15.3.14



Caer en el cielo

Este mundo nuestro no es avaro en emociones. Podemos quejarnos de todo, pero no de monotonía. Tenemos guerras de grande y pequeño formato, tenemos transplantes, infartos cardíacos, tenemos hippies y el poder de la flor (y el poder negro también), tenemos los movimientos de la corteza terrestre y los terremotos sociales, las campañas presidenciales, los asesinatos de presidentes o candidatos, las drogas y las modas, y las excursiones turísticas, y los retrasos de los trenes, y los ordenadores, que puntualmente preparan el descubrimiento de cualquier cosa para cualquier día, y (como la lista no se acabaría nunca) estamos también nosotros en este mundo, queriendo saber qué pasa por ahí, o al contrario, nada interesados en saberlo. Todo esto, de una manera o de otra, llena nuestro tiempo. Y así lo vamos matando (al tiempo), vagamente inquietos, vagamente perplejos, como actores que de repente se hubieran olvidado del papel y mirasen desconcertados, a la espera de que el apuntador les sople el texto que les permita volver a engranar sus palabras. Y el problema es este: que nos falta apuntador.
Mientras tanto, en esta disponibilidad en que vivimos, puede ocurrir (y ocurre) que, en un momento dado, un lugar, una luz determinada, nos haga viajar en el tiempo, viajar hacia atrás, hacia otra hora, otra luz y otro lugar que, generosamente, nos hayan colmado de promesas. Nos viene entonces el remordimiento de no haber sido, o de haber sido menos de lo que a nosotros mismos nos debíamos. Parece complicado, pero es muy sencillo.
Recuerdo que hace muchos años estaba yo tumbado en el suelo, en el campo (todos nosotros deberíamos haber nacido y vivido en el campo), con el cielo encima, azul, con lentas nubes. De espaldas, era la posición, y es la posición para quien quiera someterse a la experiencia. Es importante que haya silencio (un leve fondo sonoro de cigarras, follaje y trinos de aves son cosas que no perturban. De todo esto había en el momento que hablo). Estaba yo tumbado de espaldas y tenía el cielo sobre mí. Y bruscamente el cielo se convirtió en algo donde uno podía caer. No era la fuerza de la gravedad lo que me mantenía pegado a tierra sino mi voluntad. Con las manos extendidas en el suelo, enterraba los dedos en la hierba blanda - mientras el cielo se volvía cada vez más profundo y azul, y las nubes más lentas, hasta quedar todo en suspenso en un minuto de terror absoluto y de fascinación. Yo iba a caer en el cielo infinitamente. Animal de este planeta, sin alas que me llevasen siquiera a la nube más baja, me senté bruscamente, rodé de bruces, pegando el rostro a la tierra húmeda. Sólo por eso no fui el primer cosmonauta de la historia.
Fue una pequeña emoción en un mundo ya entonces abundante en emociones. Ahora bien, hace unos días me ocurrió también de nuevo estar a punto de caer en el cielo.
Era también azul, y había nubes. No alborotaban las cigarras ni los pájaros. El tiempo pasado se anuló de pronto, el hombre se encontró convertido en niño - y el cielo renovó sus tentaciones. ¿Qué ha sido lo que yo no hice?, me pregunto, pues, ahora. ¿Qué cosas me fueron prometidas y negadas, o dadas y perdidas? ¿Qué viene a hacer aquí este hermoso demonio azul, este vértigo, esta tentación de renuncia; o sólo la rápida consciencia de una dimensión poética que el mundo no aguanta, o no la aguanto yo viviendo en él?
Me dejé estar mirando al cielo. Sabía muy bien que no iba a caer hacia arriba. El tiempo reconstruyó lo que había deshecho: me encontré de nuevo siendo quien soy y en el mundo en el que vivo. Vagamente inquieto, vagamente perplejo primero, pero pronto, mientras me secaba una gota de sudor que se deslizaba a lo largo de mi pescuezo, recobré el recuerdo de la frase que había olvidado: "No sé qué hago aquí, y es importante que lo sepa. Pero más importante es hacer". Y me volví hacia mi lado derecho como quien se reconoce y se entrega.

José Saramago
De este mundo y del otro