27.6.25

Museo de la Acrópolis, Atenas





ESTATUAS


Hugo von Hofmannsthal subía hacia la Acrópolis, trastornado por un exceso de "nombres, figuras", que "se entrelazaban entre sí sin belleza", como si se disolvieran "en un humo verdusco". Lo asaltaba un interrogante: "Estos griegos, me preguntaba en mi interior, ¿dónde están?" Y "¿los dioses eternos?" Se desvanecían. Eran "fantasmas inciertos, a la fuga". ¿Sus historias? Eran "fábulas milesias, una decoración pintada en las paredes, en la casa de una cortesana".

Hofmannsthal evoca entonces la sombra de Platón y reabre el Filoctetes. No fue suficiente. "Estos dioses, sus sentencias, estos hombres, sus hechos, todo me parecía muy extraño, engañoso, vano." El viajero sigue caminando. Entra en el museo de la Acrópolis. En la tercera sala, formando un semicírculo, cinco kórai. "Eran estatuas femeninas, con largas vestimentas (...). En ese instante me sucedió algo: un horror sin nombre (...). La sala era cuadrada... se llenó en un instante de una luz más fuerte que la luz real: los ojos de las estatuas se volvieron, de pronto, hacia mí, y en esos rostros se dibujó una sonrisa del todo indescriptible." No duró mucho, esa luz: probablemente, ni siquiera un instante. Pero incluso después de que Hofmannsthal se hubiera recuperado esa materia seguía frente a él. Tenía, ahora, "algo como líquido". Provenía de un lugar y dejaba ver la voluntad de llegar a otro. Pensó: "¿No se me ha abierto el universo en un parpadeo?"

Lo que le ocurrió a Hofmannsthal ese día de 1908 en el museo de la Acrópolis ilumina las oscilaciones dentro de las cuales se ha percibido la Grecia antigua desde Hölderlin a la actualidad. Esas imágenes tenían el aspecto de "fábulas milesias": atractivas e ilusorias, para verlas era necesario hacerse recibir por una cortesana, Difícil encontrar figuras y cruces más bellos. Pero, a continuación, sobrevenía una sensación de extrañeza. Por otra parte, esas fábulas se mezclaban con "un perfume de fresa y acacia, de trigo maduro, de polvo de la calle y mar abierto". Algo embriagador y tremendamente fugaz. Esa Grecia no ofrecía ninguna garantía de estabilidad. No prometía nada y había desaparecido, dejando detrás de sí una estela de estatuas mutiladas. Sin embargo, de esas estatuas podía venir aún el fulgor que abría los ojos, más de las estatuas que de las palabras. "Algo como líquido", to theîon, lo divino, todavía.


En Hermann Usener hay una mezcla, sin precedentes en su audacia, del "hundimiento fisiológico en lo material", que no se detiene ante el detalle, aunque sea mínimo, y la repentina visión de su conjunto, desvinculada de todo dato tangible. En sus Götternamen se abren pasajes y claros de afirmaciones generales de vastas consecuencias, que no se preocupan de justificarse o argumentarse sino que se parecen bastante a ciertas estatuas arcaicas recién desenterradas: "Solo mediante los fenómenos y relaciones cerrados, limitados, el sentimiento de infinito entra en la consciencia. En el origen no es nunca el infinito en sí aquello hacia lo que se alzan el sentimiento ni el pensamiento. No el infinito sino algo infinito, divino, se presenta al hombre y es concebido en el espíritu, acuñado en el lenguaje. Así nace una serie ilimitada de conceptos divinos, que en un primer momento tienen valor autónomo. Cada uno de estos conceptos, en la medida en que designa una fuerza divina, está provisto de la cualidad de la infinitud. Esta cualidad se extiende solo en la profundidad, no en anchura; se refiere solo al punto, la línea, que son cubiertos por el concepto. Para nuestro pensamiento, habituado a una divinidad unitaria, estas figuras de los dioses se pueden entender solo como formas individuales, fenoménicas, o bien como irradiaciones de la divinidad (...).

(...) El fenómeno singular es divinizado en su plena inmediatez (...) esa cosa singular, que ves frente a tí, esa cosa misma y nada más que eso es el dios." La últimas palabras parecen dirigirse a Hofmannsthal en el momento en que entrará, pocos años más tarde, en el semicírculo de las kórai.


Los dioses momentáneos de Usener fueron incorporados a los estudios de la antigüedad clásica porque venían protegidos por el escudo filológico riguroso; sin embargo, tenían su antecedente en un libro para el cual se había decretado la muerte científica: la Symbolik und Mythologie der alten Völker de Friedrich Creuzer. Exactamente eso iba a sucederle un día a Nietzsche con El nacimiento de la tragedia. Desde el centro incandescente del romanticismo había surgido la concepción que se iba a transmitir a Usener y, desde él, a su discípulo Aby Warburg. Para Creuzer bastaba con el símbolo mismo para acercarse a los dioses, siempre y cuando "lo momentáneo, la totalidad, lo insondable de su origen, la necesidad". Porque entonces, y solo entonces, el símbolo "designa la aparición de lo divino y la transfiguración de la imagen terrestre".


(...) De las kórai conocemos en ocasiones el nombre del artesano o del que la encarga o de la diosa a la que se le dedica. No el nombre de la kóre misma, con muy raras excepciones, como en el grupo de Geneleos, en que la kóre es una muchacha de la familia que la ofrenda. Este anonimato de las imágenes es la señal de un atravesamiento del umbral, de la entrada en un lugar en el que el simulacro, en su mudez, es autosuficiente.


(...)

La kóre es un ser momentáneo fijado en la piedra. Precede a su nombre y función, que se puede agregar -una perdiz o un fruto en la mano, una inscripción sobre un pliegue del peplo- sin cambiar nada esencial. Muchas de las kórai de la Acrópolis estaban dedicadas por hombres. No son la diosa sino el dedicante. Muchos historiadores, desconcertados, las definen como doncellas el servicio de la diosa. ¿De dónde viene esa certeza? Solo una cosa sabemos: son su aparición, reposan en una forma aparecida una sola vez.

(...) Esta incertidumbre, esta superposición, esta irreductible afinidad entre dedicante y dedicatario son el fundamento más seguro y perceptible de esa posible asimilación de lo divino acerca de la cual escribió Plotino. Diez siglos antes que él, alguna figuras de mujeres jóvenes habían mostrado ya lo que sus palabras señalaban.


Cuando lo atenienses subieron a la Acrópolis devastada por los persas decidieron agrandar su área. Para equilibrar el declive enterraron las estatuas que yacían alrededor. No solo las estatuas de mármol sino las estatuillas de bronce y de arcilla, vasijas, monedas, losas de piedra con inscripciones, como si todos esos testimonios del pasado debieran desaparecer. Nadie les puso nombre hasta que en febrero de 1886 una brigada dirigida por el superintendente Kavvadias, excavando el territorio al noroeste del Erecteón, descubrió una fosa en las que estaban enterradas catorce kórai. Los últimos que las vieron intactas fueron los persas. (...)

La guerra entre Persia y Grecia fue también una guerra de religiones. Los persas atribuían "necedad" a quienes creían que los dioses tenían "figura humana". Los griegos eran más dúctiles. Pensaban que los dioses ocasionalmente podían adoptar una figura humana. Pensaban sobre todo, que las estatuas podíans er divinas. El verdadero contraste se concentraba en los agálmata, en los "simulacros". Contrate sutil y metafísico, no fácil de reconocer. Los persas, en efecto, no rechazaban a los dioses extranjeros. Por el contrario, "de todos los hombres, los persas son los que más adoptan las costumbres extranjeras", escribe Heródoto. Así habían acogido a Afrodita, a través de siria y Arabia. Pero no las estatuas.


