz de la tarde, el primer crepúsculo en invierno y, sobre la mesa del centro, estaba, inmóvil, como siempre, la enorme sansevieria, por la que pasaba un año tras otro sin dejar rastro y en torno a la que, de una forma misteriosa, todo parecía girar en el Alpenrose.
Mi abuelo solía pasar una vez a la semana por el Alpenrose para hacer una visita a Mathild. Estas visitas semanales consistían en que los dos echaban un par de partidas a las cartas y mantenían despaciosas conversaciones para las que al parecer nunca les faltaba tema. Entonces se sentaban en el salón de café porque Mathild no permitía que nadie subiera a su habitación, tampoco al abuelo, y por así decirlo se había convertido en una costumbre que Babett y Bina, quienes respetaban a Mathild como a una instancia superior, se quedaran en la cocina a estas horas de visita. A veces yo acompañaba al abuelo al Alpenrose, como a casi todas partes, y me sentaba junto a ellos con un vaso de zumo de frambuesa mientras las cartas se barajaban, se cortaban, se repartían, se jugaban, se echaban a un lado, se contaban y se volvían a barajar de nuevo. Según una vieja costumbre, el abuelo se dejaba el sombrero puesto siempre que jugaba a las cartas. Cuando habían acabado de jugar y Mathild se iba a la cocina, el abuelo se quitaba por fin el sombrero y con un pañuelo se secaba el sudor de la frente. Yo no podía hacerme una idea de la mayor parte de las cosas que se hablaban durante el café, y por eso, cuando empezaban a hablar, acostumbraba a irme afuera, me sentaba en una de las sillas del jardín a la mesa verde de hojalata y miraba el viejo atlas que Mathild siempre me tenía preparado. En este atlas había una hoja en la que estaban ordenadas las mayores corrientes y las elevaciones más altas de la tierra según su longitud o su altura, y había maravillosos mapas coloreados incluso de las partes más alejadas del mundo, apenas recién decubiertas, cuya diminuta inscripción, que, de forma semejante a los primeros cartógrafos de la tierra, en un principio no podía descrifrar más que en parte, me parecía contener todos los secretos imaginables. En la mala estación del año me sentaba con el atlas sobre las rodillas en el escalón más alto, allí donde, desde la ventana del hueco de la escalera, penetraba la luz hacia el interior y en la pared colgaba una oleografía que mostraba un jabalí, el cual, dando un enorme salto desde la oscuridad del bosque, importunaba el almuerzo en un claro de un grupo de cazadores. La escena que además del jabalí y de los cazadores aterrados en sus trajes verdes de etiqueta representaba platos y viandas volando por el aire con una gran fidelidad al pormenor, llevaba el título de En el bosque de las Ardenas, y este título, en sí completamente inofensivo, me evocaba algo mucho más peligroso, desconocido y profundo de lo que el mismo cuadro era capaz de reproducir. Lo misterioso que rezumaban las palabras «Bosque de las Ardenas» se intensificaba gracias a que Mathild me había prohibido expresamente abrir cualquiera de las puertas del piso de arriba. Pero en particular me había prohibido subir al desván, donde, como Mathild me había enseñado con la capacidad de convicción que le era característica, se alojaba el cazador gris, de quien no me dio ningún otro dato más preciso. Así que, sentado en el escalón del último piso, me encontraba, en cierta medida, en el límite de lo permitido, allí donde la inquietud de la tentación se siente con mayor fuerza. Por eso siempre me sentía cercano a la redención cuando el abuelo volvía a salir del salón de café, se ponía el sombrero y le daba la mano a Mathild en señal de despedida.
Con ocasión de una de las siguientes visitas que hice a Lukas, subimos al desván. Probablemente fuera yo quien condujo la conversación hacia esta parte de la casa. En opinión de Lukas no había podido cambiar mucho en todo este tiempo. Lo cierto es que él, me dijo, cuando se hizo cargo de la casa a la muerte de las tías, nunca había vaciado el desván porque con todos los utensilios que habían almacenado y todos los cachivaches en general, aquello era ya algo superior a sus fuerzas. Efectivamente, el desván ofrecía un aspecto sobrecogedor. Había cajas y cestos apilados, sacos, correajes, cencerros, cuerdas, trampas para ratones, marcos de panales de miel y de las vigas colgaba todo tipo de envoltorios. En una esquina asomaba el reflejo de un bombardino, mate bajo la capa de polvo que lo cubría y, a su lado, sobre una cama de muelles que una vez había sido roja, un nido de avispas monstruosamente grande, olvidado desde hace mucho tiempo; ambos, la tuba de latón y la casa de papel de miles de hojas, como símbolos de una disolución paulatina en la perfecta quietud reinante del desván. Y dicha quietud, sin embargo, no era de fiar. De arcas, cómodas y cajas con tapas en parte abiertas, cajones y puertas brotaba todo lo imaginable en cuanto a objetos de uso diario y prendas de vestir. Se podía imaginar fácilmente que toda esta colección de los objetos más dispares había estado en movimiento, en una especie de evolución, hasta el instante en el que habíamos entrado, y que ahora, a causa de nuestra presencia, permanecía muda, como si nada hubiera pasado. En una estantería, que de inmediato me llamó la atención, se sostenía, con el aspecto de estar desplomada sobre sí misma, la biblioteca de Mathild, la cual comprende cerca de cien volúmenes y entretanto se encuentra en mi posesión, y, conforme transcurre el tiempo, adquiere una mayor importancia para mí. Además de obras literarias del último siglo, de relatos de viajes al norte más lejano, además de manuales de geometría y de estática de construcción, y de un diccionario de turco situado al lado de un pequeño manual sobre cómo escribir cartas que en su día pertenecieron a Baptist, había numerosas obras religiosas de índole especulativo y devocionarios del siglo XVII y de principios del XVIII con imágenes en parte drásticas de los suplicios que nos esperan a todos.
