13.9.25

Máscara de Agamenón, 1550 a. C. Museo Arqueológico Nacional de Atenas





La máscara de Agamenón


Resplandece en el Museo Nacional de Atenas extraña, casi intrusa, la llamada máscara de Agamenón, encontrada en Micenas en el círculo de las que, según la ciencia arqueológica, datan del siglo XVI antes de nuestra era. El tiempo, los tiempos, pues, en que en Egipto se practicaba el arte convertir en figura invulnerable el cuerpo dejado por la vida. Ellos, los griegos de Micenas, se contentaron con enterrar a sus príncipes solamente revestidos de una máscara de oro, remitiendo a esa forma única, en el metal solar, la voluntad de lo imperecedero. una máscara fúnebre, una forma pura apta para ser vista en una sola mirada, una visión. Y así la máscara nos comunica ante todo, envolviendo la imagen que ofrece, esta remisión a la unidad, a una unidad en la que el ser vivo se identifica con su forma mortal, como si ella mostrara al final la verdad total de la vida de ese alguien, al que no queda más remedio para nosotros que llamar ser. Un ser humano completo en su unidad acabada, en el instante único en que la muerte ha inmovilizado el juego de los rasgos vivos, el juego de la vida en la invulnerabilidad de la muerte. Es un espejo, una imagen directa, no una protección -o no una protección ante todo. Un espejo de la verdad.

La momia egipcia encerrada en triple sarcófago con sus escrituras sacras, rodeadas de sus objetos familiares, depositadas -las faraónicas- en cámara sellada, verdadero templo, dicen por lo pronto del silencio, de la separación total, respecto al mundo de los vivos. Se disponen estas momias de reyes y de iniciados a emprender, o están emprendidos ya, el viaje definitivo, el viaje de vuelta según su filiación. La máscara de oro micénica no habla de viaje alguno, sino de un ser que reposa ya enteramente visible, apto como nunca en vida para ser visto, cuando ya nadie lo verá. Mas era objetivamente visible, como una ofrenda a la luz o como un cuerpo formado por ella en la materia que por sí misma la lleva impresa. Y por su figura redonda, la barba en collar acorta el mentón, redondea el rostro entero subiendo hasta los oídos, que quedan así en el mismo plano que el rostro y la cabeza toda. Una figura redonda depositada en una de las tumbas en ronda. Cada una de estas máscaras doradas puede ser imagen del sol, y el círculo formado por todas ellas, un sol en la tierra. Más también una ronda, una danza en torno al sol fijada para siempre. Una danza de soles, o simplemente un solo sol en movimiento.

No eran las máscaras los únicos objetos de oro, numerosos objetos, joyas de este preciado metal, vajillas, espadas de hoja incrustada de oro, entre otros de plata y de bronce, los encontrados por Schliemann. No eran tiempos en que los muertos, y en grado eminente si eran príncipes, descendieran bajo tierra solos, privados de los objetos que fueron suyos, que según parece habría significado una desposesión. Lo suyo seguía siéndolo. Pertenecía no solamente a su vida, sino a su ser. Fácilmente podría ser sentido hoy como marca, signo, de un sentido absoluto de la propiedad. Mas un sentido que sobrepasa nuestra idea de propiedad se desprende de todo ello -en Egipto, Creta, Micenas-; de que esos objetos fuesen como atributos del sujeto, si en términos de nuestra gramática queremos pensar; de que fuesen suyos en el sentido de ser, de serlo inseparablemente. El concepto de función no se había desprendido del ser que la ejercía. El ser lo absorbía todo. Y así toda la vida discurría apresada por el ser.


El hombre era esto o aquello. Los filólogos y lingüistas son los llamados a escrutar en el lenguaje -cuando está descifrado o, mejor todavía, cuando se está descifrando. Mas en la máscara reside la significación plena del ser, de ese hombre cuya última expresión, simplificada pero no abstracta, se ofrece al reino de la visibilidad. Un sol y una luz -y no es el caso único- depositados en la tierra, homenaje también a ella, a esta diosa primera como si ella tuviera que encerrar en su seno lo más precioso, la máscara de oro, acabada forma, conjunción de vida, muerte y luz.

Dos siglos después se construye la tumba monumental de Atreo con análoga y explicable ligereza en atribuir al más ilustre, a los más ilustres de esa civilización, el hallazgo maravilloso. ¿Cabe pensar que no elevaran construcción alguna los que dispusieron las tumbas en círculo, sin más señal externa que la estela, por falta de técnica apropiada, por haber estado esperando a poder realizar las construcciones ciclópeas como si ninguna otra forma de elevación fuese posible? Por el contrario, en el curso de un largo camino como el recorrido por la cultura griega, la ausencia de especiales construcciones para albergar a los muertos se hace notar. Su vocación arquitectónica se vertió en los templos y en las casas modestas que habitaban. No elevaron pirámides ni obeliscos. En los tiempos clásicos y preclásicos de la ciudad por antonomasia, Atenas, todo tendía a ser templo; solamente las Stoas abrían sus alas a los ciudadanos. Sin sus dioses apenas hubieran construido. Ni los muertos ni tampoco el pasado a conmemorar despertaron su arte arquitectónico, lleno de sabiduría, de mesurado entusiasmo. Y no puede ser debida tal constancia más que a una concepción de la muerte que les fue propia desde el principio, aunque este principio estuviera tan lejos de las formas sociales y de las formas de "construcción" por la palabra, la poesía, la historia, la filosofía, no nacidas ni, que sepamos, anunciadas. por lo mismo, ese tesoro de tumbas de Micenas parece mostrar una señal reveladora de la continuidad de la cultura griega, y también de su discontinuidad, en la forma de tratar a los muertos y a la muerte. Mientras que da a conocer también algo que no se repitió, esas máscaras de oro, esa máscara que en el museo de Atenas reluce extrañamente como un escudo de la luz en su frontera; una ofrenda y no más allá. Un límite.