(...)

Las kórai permanecieron invisibles durante 2.366 años. La mirada no podía ver la mirada, que eran las kórai mismas, las pupilas, único punto sobre el opaco cuerpo humano donde un minúsculo círculo capta un reflejo. El reflejo indica que allí opera la mente. Después de que las kórai que hoy conocemos fueran sepultadas, los atenienses parecieron olvidarlas. no intentaron volver a moldear esas estatuas de expresiones absortas, de vestidos que caen en múltiples pliegues, verticales y ondulados, siempre paralelos, como los bastidores de una escena.


(...) Si Egipto es el primum, los griegos tuvieron el privilegio de ser los primeros entre los bárbaros que se establecieron allí. También a esto se debe la fragancia de todo lo que tomaron de Egipto, desde los Misterios a las kórai. Traspusieron todo a otra lengua, manteniendo, empero, algo -el aura o la sombra- del original. Sobrevivieron algunas estatuillas en las que se pueden reconocer los antecedentes egipcios de las kórai. Desnudas, con un gorro redondo (el pólos). Una en bronce, de formas angulosas, encontrada en Delfos. Otra de marfil, encontrada en la tumba de Dípilon. Una nos mira desde un estante del Museo Arqueológico Nacional de Atenas: grandes ojos fijos, senos, cintura y nalgas claramente pronunciadas, brazos extendidos a lo largo del cuerpo, pies juntos. "    Por lo tanto, aunque vinculadas obviamente con sus prototipos orientales, se advierte que hay algo definitivo griego en esas fisuras", observa Gisela Richter. Eran las primeras palabras de los bárbaros.


Ágalma, "estatua", significa también "simulacro" en general e "imagen mental". "No ceses de esculpir tu estatua (ágalma)": palabras de Plotino. Pero, ¿de qué estatua habla? De una invisible. Una imagen mental que debe acompañarnos en todo momento. Quien ignore la existencia de estas estatuas invisibles difícilmente llegará a comprender la estatuaria griega y lo que la distingue de cualquier otra.


(...)

Las primeras estatuas fueron los muertos. Este era el sobreentendido. Los egipcios, extremadamente literales, fueron los primeros en comprenderlo y aplicarlo. Los muertos se pueden vestir, ungir, maquillar, eviscerar. Permanecen inmóviles. Por eso "palabras como "cadáver" (despojos, momia, cuerpo) e "imagen" (estatua, imagen, forma, etc.) en egipcio tienen el mismo determinante". Plasmar estatuas implica tratar con los muertos. En Egipto esto fue evidente desde el principio e invadió todas las disciplinas artísticas. Quisieron que en esos seres inmóviles latiera una viveza ulterior respecto de la vida común.


(...)

También el cielo es un ágalma, según Plotino: "Un gran simulacro, bello y animado y producido por el arte de Hefesto." El cielo es, entonces, una obra de arte sutilmente adornada: "Los astros centellean sobre su rostro, otros sobre el pecho, otros donde convenía que estuvieran puestos." Así, incluso su expansión inconmensurable, ágalma no deja de ser una estatua. Esto permite, a la vez, mirar una estatua como si abarcase en sí al cielo.


(...)

Ágalma es la palabra indispensable, como medio para lo invisible.


(...)

Lo clásico se diferencia de lo arcaico (de cualquier cosa arcaica) mediante una reducción del número de elementos: menos animales, menos atributos, menos colores, menos motivos, menos dioses, menos palabras. Menos carácter físico. De cualquier asunto se escogen pocos rasgos -los cuales deben cargarse de la potencia de lo que ha sido excluido y en un primer periodo adhiere a los perfiles como una aureola invisible. Esto es lo que vuelve irreductiblemente diferente la escultura de la época de Fidias y del Maestro de Olimpia de toda la precedente y toda la posterior.


(...)

Casiodoro cuenta que, cuando Roma fue devastada por los visigodos de Alarico, en la ciudad hacían guardia más estatuas que habitantes.



Roberto Calasso

El Cazador Celeste





26.6.25

 

El laberinto del Minotauro
Cnossos, 330-270 a.C.

Museo Arqueológico Nacional de España, Madrid





Me imagino que si el espíritu llegara a un determinado grado de inmovilidad, las cosas exteriores empezarían a moverse.


Yorgos Seferis

Kazuo Ohno, Butoh




O actor acende a boca. Depois os cabelos.
Finge as suas caras nas poças interiores.
O actor pôe e tira a cabeça
de búfalo.
De veado.
De rinoceronte.
Põe flores nos cornos.
Ninguém ama tão desalmadamente
como o actor.
O actor acende os pés e as mãos.
Fala devagar.
Parece que se difunde aos bocados.
Bocado estrela.
Bocado janela para fora.
Outro bocado gruta para dentro.
O actor toma as coisas para deitar fogo
ao pequeno talento humano.
O actor estala como sal queimado.

O que rutila, o que arde destacadamente
na noite, é o actor, com
uma voz pura monotonamente batida
pela solidão universal.
O espantoso actor que tira e coloca
e retira
o adjectivo da coisa, a subtileza
da forma,
e precipita a verdade.
De um lado extrai a maçã com sua
divagação de maçã.
Fabrica peixes mergulhados na própria
labareda de peixes.
Porque o actor está como a maçã.
O actor é um peixe.

Sorri assim o actor contra a face de Deus.
Ornamenta Deus com simplicidades silvestres.
O actor que subtrai Deus de Deus, e
dá velocidade aos lugares aéreos.
Porque o actor é uma astronave que atravessa
a distância de Deus.
Embrulha. Desvela.
O actor diz uma palavra inaudível.
Reduz a humidade e o calor da terra
à confusão dessa palavra.
Recita o livro. Amplifica o livro.
O actor acende o livro.
Levita pelos campos como a dura água do dia.
O actor é tremendo.
Ninguém ama tão rebarbativamente como o actor.
Como a unidade do actor.

O actor é um advérbio que ramificou
de um substantivo.
E o substantivo retorna e gira,
e o actor é um adjectivo.
É um nome que provém ultimamente
do Nome.
Nome que se murmura em si, e agita,
e enlouquece.
O actor é o grande Nome cheio de holofotes.
O nome que cega.
Que sangra.
Que é o sangue.
Assim o actor levanta o corpo,
enche o corpo com melodia.
Corpo que treme de melodia.
Ninguém ama tão corporalmente como o actor.
Como o corpo do actor.

Porque o talento é transformação.
O actor transforma a própria acção
da transformação.
Solidifica-se. Gaseifica-se. Complica-se.
O actor cresce no seu acto.
Faz crescer o acto.
O actor actifica-se.
É enorme o actor com sua ossada de base,
com suas tantas janelas,
as ruas -
o actor com a emotiva publicidade.
Ninguém ama tão publicamente como o actor.
Como o secreto actor.

Em estado de graça. Em compacto
estado de pureza.
O actor ama em acção de estrela.
Acção de mímica.
O actor é um tenebroso recolhimento
de onde brota a pantomina.
O actor vê aparecer a manhã sobre a cama.
Vê a cobra entre as pernas.
O actor vê fulminantemente
como é puro.
Ninguém ama o teatro essencial como o actor.
Como a essência do amor do actor.
O teatro geral.

