Descubrimiento de una escultura de Antínoo, 1894. Delphi, Grecia.
Nos resulta difícil -por no decir inconcebible- imaginar una cultura que no vea las imágenes  pictóricas como nosotros. Para lograrlo, tal vez nos resulte útil examinar un ejemplo aportado por los estudios interculturales. Hace veinte años, dos amigos míos trabajaban en remotas aldeas de África con pueblos indígenas. El proyecto consistía en mejorar los cuidados a la infancia con la esperanza de reducir la abrumadora tasa de mortalidad infantil. Uno de ellos, fotógrafo profesional, reveló unas diapositivas sobre el tema, se subió a su camioneta y se dirigió a la selva para reunirse con la mujer que hoy es su esposa. Tras reflexionar, se les ocurrió un modo de mostrárselas a las mujeres de la aldea. Al finalizar el pase, mi amigo les preguntó si les había gustado. Las mujeres dijeron que eran muy bonitas; los colores les habían parecido preciosos y las formas muy interesantes. Sin embargo, después de escuchar sus palabras llegó a la conclusión de que no habían visto lo mismo que él. Los colores eran maravillosos, pero las imágenes no eran para ellas representaciones de bebés, objetos o personas. El contexto y la escala de las imágenes estaban tan alejados de su experiencia que las volvían casi incomprensibles. A este ejemplo se podrían sumar infinidad de anécdotas sorprendentes relatadas por misioneros, antropólogos y exploradores del pasado.
(...)
Como iremos descubriendo, la vista hace desarrollar a la mente una actividad sutil y a menudo inconsciente, que la lleva a dar continuamente forma al mundo que vemos. Por tanto, desempeñamos un papel activo en ella. (...)
En la Antigüedad, nuestro papel en la visión, en la concesión de significado al mundo sensorial, se apreciaba con mayor fuerza que hoy. La luz interior estaba más cerca de la consciencia. A diferencia de los antiguos griegos, vivimos en una visión científica del mundo para la que nuestra participación en la cognición es un elemento secundario o ilusorio. Pero para ver, para oír, para que seamos humanos, es necesaria, incluso en la actualidad, nuestra participación incesante. La misteriosa concepción griega de la visión del color nos servirá para apuntalar nuestro argumento. (...)
Entre los incontables epítetos que Homero aplicó al cielo y al mar, no hay ni uno solo -dicen los lingüistas- que signifique "azul". El cielo puede ser "férreo" o broncíneo"; el mar, negro, blanco, gris, púrpura u oscuro como el vino, pero jamás azul. ¿Carecían los antiguos griegos de la experiencia de ese color? ¿Eran daltónicos parciales? ¿O estamos ante otro ejemplo de la presencia de la luz interior, de la actividad de la visión? Desde 1810, cuando Goethe señaló por primera vez la curiosa ausencia del azul en los usos griegos, a los eruditos los ha desconcertado este caso y otros similares que se dan en la antigua poesía griega.
A partir de un cuidadoso análisis del vocabulario cromático del griego antiguo y de nuestros modernos conocimientos sobre el daltonismos, se han planteado argumentos convincentes contra la hipótesis de que la constitución física del ojo de los helenos fuera diferente de la nuestra. Pero ya hemos demostrado que para ver se necesita algo más que un órgano físico en condiciones. Al analizar los ejemplos que presentamos a continuación sobre la visión del color en la Grecia homérica, no debemos olvidar el importante polo psicológico de la vista, el polo interior. De esta manera tal vez resolvamos el enigma que ha confundido a tantos.
Unos quinientos años después de Homero, Teofrasto, gran estudioso de Aristóteles, escribió un tratado sobre las piedras en el que describió una denominada kyanos, mineral precioso de color azul al que nosotros llamamos lapislázuli. Cuando encontramos el término kyanos en su forma adjetival, es lógico pensar que se refiere a ese color. Aunque la asociación parezca natural, sus apariciones en Homero ponen en entredicho esa interpretación.