Un límite como lo son los espejos que producen, más aún en lugar escondido o confinado, el espejismo de la ilimitación. Y en realidad conceden a la visión algo, sí, precioso, un medio distinto de visibilidad y, sobre todo, un medio apto como ninguno a la reflexión. Y una constatación. Las figuras en el espejo aligeradas, sin peso, imágenes, se aparecen como dotadas de identidad. Y si el espejo es metálico, si es del metal que parece contener luz propia -mientras que la plata parece estarla recibiendo como de una fuente, luna y agua un tanto temblorosa-, si es en el oro, la figura tiene carácter de aparición impar, sagrada. Impronta y sello perdurable de una luz que rebasa la luz solar; cambiante al fin, dada a ocultarse, a nublarse en cualquier momento, sujeta a la alteración, en fin, no invulnerable. L a luz que irradia el oro es una dura, inexorable luz, inalterable, perdurable.

Una presencia de la luz a salvo de su variación, una luz que no se enciende ni se apaga, una luz que es y por lo tanto o está en la muerte, en la inexorabilidad de la muerte, o más allá de ella. Y si es más allá, habla de una vida del ser que en esa luz se aparece, y lo guarda, lo cela. Es más, es de aquí, más se deja ver todavía. Tan usado el oro deja de ser atributo, aunque con esta intención haya sido trabajado, y aparece como sujeto, substancia impar. No sirve, reina. Difícilmente, por bien cincelado que esté, se funde con la forma que le han dado. Mas en esta máscara de Agamenón, la forma y la materia se funden, se hacen una. Es la forma de un ser que la ha hallado, de una materia que desaparece en la forma por esa misteriosa adecuación. Es la perfección misma y por eso también resplandece sola. Sola y privada de algún oculto movimiento, de un inimaginable movimiento que le fuera propio, del que se le ha arrancado. Por lo pronto fue extraída de aquel círculo del que formaba parte, un círculo de unidades. Y ello, ya se sabe, sugiere una danza y un corro. inimaginable en este caso porque la máscara no puede sugerir en modo alguno un movimiento de traslación, como el de los astros en su órbita. La imaginación no puede proseguir en busca de la idea de este girar, ni el pensamiento especular; mas de la memoria viene la poesía de Dante al término de un viaje de "traslación" a través del infierno, el purgatorio y el paraíso: igualmente mossa /lámor che muove il sol e l´altre estelle". Un viaje iniciático sin duda que sólo el poeta puede relatar, cuyo término, pasados los cielos planetarios, fija su ser en el movimiento de la rueda del universo, movida por lo divino enteramente.

Para la etnología, la máscara de oro resulta más preciosa que la posesión de un cráneo completo. un rostro tal como fue de vivo, con su tocado, con su firme expresión no esquematizada, sino fijada. Y más aún, este singular rostro humano habría de interesar a los antropólogos e historiadores. En fin, parece ser algo precioso para las ahora llamadas ciencias humanas. ¿Qué reyes eran ésos, cuál su modo de entender y vivir la realeza? Mas atravesando las fronteras de las ciencias y más allá de toda pretensión científica, saltan a veces inesperadamente ciertas evidencias, a las que no es fácil renunciar, ni hay tampoco razón para ello. El ser que la máscara de oro nos ofrece es el mismo que el que vemos en una fotografía de un jefe indio de la cultura Hopi, en estado viviente. Aventurarse a pensar acerca de la raza de cada uno de esos dos rostros del mismo hombre, vivo uno, imagen en el espejo de la muerte otro, sería obnubilar esta evidencia. recurrir a la creencia en la transmigración de las almas no nos traería ninguna claridad. ¿Por qué habría ido a reencarnar allí, en esa incontaminada tribu Hop, el alma impresa en la máscara de Agamenón; allí y no en otra raza o individuo de mayor parentesco histórico? La cuestión queda intacta con este fácil recurso a una identidad individual que transmigra en diferentes cuerpos que va moldeando. Se trata de un ser que vive ahora y que parece vivido ya en una época alejada de la historia. Es de ello de lo que se trata ente todo y no de cómo ha sucedido así.

Más bien podría pensarse en una radical analogía de la cultura Hopi y de la micénica de ese período que nos ha dejado la máscara real. Una analogía radical, que es tanto como decir que se trate de una misma cultura habida en lugares separados por el tiempo y el espacio, sin necesidad alguna de que se haya dado en ningún momento una colonización ni transmigración cultural. sugiere -y no es él el único suceso- la existencia de una especie de zonas culturales donde el ser humano ha entendido y vivido idénticas nociones acerca del teimpo, del espacio, de sí mismo y del universo. De un mismo modo de concebir, en suma, su propio ser -de concebir y no de entender simplemente, de conocerse, dándose a la vida. Y usando la fortunada expresión del olvidado Max Scheler, de que "su puesto en el cosmos" haya sido el mismo. Por lo pronto se echa de ver -por lo que se sabe de la cultura de los indios Hopi- el que "el puesto del hombre en el cosmos" sea efectivamente vivido, mantenido con una tal fijeza que suscite en el ánimo el sentir y la imagen de un modo de vivir humano cuanto es imposible, al modo delos astros. Un espejo, pues, la máscara de Agamenón, de uno de los modos en que la condición humana se ejercita.


María Zambrano

El hombre y lo divino