O actor em estado geral de graça.

Herberto Hélder



El actor


El actor enciende la boca.
Luego el cabello.
Finge sus rostros en los charcos interiores.
El actor pone y quita la cabeza
de búfalo.
De ciervo.
De rinoceronte.
Pone flores en los cuernos.
Nadie ama tan desalmadamente
como el actor.
El actor enciende los pies y las manos.
Habla despacio.
Parece que se deshace a pedazos.
Pedazo estrella.
Pedazo ventana hacia afuera.
Otro pedazo cueva hacia adentro.
El actor toma las cosas para prender fuego
al pequeño talento humano.
El actor estalla como sal quemada.


Lo que brilla, lo que arde destacadamente
en la noche, es el actor, con
una voz pura monotonamente golpeada
por la soledad universal.
El espantoso actor que quita y coloca
y retira
el adjetivo de la cosa, la sutileza
de la forma,
y precipita la verdad.
De un lado extrae la manzana con su
divagación de manzana.
Fabrica peces sumergidos en la propia
llamarada de peces.
Porque el actor está como la manzana.
El actor es un pez.


Así sonríe el actor contra el rostro de Dios.
Ornamenta a Dios con sencilleces silvestres.
El actor que sustrae a Dios de Dios, y
da velocidad a los lugares aéreos.
Porque el actor es una astronave que atraviesa
la distancia de Dios.
Envuelve. Desvela.
El actor dice una palabra inaudible.
Reduce la humedad y el calor de la tierra
a la confusión de esa palabra.
Recita el libro. Amplifica el libro.
El actor enciende el libro.
Levita por los campos como el agua dura del día.
El actor es tremendo.
Nadie ama tan agresivamente como el actor.
Como la unidad del actor.


El actor es un adverbio que ha ramificado
de un sustantivo.
Y el sustantivo retorna y gira,
y el actor es un adjetivo.
Es un nombre que proviene últimamente
del Nombre.
Nombre que se murmura en sí, y agita,
y enloquece.
El actor es el gran Nombre lleno de focos.
El nombre que ciega.
Que sangra.
Que es la sangre.
Así el actor levanta el cuerpo,
llena el cuerpo de melodía.
Cuerpo que tiembla de melodía.
Nadie ama tan corporalmente como el actor.
Como el cuerpo del actor.


Porque el talento es transformación.
El actor transforma la propia acción
de la transformación.
Se solidifica. Se gaseifica. Se complica.
El actor crece en su acto.
Hace crecer el acto.
El actor se actifica.
Es enorme el actor con su osamenta de base,
con sus tantas ventanas,
las calles –
el actor con la emotiva publicidad.
Nadie ama tan públicamente como el actor.
Como el secreto actor.


En estado de gracia. En compacto
estado de pureza.
El actor ama en acción de estrella.
Acción de mímica.
El actor es un tenebroso recogimiento
de donde brota la pantomima.
El actor ve aparecer la mañana sobre la cama.
Ve la serpiente entre las piernas.
El actor ve fulminantemente
lo puro que es.
Nadie ama el teatro esencial como el actor.
Como la esencia del amor del actor.
El teatro general.


El actor en estado general de gracia.


Herberto Hélder 

14.6.25

Procesión en la plaza de San Marcos, 1496. Gentile Bellini




El problema del historiador es siempre el de entender con la mayor certeza cuál es realmente la mentalidad de una época. Desde el momento en que utilizamos palabras arquitectura, hombre, libertad, estado, nación, mujer creemos que estas mismas palabras utilizadas en el Trecento, en el Quattrocento, en el Cinquecento, tendrían el mismo significado, cosa que no es para nada verdad. Siempre me ha impresionado... un hecho singular. En el Renacimiento el concepto de espacio no existía, como tampoco existía la palabra misma. Encuentre la palabra "espacio" en algún tratado o incluso, en cualquier documento del Renacimiento. Y ¿cómo llaman entonces a eso que nosotros llamamos "espacio"? En general utilizan la palabra latina "vacuo". Lo que quiere decir es que lo que nosotros vemos como un lleno: el espacio es algo que ellos veían como un vacío, como algo inexistente. Al no existir el concepto de espacio, debido sobre todo a la influencia de la filosofía aristotélica, se entendía el espacio como un conjunto casual de lugares en torno a los objetos. Esto era el espacio, una suma de lugares en torno a los objetos. Esto significa que el espacio no puede expresarse mediante coordenadas matemáticas. Tanto es así que hasta Galileo era imposible pensar en un espacio homogéneo. Pero si no existe un espacio homogéneo resulta difícil también pensar en una relación entre los objetos. Hoy hablamos del "espacio de la Piazza San Marcos". Pero, ¿los hombres del Renacimiento veían la Piazza San Marcos como un espacio?... No. El hombre del Renacimiento veía la Piazza San Marcos más o menos como estas botellas y estos vasos sobre la mesa, como una colección de objetos sin relación entre ellos.


Manfredo Tafuri y la inexistencia del espacio en el Renacimiento. (ETSAB, 1983).

Mapas de Navegación, Indonesia

Historisk Museum, Oslo




Escribir no tiene nada que ver con el sentido. Tiene que ver con la topografía y la cartografía, incluida la cartografía de los países que están por venir.


Writing has nothing to do with meaning. It has to do with landsurveying and cartography, including the mapping of countries yet to come.


Gilles Deleuze




Ante la imagen: ante el tiempo


Siempre, ante la imagen, estamos ante el tiempo. Como el pobre ignorante del relato de Kafka, estamos ante la imagen como Ante la ley: como ante el marco de una puerta abierta. Ella no nos oculta nada, bastaría con entrar, su luz casi nos ciega, nos controla. Su misma aoertura -y no menciono al guardia- nos detiene: mirarla es desearla, es esperar, es estar ante el tiempo. Pero ¿qué clase de tiempo? ¿De qué plasticidades y de qué fracturas, de qué ritmos y de qué golpes de tiempo puede tratarse en esta apertura de la imagen?

Dirijamos un instante nuestra mirada hacia ese muro de pintura renacentista. Es un fresco del convento de San Marco, en Florencia. Verosímilmente fue pintado en los años 1440 por un hermano dominico que vivía allí y al que más tarde se conoció como Beato Angélico. Se encuentra a la altura de la mirada, en el corredor oriental de la clausura. Justo más arriba está pintada una Santa Conversación. Todo el resto de la galería está igual que las celdas, pintado a la cal. En esta doble diferencia -con la escena figurada arriba, con el fondo blanco circundante-, el muro de fresco rojo, acribillado por manchas erráticas, produce una deflagración: un fuego de artificio coloreado que lleva incluso la huella de su aparición originaria (el pigmento que fue arrojado a distancia, como lluvia, en fracción de instantes) y que, desde entonces, se perpetuó como una constelación de estrellas fijas.

Ante esta imagen, de golpe nuestro presente puede verse atrapado y, de una sola vez, expuesto a la experiencia de la mirada. Aunque desde esta singular experiencia han transcurrido -en lo que a mí concierne- más de quince años, mi "presente reminiscente" no ha terminado, me parece, de sacar todas las lecciones. Ante una imagen -tan antigua como sea-, el presente no cesa jamás de reconfigurarse por poco que el desasimiento de la mirada no haya cedido del todo el lugar a la costumbre infatuada del "especialista". Ante una imagen -tan reciente, tan contemporánea como sea-, el pasado no cesa nunca de reconfigurarse, dado que esta imagen sólo deviene pensable en una construcción de la memoria, cuando no de la obsesión. En fin, ante una imagen, tenemos humildemente que reconocer lo siguiente: que probablemente ella nos sobrevivirá, que ante ella somos el elemento frágil, el elemento de paso, y que ante nosotros ella es el elemento del futuro, el elemento de la duración. La imagen a menudo tiene más de memoria y más de porvenir que el ser que la mira.


