1.8.18




No se preocupaba Kretzchmar de preguntarnos si habíamos comprendido ni cuidábamos tampoco de preguntarlo nosotros. Cuando él decía que lo importante era que lo escucháramos, nosotros, por nuestra parte, compartíamos plenamente esta opinión. La obra que especialmente estudiábamos, la Sonata op. 111, había de ser considerada a la luz de lo que antecede. Dicho lo cual, se sentaba al piano y tocaba de memoria la sonata en cuestión, su primer movimiento y las extraordinarias variaciones que constituyen el segundo, intercalando en la ejecución comentarios hablados simultáneos, para subrayar hasta qué punto se veía su tesis ilustrada y confirmada. En otros pasajes unía con visible entusiasmo su propia voz a la del instrumento. En conjunto la cosa resultaba a la vez emocionante y cómica y constituía un espectáculo que, con frecuencia, provocaba la hilaridad del reducido auditorio. Su pulsación era en extremo vigorosa y para que sus comentarios de los pasajes de fuerza resultaran a medias comprensibles tenía que proferirlos a voz en grito. Con la boca trataba de imitar lo que tocaba con las manos y los implacables acordes iniciales del primer tiempo eran subrayados con onomatopeyas de su cosecha: "Bum bum, wum wum, schrum schrum". Los pasajes amables y melódicos los acompañaba cantando de falsete y el tiempo tempestuoso de la obra aparecía entonces como desgarrado por suaves rayos de luz. Finalmente cruzaba las manos y descansaba un instante antes de anunciar: "Ahora empieza". Y empezaba, en efecto, la ejecución de las variaciones del segundo movimiento: Adagio molto, semplice e cantabile.
El tema de arietta, cuya idílica inocencia no hace presentir las aventuras y sobresaltos a que está destinado, aparece enseguida y se expresa en dieciséis compases, reducible a un motivo que al final de la segunda mitad surge como un grito del alma. Tres notas nada más, una corchea, una semicorchea y una semínima. lo que ocurre con esta suave declaración, con esta indicación melancólica en el curso de su marcha rítmico-armónico-contrapuntística, las bendiciones y maldiciones que su autor lanza sobre estas tres notas, las tinieblas y los resplandores (esferas de cristal, donde el frío y el calor, la calma y el éxtasis son uno y lo mismo) en que las precipita o hacia donde las eleva, todo esto puede ser llamado de muchas maneras, prolijo, maravilloso, extraño, excesivo en su grandeza, y ninguno de estos nombres será el suyo porque en realidad se trata de algo sin nombre. Y Kretzschmar; con sus industriosas manos, ejecutaba esas extraordinarias transformaciones a la vez que iba cantando -Dim-dada- y comentando en alta voz: "Oigan las cadenas de trinos, los arabescos y las cadencias. Fíjense cómo lo convencional se impone. No se trata de eliminar del lenguaje la retórica, sino de eliminar de la retórica la apariencia de su dominio subjetivo. Se abandonan las apariencias del arte, el arte acaba siempre repudiando, las apariencias del arte. ¡Dim-dada! Oigan cómo la melodía queda aquí aplastada bajo el peso del acorde. Se hace estática, monótona. Dos veces re, tres veces re, una tras otra. los acordes lo son todo. ¡Dim-dada! Fíjense ahora en lo que va a pasar".
Resultaba extraordinaríamente difícil prestar atención a sus gritos y a la música, en sí nada fácil, a la que iban mezclados. Hacíamos un esfuerzo para conseguirlo, inclinados hacia adelante, con las manos entre las rodillas, mirando alternativamente sus manso y su boca. El carácter distintivo de la frase es la gran separación entre el bajo y el distante, entre la mano izquierda y la mano derecha, y llega un momento, una situación extrema, en que el pobre motivo, solo y abandonado, parece flotar sobre un inmenso abismo, un instante de pálida sublimidad, seguido inmediatamente de un gesto de miedo, de espanto y de terror ante el hecho de que semejante cosa haya podido ocurrir. Pero muchas otras cosas suceden y se suceden antes de llegar al final. Y cuando después de tanta cólera, tanta obstinación, tanta tenacidad y tanta jactancia se llega al final, ocurre algo inesperado por su bondad y su dulzura. El manoseado motivo, que se despide de nosotros y se convierte él mismo en despedida, en un gesto y un grito de adiós, adquiere aquí una ligera ampliación melódica. entre el do inicial y el re se intercala un do sostenido. Las tres sílabas sonoras se convierten en cinco y el do sostenido que viene a completar la melodía tiene algo de infinitamente emocionante y tiernamente consolador. es como si una mano amorosa nos acariciara el cabello o las mejillas, es como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupila. Es como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas. un despido al oyente, despido eterno, de tal blandura para el corazón que arranca lágrimas a los ojos. Se cree estar oyendo palabras que dicen: "Olvida el tormento", "Todo fue sueño", "Dios es grande en nosotros", "No dejes de ser fiel". Y de pronto se interrumpe. Una serie de rápidos tresillos preparan la fórmula final, que bien hubiese podido ser la de otra obra cualquiera.
Terminada la ejecución al piano, Kretzschmar no volvía ya a su pupitre de conferenciante. Permanecía sentado en el taburete, en posición idéntica a la nuestra, inclinado hacia adelante, las manos entre las rodillas, y así terminaba, con pocas palabras, su conferencia sobre por qué Beethoven no había añadido un tercer tiempo a su sonata op. 111, dejando que nosotros mismos nos encargáramos de encontrar una respuesta a la pregunta, para lo cual bastaba -decía él- haber oído la obra. ¿Un tercer movimiento? ¿Un nuevo comienzo después de tal despedida? ¿Un regreso después de tal separación? Imposible. Ese segundo, enorme movimiento pone a la sonata punto final -y no hay retorno posible. Y cuando decía "la sonata" entiéndase bien que no se refería precisamente a la sonata en do menor sino a la sonata en sí, considerada como forma artística tradicional. La sonata terminaba aquí, había sido conducida a su término, había llenado su destino y alcanzado su meta, se elevaba y se disolvía- se despedía, en fin. El gesto de despedida del motivo re-sol-sol, melódicamente completado por el do sostenido, era así como había que interpretarlo, como un adiós, igual en grandeza a la obra: el adiós a la sonata.

Thomas Mann
Doktor Faustus