16.9.12


Paul Cézanne, marzo de 1904. Fotografía de Emile Bernard


Paul Cézanne - He atrapado el motivo... (Junta las manos.) Un motivo, ves, es esto...
¡Sí, hombre!... (Repite el gesto, abre las manos, con todos los dedos muy separados, los va acercando despacio, después los junta, los aprieta, los crispa, los entrelaza.) Hay que llegar a esto... Si me desvío más de la cuenta, por arriba o por abajo, se va todo al carajo. Hay que procurar tener la red bien prieta, sin agujeros por donde se pueda escapar la emoción, o la luz, o la verdad. A ver si lo entiendes, estoy llevando toda la tela a la vez, en bloque. Pongo el mismo impulso, la misma fe, para agrupar todo lo que anda desperdigado... Todo lo que vemos, ¿eh?, se dispersa, se va. La naturaleza es siempre la misma, pero sin que tenga nada fijo, no queda nada de lo que miramos. Nuestro arte, en cambio, le mete el temblor de su duración con los elementos, le da la apariencia de todos sus cambios. Nos obliga a probarla en toda su eternidad. ¿Y qué es lo que esconde? Nada quizás. O a lo mejor todo. Todo, ¿entiendes? Conque voy juntando sus manos errantes... Voy cogiendo sus tonos, sus colores, sus matices, de aquí, de allí, a derecha, a izquierda, por donde sea, los retengo, los acerco... Forman líneas. Se vuelven algo, rocas, árboles, sin que me entere. Cogen cuerpo.  Tienen un valor. Si estos cuerpos, si estos valores corresponden en mi tela, en mi sensibilidad, a los planos y manchas que tengo, que están ahí bajo mi vista, pues eso, mi tela junta las manos. Las junta sin vacilar. Sin pasar muy por arriba, muy por abajo. Es algo auténtico, algo denso, algo pleno... Pero por poco que me distraiga, por poco que desfallezca, sobre todo si un día me da por interpretar demasiado, o si hoy me creo una teoría que se opone a la de ayer, si me da por pensar mientras pinto, si intervengo, ¡catacrac! Se va todo al carajo. (...)
El color es el punto de reunión de nuestro cerebro y del universo. Por eso resulta tan dramático para los pintores de verdad. Fíjate en esta Sainte-Victoire. Qué ímpetu, qué sed imperiosa de sol, y qué melancolía, al atardecer, cuando todo su volumen se desploma... Eran bloques de fuego. Aún hay fuego en su inetrior. De día, parece que la sombra retroceda estremeciéndose, como si la asustaran; allí arriba se encuentra la caverna de Platón: fíjate cuando pasan nubes grandes, dejan caer una sombra que se estremece de roca en roca, como si hubiera una boca de fuego que en seguida la quemara y se la bebiera. He pasado mucho tiempo sin poder, sin saber pintar la Sainte-Victoire, porque le atribuía una sombra cóncava, como tanta gente que no mira, y en realidad, fíjate, es convexa, huye de su centro. En lugar de acumularse, se evapora, se fluidifica. Con todo su azulamiento, participa de la respiración ambiental del aire. Allí abajo en cambio, sobre el Pilon du Roi, mira cómo se mece la luz, húmeda, lanzando destellos. Es el mar... Esto es lo que hay que expresar. Esto es lo que hay que saber. Esto es, diría yo, el baño de ciencia que requiere nuestra placa sensible. Para pintar bien un paisaje, he de descubrir primero los cimientos geológicos. Piensa que la historia del mundo empieza el día que coincidieron dos átomos, el día que se combinaron dos torbellinos, dos bailes químicos. Percibo la ascensión de esos grandes arco iris, de esos prismas cósmicos, de esa aurora de nosotros mismos por encima del vacío, y me saturo leyendo a Lucrecio. Bajo esta fina lluvia respiro la virginidad del mundo. Hay un agudo sentido de los matices que me atormenta. Me siento coloreado por todos los matices del infinito. En ese momento, mi cuadro y yo formamos un mismo cuerpo. Somos un caos irisado. Llego a ver el motivo y me pierdo. Sueño, divago. El sol me penetra sordamente, como un amigo lejano, calentando mi pereza, fecundándola. Germinamos. Al caer la noche, tengo la impresión de no volver a pintar y de no haber pintado nunca. Necesito que sea de noche para poder apartar mi vista de la tierra, de este rincón de tierra que me ha fundido. Al día siguiente, temprano, resurgen lentamente las bases geológicas, se establecen capas, los grandes planos de mi tela, dibujo mentalmente su pétreo esqueleto. Veo que afloran rocas bajo el agua, noto el peso del cielo. Todo cae a plomo. Una lívida palpitación envuelve los aspectos lineales. Las tierras rojas salen de su abismo.Comienzo a separarme del paisaje, a verlo. Me distancia mediante ese primer esbozo, esas líneas geológicas. La geometría, medida de la tierra. Me embarga una leve emoción. De las raíces de esta emoción sube la savia, los colores. Como una liberación. ¡El resplandor del alma, la mirada, el misterio exteriorizado, el intercambio entre tierra y sol, lo ideal y la realidad, los colores! De súbito, una lógica aérea, coloreada, reemplaza la sombra, la terca geometría. Todo se organiza, árboles, campos, casas. Veo. A través de manchas. El cimiento geológico, la labor preparatoria, el mundo del dibujo se hunde, se desmorona como una catástrofe. Todo desaparece y se regenera por obra de un cataclismo. Nace un nuevo período. ¡El verdadero! Metido en él, ya no hay nada que se me escape, todo es denso y fluido a la vez, natural. Sólo hay colores, y en los colores claridad, el ser que los piensa, esa exhalación de las profundidades hacia el amor. Lo genial ha de consistir en inmovilizar esta elevación dentro de un minuto de equilibrio, sugiriendo su impulso sin embargo. Quiero apoderarme de esta idea, de este chorro de emoción, de esta humareda de estar por encima del brasero universal. Hay un peso que entorpece mis pinceles, que lastra mi tela, de mi tela hacia abajo. Pesadamente. ¿Dónde está el aire? ¿Dónde la densa liviandad? Lo genial consistiría en separar la amistad de todas esas cosas al aire libre, sin salir de la misma elevación, sin salir del mismo deseo. Tú sabes que está transcurriendo un minuto del mundo. ¡Pintarlo en toda su realidad! Y olvidarse de todo por esto. Convertirse en él mismo. Ser entonces la placa sensible. Dar la imagen de lo que estamos viendo, olvidándonos de todo lo que antes habíamos visto. (...)