Georges Didi-Huberman

Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes

2.6.25

Cemitério dos Prazeres, Lisboa




Al final de su libro sobre la mística judía, Scholem cuenta la siguiente historia, que le fue transmitida por Yosef Agnón:


Cuando el Baal Shem, el fundador del jasidismo, deba resolver una tarea difcil, iba a un determinado punto en el bosque, encendía un fuego, pronunciaba las oraciones y aquello que quería se realizaba. Cuando, una generación después, el Maguid de Mezritch se encontró frente al mismo problema, se dirigió a ese mismo punto en el bosque y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, pero podemos pronunciar las oraciones», y todo ocurrió según sus deseos. Una generación después, Rabi Moshe Leib de Sasov se encontró en la misma situación, fue al bosque y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no sabemos pronunciar las oraciones, pero conocemos el lugar en el bosque, y eso debe ser suficiente». Y, en efecto, fue suficiente. Pero cuando, transcurrida otra generación, Rabi Israel de Rischin tuvo que enfrentarse a la misma tarea, permaneció en su castillo, sentado en su trono dorado, y dijo: «No sabemos ya encender el fuego, no somos capaces de recitar las oraciones y no conocemos siquiera el lugar en el bosque: pero de todo esto podemos contar la historia». Y, una vez más, con eso fue suficiente.


Es posible leer esta anécdota como una alegoría de la literatura. La humanidad, en el curso de su historia, se aleja siempre más de las fuentes del misterio y pierde poco a poco el recuerdo de aquello que la tradición le había enseñado sobre el fuego sobre el lugar y la fórmula, pero de todo eso los hombres pueden aún contar la historia. Lo que queda del misterio es la literatura y «eso», comenta con una sonrisa el rabino, «puede ser suficiente». El sentido de este «puede ser suficiente» no es, sin embargo, tan fácil de aprehender, y quizá el destino de la literatura depende precisamente de cómo se lo entiende. Porque si se lo entiende simplemente en el sentido de que la pérdida del fuego, del lugar y de la fórmula sea, en cierta forma, un progreso, y que el fruto de este progreso -la secularización- sea la liberación del relato de sus fuentes míticas y la constitución de la literatura -vuelta autónoma y adulta- en una esfera separada, la cultura, entonces ese «puede ser suficiente» resulta verdaderamente enigmático. Puede ser suficiente, pero ¿para qué? ¿Es creíble que pueda satisfacernos un relato que no tiene ya ninguna relación con el fuego?

Al decir «de todo esto podemos contar la historia», el rabino, por otra parte, había afirmado exactamente lo contrario. «Todo esto» significa pérdida y olvido, y lo que el relato cuenta es precisamente la historia de la pérdida del fuego, del lugar y de la oración. Todo relato -toda la literatura- es, en este sentido, memoria de la pérdida del fuego. 


Giorgio Agamben

El fuego y el relato

2.5.25

Fotografías: Silvia Vacca





Te desmentí de cabo

a rabo devolviéndote

a tus primeros actos,


te escudriñé profundo

hasta escuchar la historia

amarga de tu cuerpo,


pues solo el amor sabe

cómo llegar tan hondo

sin molestar la sangre.


Esa noche la lava

mudó el paisaje en piedra.

Tú y yo fuimos lo único

que se murió de veras.







DIME tú si no es cierto
que el techo de esta casa
es todo de verdad.

que es la verdad más plena
de todo lo construido,
el muro en más reposo,

la redención de tantos
errores y desvíos,
la mano que disculpa,
el anhelado fin
de las hostilidades,
la prueba que buscábamos
desde el primer ladrillo.







Bien. ya tenemos muro;
hay que mirarlo, ahora,
imaginar la casa;

es el mejor momento
de una edificación:
todo es limpio y posible,

todo es un don del aire,
todavía no hay nada
que contar, solo sueños,

Quedémonos un poco
en esta prehistoria,
esta tierra de nadie
donde el muro es de todos.



Así eran las murallas
de otra época:
traían de vuelta a cada uno,
a nadie lo dejaban solo
con sus argumentos.


Fabio Morábito
Ventanas encendidas. Antología poética

24.4.25

Fotos de Soren Solkaer





PARVADAS


Hay todavía parvadas;

tal vez para los pájaros

juntarse muchos

es descansar del vuelo,

como sentarse,

como cruzar la pierna.

A veces, aquí

y allá, se forman

largos  corredores

en el cielo tosco;

hechos de un cielo

más benigno,

volar por ellos

es recobrar el vuelo

como es, como

se siente solo el primer día,

cuando se vuela sin objeto,

solo para vivir,

para acabar de ser un pájaro.

Apenas se abre uno

los pájaros acuden

de las cercanías,

se forma la parvada.

Pero tal vez no es cierto

que les gusten;

endurecidos por los años,

tal vez los sientan

como grietas,

como unas fallas

que corren a tapiar.







PARA SENTIRSE VIVO

En la naturaleza
todo está de pie:
los árboles,
los pájaros que están
sobre los árboles,
las hojas que se estiran
para limpiarse de las ramas.
Y cada uno piensa que los otros
son el suelo.
Las hojas creen
que toda rama está acostada
y ciega,
los pájaros
que el árbol ya no crece,
que es una especie de ruina,
y el árbol cree
que no hay más árboles,
no cree más que en sí mismo.
Nadie soporta que el sustrato
en que se apoya
tenga una vida propia,
que no esté muerto,
extinto,
que sea ligero.
Paras sentirse vivo
hay que pisar una desolación,
algo que ya no tiene nada
que decir.






YO VINE al mundo
en la ciudad más prostituida,
más circular,
más envidiada,
todo se deteriora
al acercarse a ella,
todo trabaja en su favor
para dejarla inalcanzable.
A lo mejor se nace siempre así,
a lo mejor todos nacimos en Alejandría.
Jamás he de volver a verla
porque mi edad, mis versos
(¿no son lo mismo?)
se han hecho
de esta lejanía,
no de otra cosa.
Mi verdadero lujo
es este: haber nacido
donde no he de volver jamás,
casi no haber nacido.
Cuando me muera,
si he de morir,
me moriré más lejos que ninguno.




Alejandría paciente,
sensual y un poco púrpura,
privilegiada y blanda
como una vieja sierva

que de tanto ensuciarse
y gastarse por siglos
se ha vuelto extrañamente
pura y casi mística.

(...)








A TIENTAS

Cada libro que escribo
me envejece,
me vuelve un descreído.
Escribo en contra 
de mis pensamientos
y en contra del ruido
de mis hábitos.
Con cada libro
pago un viaje
que no hice.
En cada página que acabo
cumplo con un acuerdo,
me digo adiós
desde lo más recóndito,
pero sin alcanzar a ir muy lejos.
Escribo para no quedar
en medio de mi carne,
para que no me tiente el centro,
para rodear y resistir,
escribo para hacerme a un lado,
pero sin alcanzar a desprenderme.