Por otra parte, para mi sorpresa, mezclados con los escritos espirituales, había varios tratados de Bakunin, Fourier, Bebel, Eisner, Landauer y la novela autobiográfica de Lily von Braun. A mi pregunta en cuanto al origen de esta biblioteca, Lukas sólo supo decirme que Mathild siempre había estado estudiando algo, y que por eso, como tal vez recordaba, se la había tenido en el pueblo por una excéntrica. Inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial había ingresado en el Convento de Señoritas Inglesas de Ratisbona, pero, decía Lukas, aun antes de terminar la guerra había abandonado el convento, en circunstancias extrañas que le eran desconocidas, y había permanecido en Munich unos cuantos meses, en la época roja, de donde volvió a casa, a W., en un grave estado de perturbación y casi sin habla. Lukas dijo que él, evidentemente, todavía no había venido al mundo, sin embargo su madre, como recordaba con toda claridad, se había extendido largo y tendido sobre Mathild: que había vuelto a casa, a W., después de salir del convento y del Munich comunista completamente trastornada. Lukas continuó diciendo que su madre, en ocasiones, cuando estaba de mal humor, llamaba a Mathild la beata roja. Mathild, por su parte, después de haber recuperado cierto grado de su equilibrio, no había permitido que bajo ningún concepto la confundieran con este tipo de observaciones. Muy al contrario, afirmaba Lukas, se había sentido bien en su recogimiento, cada vez más, según parecía obvio; incluso la forma en la que año tras año anduvo deambulando por entre los habitantes del pueblo, a quienes despreciaba, ataviada infaliblemente con su vestido o su abrigo negros, siempre bajo la protección de un sombrero y nunca sin su paraguas, tampoco con el tiempo más hermoso, tenía, como quizá recordara de mi propia infancia, algo así como cierta alegría.
Seguíamos investigando en el desván, cogiendo esto o aquello, una muñeca de porcelana sin pelo, una jaula de jilguero o un viejo hierro para marcar la piel de los terneros, y debatiendo mientras la posible procedencia e historia de estas cosas, cuando de pronto me sentí inmediatamente atraído por una aparición que, ahora con una claridad mayor, ahora más débümente detrás de una luz que oblicua penetraba por la ventana del desván, se daba a conocer como una figura uniformada. Era, en efecto, como se hizo patente después de una observación más detallada, una vieja marioneta de sastrería ataviada con pantalones cenicientos y chaqueta cenicienta, cuyos cuellos, solapas y jaretas un día debieron de ser verdes como la hierba y sus botones de un color dorado. Sobre la cabeza de madera, el maniquí llevaba un sombrero igualmente ceniciento con un penacho verde de plumas de gallo. Tal vez porque había estado oculta tras el velo de luz, que caía en la oscuridad del desván a través de la claraboya, en el que se arremolinaban sin descanso las partículas relucientes de una materia que se diluye en la ingravidez, la figura gris me causó de inmediato un impresión extremadamente misteriosa, acrecentada por el manso olor alcanforado que desprendía. Pero cuando, sin fiarme demasiado de las apariencias, me acerqué más y toqué una de las mangas del uniforme que colgaba vacía, ésta, ante mi más puro espanto, se desintegró en polvo. De las averiguaciones que he llevado a cabo desde entonces se infiere que el traje ceniciento con adornos grises era con gran probabilidad el de uno de aquellos cazadores austríacos que por el 1800 fueron al campo de batalla como tropas voluntarias contra los franceses, suposición que ganaba en probabilidad por una historia que contó Lukas y que, dijo, aún remitía a Mathild, según la cual uno de los antepasados lejanos de los Seelos había marchado al frente de una tropa de mil soldados reclutados en el Tirol pasando por el Brenner, bajando el Adigio y a orillas del lago de Garda hacia el interior de la llanura del norte de Italia, donde debió de perder la vida junto a todos aquellos reclutados en la terrible batalla de Marengo. El significado de la historia del cazador tirolés, caído en la batalla de Marengo, residía para mí, no en último lugar, en el hecho de que en el desván del café-bar Alpenrose, adonde se me había prohibido subir durante las visitas de mi infancia con la alusión al cazador que se encontraba allí arriba, había existido uno de verdad incluso a pesar de que éste no correspondiera en todo a la imagen que yo, sentado en la escalera del desván, me había hecho de él. Lo que me había imaginado entonces y lo que después me había seguido apareciendo en sueños aún con cierta frecuencia era un hombre extraño y grande, con una gorra alta y redonda de piel de Crimea calada en la frente, y vestido con un amplio abrigo marrón ceñido por un formidable correaje que recordaba a los arreos de un caballo. Tendido sobre el regazo tenía un pequeño sable curvo con una vaina que relumbraba lánguida. Los pies estaban encajados en botas altas con espuelas. Un pie descansaba sobre una botella de vino caída, el otro, apoyado en el suelo, levemente incorporado, con el talón y la espuela hundidos en la madera. Una y otra vez he soñado y aún en ocasiones sigo soñando que este hombre extraño extiende su mano hacia mí, y yo, pese a todo mi miedo, me atrevo a aproximarme más y más a él, hasta tan cerca que por fin puedo tocarle con la mano. Y, cada vez, ante mí tengo, por el contacto, los dedos de la mano derecha polvorientos, e incluso ennegrecidos, como signo de una desgracia sin parangón en el mundo.


W. G. Sebald
Vértigo