Desconsolado y furioso por la pérdida de Patroclo, Aquiles mató a Héctor, atravesó los talones del noble hijo de Príamo e intentó profanar su cadáver arrastrándolo durante doce días por las llanuras de Troya. Al hacerlo, "gran polvareda se levantó del cadáver arrastrado, los cabellos kyanos se esparcían". ¿Debemos entender que Héctor tenía el pelo azul? Para poner fin a la insensata degradación de aquel virtuoso príncipe y guerrero, Zeus dispuso que Iris visitara a Tetis, la madre de Aquiles, que vivía en el fondo del mar. Iris, "la de pies ligeros", se sumergió en las profundidades y pidió a Tetis que se reuniera con Zeus. Avergonzada con la perspectiva de mezclarse con los dioses, Tetis "cogió el velo kyanos; ningún vestido más oscuro que ése había", y siguió a Iris al Olimpo. Numerosos ejemplos como éstos demuestran que kyanos no significa "azul" sino "oscuro". Sin embargo, el griego de Homero no tenía otra palabra para el color azul. Homero y otros poetas antiguos simplemente carecían de un término para "azul". El azul no era para los helenos un color en sí, sino la cualidad de oscuro, ya lo emplearan para describir el pelo, las nubes o la tierra.
También en el caso de chloros, el vocablo de los teóricos griegos definen como verde, nos enfrentamos a un enigma. En la Ilíada se dice que la miel es chloros; en la odisea se aplica el término al ruiseñor; en Píndaro, al rocío; en Eurípides, a las lágrimas y a la sangre. Sus usos nos indican que no significa "verde", sino "húmedo", "fresco", es decir "vivo". Nosotros mismos aplicamos la palabra para referirnos a la falta de experiencia o a la inmadurez. Para los antiguos griegos, esas connotaciones eran el significado primario. la percepción externa del color les resultaba tan ajena que la cualidad psicológica de la "frescura" o la "oscuridad" llegaba a ser el atributo percibido. Veían la húmeda frescura de las lágrimas y, por tanto, veían su verdor. Cuando alguien se enfurece decimos metafóricamente que se pone rojo. en el caso del mundo homérico, creo que deberíamos entender esas expresiones en un sentido literal. Los ojos de los helenos y la luz de su sol eran como los nuestros. La luz interpretativa de la imaginación antigua hacía que su forma de ver fuera distinta, al igual que nuestra forma de ver el mundo está modelada por una luz que nos es propia.
"El caso del pintor que no veía los colores", expuesto por Oliver Sacks y Robert Wasserman en 1987, constituye un ejemplo más reciente del mismo asunto. Jonathan I. había sido un pintor de éxito hasta que a los sesenta y cinco años tuvo un pequeño accidente de coche. Sufrió un traumatismo craneoencefálico y las secuelas psicológicas que suelen acarrear dichos accidentes, pero no le quedaron lesiones duraderas. Sin embargo, perdió la capacidad de ver los colores. Era como si viera una televisión en blanco y negro, según explicaba él mismo. Se trata de un caso trágico y conmovedor. Un artista que había vivido su vida entera a través de los colores ahora no veía ninguno. una serie de oftalmólogos y neurólogos, incluidos Sacks y Wasserman, sometieron al señor I. a toda clase de pruebas médicas, sin ningún resultado. La causa de su ceguera nunca se ha despejado. Los autores resumen su estudio con estas palabras: "Los pacientes como el señor I. nos demuestran que el color no es algo dado, sino que se percibe en virtud de unos procesos mentales extraordinariamente complejos y específicos". Por otro lado, aunque los procesos fisiológicos se mantengan operativos, la visión del color "es algo infinitamente más complejo; se eleva a niveles cada ves más altos, mezclada inextricablemente con todos nuestros recuerdos, imágenes, deseos y expectativas visuales, hasta convertirse en parte integral de nosotros mismos, de nuestra vida vital".
El "mundo vital" de Homero en las costas de Troya era muy diferente al nuestro. Sus recuerdos, asociaciones, deseos y expectativas no se parecían en nada a los que nosotros llevamos al campo de batalla. El órgano mental de la visión utilizado por el bardo ciego era un producto de su cultura, pero además difería en muchos aspectos de la mentalidad con la que vemos en el presente. Tenemos que dejar de concebirnos como seres equipados con ojos semejantes a videocámaras y con cerebros similares a ordenadores que producen el equivalente de la consciencia. Las flores de la percepción se desarrollan a partir de una unión mucho más rica y autorreflexiva entre la luz de la mente y la luz de la naturaleza.
Arthur Zajonc
Capturar la luz

 