Cambié mis versos,
los hice menos melodiosos,
quité los puntos,
los materiales de sostén,
las costras adheridas.
(...)
Rompí mis versos,
a fuerza de quitarles costras
(...)
¿Qué versos que calaran hondo
no venían,
de esos que nadie escribe,
que están escritos ya,
que inventan al poeta que los dice?
Porque los versos no se inventan,
los versos vienen y s forman
en el instante justo de quietud
que se consigue,
cuando se está a la escucha
como nunca.



Me habría gustado
probar todas las jaulas
y cada vez salir sonriente,
hacer del escapismo un arte
y al fin huir del arte mismo,
vivir en pos del más pequeño alarde,
siempre llevándome a otra parte
(...)



Lo que viene
de lo más profundo,
nos viene como un soplo
o como un sueño
(...)
busco lo mismo: una lisura que no existe,
una materia fácil como un soplo,
algo que dicho y repetido no se arrugue
y vuelva exactamente a su contorno.



(...)
y solo la curvatura de la tierra,
que no siento,
corrige
este elevarme sin descanso, traduciendo
el ave que hay en mí en un pájaro
que busca, en otro clima, un árbol.



Escribo como quien recoge agua
de los muros








(...)
Miente la piedra, entonces,
las palabras engañan,
la lisura no existe,

es nuestra enfermedad,
en todo hay un abajo,
un atrás de, un fondo,

y hay que esperar el día
que un ligero hundimiento,
un desplome en algún

recodo te sorprenda
y ponga ante tus ojos
la oculta levadura,

el esfuerzo de otros,
el hilo conductor
que todo lo sostiene,

para que tu recuerdes
que hay una historia nómada,
anónima, sin voces,

carente de escritura,
que se desliza oculta
debajo de la otra,

y no hay por qué escribirla,
sino escucharla a fondo
ahí donde se encuentra,

llevarla en nuestra piel
mejor que en nuestra lengua
para no hacerle trampas,

y que ella nos defienda
del olvido, de engaños,
de simplificaciones.



(...)
y yo,
que siempre vi ese vaso
lleno,
inextinguible,
plantado en mí
como un gran árbol,
como una segunda casa
en todas partes,
una certeza, un nudo
que nadie desataría
(un coto inaccesible,
un refugio),
descubro una verdad
que por demás
siempre he sabido:
el que conquista
se descuida siempre
y por la espalda y la memoria
cojean los nómadas
y los advenedizos.
Hay que voltear atrás
tarde o temprano,
soldarse a algún pasado, 
pagar todas las deudas
-de un solo golpe
si es posible.


Fabio Morábito
Ventanas encendidas. Antología poética

20.4.25

Dibujos de Ramón Gómez de la Serna




Gestos del telón


Yo muchas veces voy al teatro por volver a ver el telón.

Hay telones simpáticos, amigos que hacen suponer detrás de ellos todo el arte dramático.

Muchas veces el mal momento del teatro es cuando se levanta el telón. Parece que se achica el espectáculo, que aparece como un fondo próximo lo que con el telón echado tenía un fondo ilimitado en que se escalonaban algunos siglos, y aparecía el enladrillado que va de los ladrillos de tamaño natural a los ladrillos infinitesimales en que el ajedrezado disminuye hasta el paroxismo.

La espera ante el telón corrido está llena de sueños y se escucha la rebullencia de Shakespeare, de Calderón, de Lope de Vega y de Tirso.

Todo el arte dramático está insomne detrás de la cortina de su lecho, que es el telón. Una indiscreción demasiado temprana y se vería a Desdémona en camisa, o, pero que eso, en la actitud de las Venus del Tiziano.

Hay telones de más confianza que cuelgan en teatros familiares y que son como el botín del teatro.

Hay telones de terciopelo, generalmente en teatros en que la mujer domina, que tienen mucho de batas opulentas, y que cuando se suelen abrir por en medio parece que van a mostrar a la protagonista en el tocador.

La tienda de telas para telones es difícil de encontrar. Es un gran almacén que está establecido en un edificio que fue silo antiguamente, y las piezas para telones se muestran por diez dependientes obsequiosos que los desenvuelven todos a la par, como remeros o soldados de la obsequiosidad.

Los telones zurcidos son como banderas del arte que lo embozan en su vejez. Al ver esos corcusidos que no se pueden disimular, se ríe uno de que el hombre crea que no se ven los que él lleva en su capa.

Frente a los telones espesos se presiente el teatro del porvenir y los autores dramáticos ven sus obras futuras, calculando sus novedades, sus efectos, la proporción de cada escena.

Hay un momento en que la luz de la sala se apaga y el telón sólo queda alumbrando en su fimbria, pudiéndose decir que al telón se le ha subido el pavo por el rubor extraordinario que le arrebola como si tuviese arrebol de debutante. En ese minuto antes de su alzamiento ha avanzado muchísimo, está más cerca de todos, nos abruma con su gravitación. El gigante nos tiene a sus pies y casi nos va a pisar.

Los gestos del telón son variadísimos y hay que tratar de ellos después de haber tratado del telón estático y quieto.

Se da en el telón por ejemplo un gesto tempestuoso que tiene mucho de mar picado, de golpe de las olas que no acaban de romper en espuma contra un acantilado sordo. Muchas veces la tempestad del telón es tan recia que se asustan los músicos aunque toquen la música como las orquestas de los barcos que se hunden.

¿De dónde puede brotar ese viento que empuja al telón embarazándole de aire? No se sabe. El escenario no tiene mucho fondo, todas las ventanas están cerradas, los cómicos no estornudan a coro. ¿Qué puede ser?...

Ese viento que abruma al telón es un viento misterioso, que parece venir del trasmundo y penetrar por la trasera de los escenarios, o quizá por las catacumbas kilométricas de los fosos.

Varios naturalistas y geólogos han practicado calicatas en el subsuelo del ventoso teatro, pero no han podido dar con la causa de los soplos. A veces se han achacado al estado gástrico de los actores que comen deprisa y de mala manera y se meten en el teatro inmediatamente dedicándose a los ensayos interminables. Los espiritistas creen que es un fenómeno de Eolo, que es un personaje alegórico en la junta de las categorías que viven en los telares, ha sido achacada también esa corriente misteriosa.

El ojo del telón influye también con los gestos del telón y ve todo el teatro como la Providencia. A veces el ojo parece de una langosta, y es como ojo pulposo que se nos acerca, que busca a los críticos con voracidad y mira los descotes de las señoras como doctor auscultante.

En el gran telón ese ojo pequeño es como el ojo del elefante que resulta pequeñísimo en medio de su gran carótida y bajo las bambalinas de sus grandes orejas.

Ante ese ojo todos nos colocamos mejor la corbata y a veces en los teatros de mala muerte nos ajustamos bien la cartera, pues tiene en ellos cara de ladrón.

A veces se puede apostar de quién es el tal ojo. Si el teatro está muy solitario y el ojo toma aspecto despavorido de caballo espantado, es que es el ojo del empresario. Si el ojo es guiñoso y se ve su malicia es el ojo de la primera dama joven. Si el ojo es vidrioso y enconado, es el ojo del traidor, etc., etc.

El telón corto o porque en el lavado ha encogido o porque es como falda de embarazada muy levantada por delante, tiene un gesto descuidado e indiscreto que muestra todo lo que de pedestre hay en la comedia. Con sólo un momento de cortedad del telón queda comprometida la obra y se ve la tramoya de intrigas, de amores sin acción dramática y de galanteos de las botas ordinarias con los zapatitos de las actrices, descubriéndose zapatones de hebilla y botas con espuelas que después no aparecen en toda la representación y nos dejan muy cavilosos.