Los bordes de los objetos huyen hacia otro distinto situado en nuestro horizonte.

Joachim Gasquet
"Las cosas que me dijo...". Paul Cézanne


Resumo Cézanne. Él nos ha dado al menos una información inapreciable para nosotros: tanto la catástrofe forma parte del acto de pintar, que ya está ahí antes de que el pintor pueda comenzar su tarea. Él nos ha dado una precisión. Es una precisión de la que no hemos salido. ¿Por qué me interesa? ¿Qué estamos obteniendo, qué estamos comenzando a tener? No basta con poner la pintura en relación con el espacio es preciso pasar por un rodeo ¿Qué rodeo? Ponerla en relación con el tiempo. Un tiempo propio de la pintura. Tratar un cuadro como si operara ya una síntesis de tiempo. Decir que el cuadro concierne al espacio porque antes que nada encarna una síntesis del tiempo. Hay una síntesis de tiempo propiamente pictórica y el acto de pintar se define por ella. Sería una síntesis del tiempo que no conviene más que a la pintura. ¿Bajo que forma? Bajo la forma de la condición pre-pictórica, antes de que el pintor comience, de un acto de pintar y de algo que sale de ese acto. (...)
Hacia falta pasar por el caos porque es en él que se encuentra la condición pre-pictórica. (...)
Aún antes de comenzar a pintar, han pasado muchas cosas. Es por eso precisamente que pintar implica una especie de catástrofe. ¿Por qué? Implica una especie de catástrofe sobre la tela para deshacerse de todo lo que le precede, de todo lo que pesa sobre el cuadro aún antes de que sea comenzado. Como si el pintor tuviera que desembarazarse. ¿Cómo llamar a esas cosas de las que el pintor debe desembarazarse? ¿Qué es esta lucha con fantasmas antes de pintar? ¿Qué son esos fantasmas? Los pintores le han dado a menudo un nombre, casi técnico, en su propio vocabulario: Los clichés. Se diría que los clichés están ya sobre la tela aún antes de que se la haya comenzado. Qué lo peor está ya ahí. Cézanne conocía los clichés, la lucha contra los clichés antes de pintar. Como si los clichés estuvieran ahí como bestias que se precipitan sobre la tela, aún antes que el pintor haya tomado un pincel.
Comprendemos entonces por qué la pintura es necesariamente un diluvio. Hará falta ahogar todo eso, impedirlo, matarlo. Impedir todos esos peligros que pesan ya sobre la tela en virtud de su condición pre-pictórica. Es preciso deshacer eso. Esas especies de ectoplasmas que están ahí aún si uno no los ve. ¿Dónde están? En la cabeza, en el corazón, en todas partes. En la pieza. Es estupendo, esos fantasmas están ahí aunque uno no los vea. Si ustedes no hacen pasar vuestra tela por una catástrofe de hoguera o de tempestad, no producirán más que clichés. Se dirá "¡Oh! Posee un bello trazo de pincel, está bien!". Un decorador... "Está bien hecho, es alegre..." O un diseño de moda, los diseñadores de moda saben dibujar bien. Y al mismo tiempo es mierda. No tiene ningún interés. Nada, cero.


Para pintar bien un paisaje, he de descubrir primero los cimientos geológicos. Piensa que la historia del mundo empieza el día que coincidieron dos átomos, el día que se combinaron dos torbellinos, dos bailes químicos. Percibo la ascensión de esos grandes arco iris, de esos prismas cósmicos, de esa aurora de nosotros mismos por encima del vacío, y me saturo leyendo a Lucrecio. Bajo esta fina lluvia respiro la virginidad del mundo.

¿Qué es esto, qué nos interesa ahí? Es la primera vez que encontramos un texto que a mi parecer recorre a la mayor parte de los grandes pintores. Jamás hacen otra cosa: pintan el comienzo del mundo. Ese es su asunto. (...)
Él se mete bajo esa fina lluvia, pintar se trata de eso, de esa fina lluvia. Ahora bien, comprenden que por más que haga un retrato, un jarrón, un florero, por más que pinte a su mujer, es preciso olvidar todo eso. De lo que se trata es de hacer pasar esa fina lluvia.

Gilles Deleuze
Pintura. El concepto de diagrama.



 Madame Cézanne con hortensia. Hacia 1885. Paul Cézanne