LOS GRAJOS
LEVANTO la cabeza sin haber oído
nada, y están ahí; empiezan a graznar
cuando miro –un peso del aire
incluso a este lado de la ventana.
Sus maniobras toman la confusión
por mecanismo de orden: revoloteos
aislados, salidas falsas en grupo, alas
suspendidas, pináculos; varias veces
la bandada se junta en vuelo y solo uno
o dos individuos resisten, esperan,
retornan finalmente los demás. La vista
no sabe distinguir el impulso inútil
del rito cumplido: la retirada
diaria de los grajos, que se reúnen
en las piedras góticas antes de alejarse
hacia la ribera. La música
de la retirada: gritos agudos dispersos,
última salva coral. Después,
apenas queda luz.
ES difícil ver el retablo
como ahora, a causa de la clausura
–con este brillo en sus formas italianas
guardado, este regreso de la vida
mientras queda luz. Luego
la voz se siente en el estómago
como un golpe; un niño llega
a la primera fila sin hacer ruido,
solista en lengua extraña
de un rito incomprensible.
Nadie conocerá su nombre cuando se marche,
le cambiará la voz, odiará
este tiempo en las iglesias
–pero le mereció la pena vivir
por esa tarde, por esta rasgadura
del aire.
NO parecería el mismo este Eliot
de una pintura de Motherwell y el otro
de algunos españoles que miden
versos y comparan su música. Hoy
Leopoldo María Panero hablaba
de la distancia entre La tierra baldía
y la célebre foto del año veintisiete,
también Cernuda lo dijo. Los transparentes
trazos grises en la masa ocre
que en algunos ángulos se fingía dorada
e iba tomando volumen
y curvas, componían hombres huecos
expulsados de una emoción
que los rodea y oprime, no sabe
quiénes sean.
POLÍPTICO DE SAN VICENTE
MIRABA a la izquierda
la mínima burbuja del suero,
su imprecisa cadencia, movía
un poco la mano como si lo notara
entrar. A la derecha,
la benéfica arboleda luminosa,
la línea superior de las colinas
oscuras. La rigidez y el frío
de las piernas no importaban,
solo dejar tranquilo al tiempo,
el alimento de la compañía.
Esa forma de ponerlo todo
entre paréntesis, y a la vez
la voracidad de los detalles, la obsesiva
observación, el tacto.
EN las mañanas de poca luz
la rama, sin contraste, queda
como sombra, ahí abajo,
obligando a levantar los ojos,
buscar en alguna parte negada
la nitidez del color.
AHORA es el intenso azul
de invierno, las figuras de los árboles
impresas sobre el ladrillo,
el reposo de las tejas. Pero siempre
distancia y cercanía coinciden, monte
exterior y diminuta plaza. Los ciclos
del silencio. El de primera mañana,
que sorprende aún cuando encuentras
cada vez la calle; el del manto
solo de la tarde, que deshabita
y adhiere escamas en la piel
interna de los pies. El sentir ambiguo
de las piedras. O cuando andar
por el lomo de los cantos comparte
la emoción de mirar. Lo que consiste
y no es mentira.
EL AIRE
EN la zona más arenosa
del camino, aún estaban
tus huellas, esa suela de pequeñas
pinceladas, corral de animalillos
benéficos. Y el árbol
de ramas amarillas, acolchado
de líquenes. Jugaba a oír tu voz,
hablaba contigo de las hojas de almendro
sobre el hueco del tronco
quemado. Y vi volar
allí donde nombraste la estepa
dos golondrinas.
ESTA vez he vuelto solo
por las flores de Nolde
–orquídea, flor de verano–,
la insólita vida de los colores sombríos;
la desgrané, me la fui describiendo
sin palabras. Luego muy de cerca
reconocí el movimiento leve
de la acuarela en el agua, del color
deslizándose por el agua, parándose
de golpe. La energía,
el pulso del azar.
Miguel Casado
Tienda de fieltro, 2004