Gestos de las nubes

Los gestos de las nubes son fuente constante de inspiración y la idea del algodón en rama se le ocurrió a su inventor viendo pasar las nubes.
Se puede sostener que toda la estatuaria de Rodin ha sido contrastada frente a las nubes y los grandes embozos de sus amantes que se besan, son hijos de las nubes directamente.
Yo he encontrado gestos muy particulares de las nubes y he visto en mi ojeo del cielo, la que es un pañuelo volado en la despedida de los puertos lejanos, la nube que es la perilla del Señor que acaba de afeitarse, la nube que es un cordero perdido, la que es un niño arrojado a la inclusa del cielo y después todas esas nubes de los poetas que son barcas, góndolas, promontorios, guerreros que avanzan a la bayoneta, cuadrigas que temen perder una batalla lejana, belitres sueltos, etc., etc.
El día en que se escardan los colchones del cielo -de ese gran hospital venturoso- es un día en que toman un extraño aspecto y también es día muy sui géneris aquel en que se tiran los apósitos de todas las operaciones de la semana o es día visperal de lavado y todos los sacos blancos de ropa blanca van a los lavaderos lejanos.
En algunos cielos muy límpidos, queda sólo una pompa de jabón angelical, una gasa perdida por un automovilista, una borla de los polvos despachados a gran velocidad para alguna luna coqueta, un rizo perdido de la empolvada cabeza de la Pompadour, el vaho de Dios, las vetas de humo de los cigarrillos orientales de Montecarlo, una voluta de pebetero de un Marajá, etcétera, etcétera.
Las nubes varoniles y gimnásticas, celebran en el ring del cielo grandes sesiones de boxeo en que se dan sendos puñetazos, de alguno de los cuales brota lluvia y rayo, porque ha sido atizado en un ojo o en la nariz. La exaltación del calor de los veranos es lo que las hace más pendencieras y aviva las sesiones de boxeo que las nubes toallas vienen a restañar enjugando los desperfectos, los sudores, la sangre de las nubes macizas y pugilísticas.
La riqueza de las nubes es algo que no se ha sabido explotar y de esperar son esos verdaderos altos hornos en que podrán industrializarse las nubes, aprovechándolas para gaseosas, polveras, esclavinas de marabú, edredones, cementos especiales, sustancias radioacuosas, etc., etc.
Las nubes en conserva también serían de gran resultado, enviando a los Ayuntamientos grandes bidones para usarlos en las grandes sequías.
Por lo menos, bien podía fundarse una sociedad anónima con cinco millones de capital en la que yo sería con gusto el socio industrial, pronto a convertir en realidad los mil sistemas de aprovechamiento de las nubes convertibles en grandes objetos artísticos de exportación como reproducciones de los fantasmas célebres, decoraciones de teatro, ráfagas decorativas, pintorescos jardincillos para balnearios, mantones de abrigo, sábanas que se podrán dar por la cuarta parte de las actuales adquiridas en almacén.
Da pena ver cómo se pierden las nubes en incesante trashumancia, pudiendo ser tejidas unas y otras para alimentar muchas fábricas.
También habría que inventar la Medicina de las nubes y embotellar aguas minerales de distinta cirrosidad y naturaleza, obteniendo aguas sulfurosas, con evaporaciones de los grandes bosques y con emanaciones del desierto.
En lo alto del Guadarrama, donde todas las nubes se desnucan y desflecan, habrá en el futuro unas fábricas prensadoras y esterilizadoras de nubes que filtrarán el cielo de Madrid.
Atraídas por la vorágine de su embudo giratorio, serán trituradas y desmenuzadas fácilmente empleando los rayos que tengan en flechas para la guerra y empaquetando los truenos para emplearlos en las tormentas del teatro.






Los hipocampos o caballos marinos

(...)
Es una preciosa delicadeza del mar la invención del hipocampo, nacido para ser algo así como "el recuerdo de haber sido náufrago", el regalo que llevar a la familia cuando se salga a flor de agua.
 -¿Y no me has traído nada de tu naufragio?
 -Si, aquí te traigo un hipocampo.
El hipocampo parece un animal inverosímil, un objeto de bazar confeccionado por el ocio submarino.
Arrastra un misterio inconcebible, como si una maldición de los cielos le hubiera hecho caer tan bajo y tan en lo profundo.
Las aguas en que vive y corretea son como pampas en que galopa salvaje, libre y perspicaz.
Quita al mar lo que tiene de imponente y son para los investigadores el punto risueño en su clasificación de monstruosidades.
Serenos, sin desbocarse nunca, los hipocampos hacen su recorrido por los caminos del agua y son como la miniatura de los caballos wagnerianos, como la proyección cinematográfica de la gran parada del mar, que está más orgulloso de ellos que de sus otros peces.
 -¡Venga, venga! -dicen las aguas de la submarinidad-. Esté atento que van a pasar los hipocampos...
Y se ve la cabalgata hipocámpica, que quiere decir residuo de los poneys de una majestad muerta.


Ramón Gómez de la Serna
Gollerías

19.4.25

Berthe Morisot con un ramo de violetas, 1872. Édouard Manet




Se conocieron en el Louvre. Ella copiaba de Veronese; él, de Tiziano. Ella era una jovencísima burguesa de Passy, que se presentaba junto a su hermana Edma, cada una con su caballete. Él, como apreció Banville, era "Ese risueño, ese rubio Manet, / del que emanaba la gracia, / alegre, sutil, encantador en fin, / con su barba de Apolo". Ella, Berthe Morisot, con toda probabilidad, se enamoró desde el primer momento. Cuando vió sus primeras obras, escribió a Edma: "Sus cuadros, como siempre, dan la impresión de una fruta salvaje o incluso un poco verde." Agregaba: "No me desagradan en absoluto." Ese sabor amargo de la fruta verde lo sentiría en la boca durante años, atravesando las variedades más crueles y perversas de los celos. Cuando Berthe soñaba con él, de pronto Manet partió para casarse en Holanda. Después Edma, que vivía en simbiosis con Berthe, decidió casarse con un viejo amigo de Manet, oficial de la marina, dejando a su hermana en soledad. Comenzaban los cruces y las superposiciones. Después, cuando Berthe volvía a ver con frecuencia a Manet, Alfred Stevens presentó al pintor una veinteañera española, Eva Gonzalès, que deseaba convertirse en su discípula. Así, Berthe fue eclipsada por su propia doble, que parecía su versión más afortunada: no ya una belleza de tipo español sino una española, no joven sino muy joven, no una aspirante sino un talento seguro. La madre de Berthe, que había observado con ojo clínico la infatuación profunda de su hija por Manet, recurrió a los medios más bajos para disuadirla: "He ido a llevar unos libros a casa de Manet y lo he encontrado muy feliz con su modelo Gonzalès [...] Manet no se movió de su taburete. Me ha preguntado por ti y le he dicho que te daría noticias de su frialdad. En este momento estás apartada de sus pensamientos. Mlle G[onzalès] tiene todas las virtudes, todas las gracias; es una mujer completa [...] No había nadie el último miércoles en casa de Stevens, excepto M. Degas." Éste se convirtió en un testigo más de ese amor atormentado. Poco dado a hablar de sentimientos, regaló a Berthe un abanico en elque había pintado un grupo de bailarinas y músicos españoles, y en medio de ellos a Alfred de Musset, hombre informal por excelencia. En el ínterin sucedieron otros incidentes. Acercándose el Salon de 1870, Berthe estaba, como de costumbre, inquieta por el cuadro que quería presentar: un retrato de su madre leyéndole a su hermana, embarazada. Manet se presentó un día en su casa de las Morisot. Dijo que el cuadro le parecía bueno. A continuación empezó a retocarlo y ya no pudo contenerse. Corrigió la falda, el busto, la cabeza, el fondo. Mientras tanto se reía y contaba anécdotas. Berthe estaba furiosa. Pero al final aceptó presentarse en el Salon con el cuadro transformado por Manet en otra cosa. El cuadro fue elogiado. Después vino la guerra. Berthe cumplió treinta años en un estado de profunda melancolía. Algún tiempo después se encontraría posando para un espléndido retrato de Manet, con las violetas, que significaban constancia. El amor está intacto. Manet entonces aconsejó a Berthe que se casara con su hermano Eugéne. Era un buen hombre. Sólo de esta manera podrían seguir viéndose, Berthe se tomó un tiempo para reflexionar. Escribió: "mi situación es insostenible desde todo punto de vista". Al final aceptó. Desde entonces sería llamada Madame Manet. Degas quiso hacer un retrato del marido, que no miraba nunca a los ojos. Así lo representó. Fue su regalo de bodas. Después llegó Manet. Quería hacer otro retrato de Berthe. Retomó diversos elementos de los precedentes: el predominio del negro, los mechones irregulares de pelo, la cinta en el cuello, los dedos visiblemente nerviosos. Como talismán, el abanico. Pero esta vez la pose era nerviosa, incierta acerca de lo que iba a suceder un momento después. Es el único retrato en movimiento, instantáneo, que nos haya quedado de Manet. La impresión más categórica es que el gesto apunta a un movimiento defensivo. ¿Pero cómo habría de desarrollarse ese gesto? Acaso se habría detenido en la posición de otro retrato memorable, en el que el abanico se levantaba hasta esconder totalmente el rostro. Nunca como en esa ocasión Manet había estado tan cerca del espíritu de Guys. Pero ni siquiera Guys había osado un gesto tan audaz, que niega la esencia misma del retrato. La pose de Berthe es frívola, elegante, misteriosa, como si quisiera transformar el abanico en una máscara. Al mismo tiempo, anuncia una autoanulación. No equivale sin embargo a una simple negación del retrato, porque los ojos oscuros se ven aún a través del país de su abanico, y conmueven. Espectadores accidentales, asistimos al intercambio de un mensaje cifrado entre la mujer del retrato y el pintor. Es un mensaje de despedida.




Berthe Morisot con el abanico, 1872. Édouard Manet


Vuelven entonces a la mente ciertas palabras de Valéry escribió a propósito del otro retrato de Berthe Morisot, pintado por Manet en 1872, con sombrero negro y violetas en el escote. Valéry reconoció allí, ante todo, "el Negro, el negro absoluto [...] el negro que pertenece sólo a Manet". Después se detuvo en los ojos de Berthe, en su "vaga fijeza", que señala una "distracción profunda". Insinuando que la expresión del rostro tenía "un no sé qué bastante trágico". Esa impresión era lo que ahora, escondiéndose detrás del abanico, Berthe se había decidido a abolir, para siempre. De ella quedaría sólo otro carácter -insoslayable- que una vez más Valéry supo reconocer: "una presencia de ausencia". Escudándose en el abanico, Berthe volvía a ser "fácil, peligrosamente silenciosa".

En Boulogne, en pleno verano de 1868, Manet escribe una carta a Fantin-Latour, con su habitual tono ligero, zumbón, descarado. Empieza con Degas: "yo, que no tengo aquí a nadie con quien hablar, os envidio el poder conversar con el gran esteta Degas sobre la inconveniencia de un arte al alcance de las clases pobres". Después, un poco más de charla sobre pintura. Por fin aparece Berthe Morisot: "Soy de vuestro parecer: las señoritas Morisot son un encanto. Es una lástima que no sena hombres." Después volvía a Degas: "Decidle a Degas que me escriba. Por lo que me ha dicho Duranty, parece que se está volviendo el pintor de la high-life." Degas, Berthe Morisot: serían los vínculos más secretos, más duraderos para Manet. Lástima que Berthe no fuera un hombre. Al menos así habrían podido hacer algún viaje juntos.

Algunos meses después de la muerte de su padre, Manet se casó con Suzanne Leenhoff, rubia holandesa con tendencia a la obesidad. Suzanne había entrado en la casa de los Manet diez años antes como maestra de piano de los jóvenes Édouard y Eugène. En el momento del matrimonio solía aparecer con un hermano mucho más joven, Léon Koëlla. Como era ya evidente por numerosos indicios, ese muchacho de once años era en realidad el hijo de Auguste Manet, padre de Édouard, juez del tribunal civil, ocupado con frecuencia en casos de paternidad, muerto de sífilis, igual que, más tarde, su hijo Édouard. En casa,León llamaba a Suzanne "madrina"; fuera, se presentaba como su hermano. A Édouard lo llamaba "padrino". Manet pintó a su hermanastro no reconocido en diecisiete lienzos. Sólo Berthe Morisot y Victorino Meurent fueron retratadas con una frecuencia comparable. En su testamento, Manet declaró con claridad que su esposa, Suzanne, debía nombrar heredero a León. Muchas decisiones póstumas sobre la obra de Manet -grabados en su mayoría, como el desmembramiento de la Ejecución de Maximiliano- fueron tomadas, de común acuerdo, por Suzanne y León, hasta el último momento, león pretendió no haber conocido el "secreto de la familia" que lo rodeaba. Pero no se lamentaba, porque sostenía que su presunta hermana y su presunto padrino lo habían "mimado y enviciado", consintiendo todos sus caprichos. En el funeral de su madre, en 1906,León se presentaba todavía, en las participaciones de luto, como su hermano. Después abrió y regentó un negocio de conejos, aves y artículos de pesca. Murió en 1927. Así como Degas pagaría hasta el final las deudas de su hermano, que lo obsesionaron durante una década. Manet protegió hasta el último momento el secreto de su padre. Era su manera de ser grandes burgueses: hacer de la familia un fortín impenetrable. Era, también, un modo de esconder en una remota cámara subterránea una parte de los sentimientos más dolorosos.
Hay motivos para pensar que Manet se sentía atraído por Berthe Morisot no menos de lo que Berthe se sentía atraída por él. Pero en su vida estaba esa cámara subterránea que debía ser protegida y escondida. Mientras tanto Suzanne se volvía cada vez más voluminosa y la madre de Berthe Morisot escribía a sus hijas que Manet estaba "en casa, haciendo un retrato de su mujer y luchando por hacer de ese monstruo algo ligero e interesante".

La historia de Berthe Morisot y Édouard Manet es una Éducation sentimentale que nunca fue escrita sino pintada. Lacerante como los amantes de Flaubert, que nunca consuman su amor, atravesada por una serie de cuadros en los que el nombre de Berthe está ausente con frecuencia: "El balcón", "El reposo", títulos citados entre las obras maestras de Manet. Pero sin esfuerzo -si se presta atención también al tema, como solía hacerse- esos cuadros son reconocibles como capítulos de una historia única: de un amor asfixiado que sólo podía vivir en forma de pintura.
Cuando Victorine Meurent, la modelo de Olympia y del Déjeuner sur l´herbe, se fue a América, Manet se sintió un poco perdido. Durante largo tiempo, cada vez que tenía dificultades con alguna modelo, se tranquilizaba diciéndose: "Oh Victorine." Por él había sido cantante callejera, por él se había disfrazado de matador, por él había participado -desnuda- en un picnic, por él había sido Olympia, por él había posado con un loro. Ni fea ni bonita, átona, fría. Siempre con la expresión impasible, Victorine es neutralidad imperturbable, disponibilidad a acogerlo todo al mismo nivel.



El balcón, 1868. Édouard Manet


Por entonces Manet tenía en mente otra cosa: un cuadro con tres figuras en un balcón. Una ve más lo tomó... de Goya. Al menos una de las figuras debía tener cierto ardor hispanizante. Manet pensó entonces en Berthe Morisot, en su mirada incurablemente oscura, demasiado penetrante, en su palidez. En su rostro dramático, inteligente, más perturbador de lo que convenía en una mujer. Junto a ella, los otros dos personajes aparecían como meros figurantes, en pose de circunstancia. Mientras que la mirada de Berthe, tan lejana de la de Olympia, su melancolía incontenible, dejaría entrever el fondo negro detrás de la "claridad rubia" de Manet, como la llamaba Zola. Nació así El balcón, con la prodigiosa barandilla de un verde chillón y el abanico estrechado en la mano de Berthe, que mira hacia un punto preciso, absorta y desolada, con los grandes iris que oscurecen las córneas. Ciertamente no los dirige al espectáculo de la calle sino al de su vida, que se abre -y se cierra- con el signo de Manet.
Difícil pensar en otro cuadro donde haya una distancia tal entre dos de los tres personajes -insípidos, casi insignificantes- y la tercera figura, Berthe Morisot, que debería tener importancia parecida a los otros y en cambio absorbe para sí toda la atención, por su intensidad candente e imperiosa, que anula a quienes la rodean. Fanny Claus, la cantante, y su amigo Guillemet, de gesto vacuo y engreído, podrían ser siluetas trazadas en la pared, que se borran en un instante sin dejar huella alguna. Berthe es un precipicio psíquico. Raras veces en un cuadro se puede percibir la inmensa diferencia de presión entre una persona y la otra. No sólo en sí mismas sino en cómo son vistas. Es como si se nos precipitara en los pensamientos -¿de qué otra manera llamarlos?- de Berthe mientras posa y de Manet mientras la pinta. Madame Morisot, chaperon de su hija, bordada en un rincón. Escribió que, por aquellos días, Manet tenía "el aspecto de un loco".
Se conservan once retratos de Berthe. Berthe es lo contrario de Victorine. Su expresión es siempre vibrante, demasiado cargada de significados. Siempre debe quedar escondida, dispersa. Siempre un capítulo de novela aflora en ella, silenciando y suprimiendo los capítulos anteriores y sucesivos. Sólo a través de Berthe es posible entrever el lado oscuro, desgarrado, abismal de Manet, de este hombre "entusiasta, dúctil y teatral", a quien le gustaba mostrarse ligero, enamorado de las cosas más evidentes de la vida y que no quería complicaciones, porque estaba convencido de la divisa que escogió para estampar en su papel de carta: "Todo llega".

En dos ocasiones Manet pintó a una mujer de pelo negro con raya en medio, sentada o casi acostada sobre un sofá oscuro, con un amplio vestido de fondo blanco del que asoma un pie con un pequeño zapato negro. Una tiene un abanico en la mano izquierda; la otra, en la derecha. A distancia de años parecen dialogar. La primera era Jeanne Duval, en su condición de "vieja belleza transformada en inválida" por la parálisis. La segunda era Berthe Morisot. Son dos retratos altamente psíquicos. Un marasmo cargado de tensión. La cabeza demasiado pequeña de Jeanne, "semejante a un ídolo y a una muñeca" (Fénéon), perdida en el blanco y gris de su vestido y de la cortina detrás del sofá, tiene una expresión inmóvil, lejana, cerrada. Si no supiéramos que es Jeanne nadie pensaría en la amante tenebrosa de Baudelaire (y no falta quien haya puesto en duda que en efecto se trate de ella). A Fénéon -siempre preciso, siempre cruel- se le ocurrió, al verla, un poema de los Épaves en el que se evoca una "vieja infanta", bruñida y gastada por sus "caravanes insensées", mientras a su alrededor "ondea la inmensa y paradójica expansión de un vestido veraniego con anchas rayas blancas y violetas".
Berthe tiene una mirada penetrante y melancólica, como si hubiera sido sorprendida en la soledad o se hubiese olvidado de que estaba posando para un retrato. Detrás de su cabeza, un tríptico de Kuniyoshi evoca un torbellino de figuras, más parecidas a un cuadro informal o un Turner marino que a los agudos perfiles japoneses. También en el retrato de Zola se dejaba ver una estampa japonesa en la pared. Pero allí señalaba un gusto del tiempo; aquí, en cambio, es un pretexto para dar al rostro de Berthe un trasfondo de inmovilidad. En ambos retratos domina la presencia de algo dramático y silenciado. En ambas figuras femeninas femeninas, y también, por añadidura, en Baudelaire y en Manet, sus amantes en titre o en el lienzo.



Ramo de violetas, 1872. Édouard Manet


Aunque hicieron lo posible por esconderla e ignorarla, la complicidad entre Manet y Berthe Morisot era evidente. Nada la denunciaba más que el regalo hecho para Manet a Berthe de una minúscula tela compuesta de tres elementos: un ramo de violetas (que sostiene l confrontación con las de Durero), un abanico cerrado, una hoja blanca en la que se lee: "A Mlle Berthe [Mo]risot / E. Manet". Años después, cuando se había resignado a dispersar -no sin esfuerzo- su melancolía en la puesta en escena de una dudosa felicidad doméstica, Berthe quiso pintar casi como un desafío un cuadro en el que se pudiera percibir su proximidad fisiológica con Manet, la más escandalosa. Nos encontramos, de este modo, frente a dos variaciones sobre el tema de la mujer en el espejo, pintadas con diferencia de dos años, primero por Manet, después por Berthe Morisot, y atribuibles casi a la misma mano: doble ejemplo de pintura "argentina y rubia", diría Huysmans, lanzada sobre la tela con soberano desdén y pinceladas plumosas, variando sólo la tonalidad de fondo, del azul al verde agua. La modelo podría ser la misma, aunque ninguno de los dos espejos refleja el rostro.



Berthe Morisot de luto, 1874. Édouard Manet


Manet quiere cerrar la secuencia novelesca de los retratos de Berthe con una imagen de ella fragante y adolescente, o al menos mucho más joven que cuando se había asomado al balcón, seis años antes. Terriblemente inquieta, sin embargo, como a punto de desfallecer. Ese retrato tiene un gemelo siniestro, que Manet había pintado a principios del mismo año, cuando Berthe estaba de luto por la muerte de su padre, cuadro que muy pocos debían haber visto. Permaneció en el estudio de Manet hasta su muerte. En la subasta posterior fue adquirido -no por casualidad- por Degas.
Acostumbrado a retratar mujeres de una firme impasibilidad, como Victorine, aquí Manet se lanza al extremo opuesto y pinta lo que podía definirse como el primer retrato expresionista. Berthe no es ya reconocible: desfigurada, famélica, obligada a la terrible fealdad del dolor, que el pintor plasma inflexiblemente. El rostro está cercado por una compacta masa negra, del mismo tono que los grandes ojos petrificados. Quizá nadie lo sabía -excepto el pintor y la modelo-, pero éste es el retrato que se dejaba entrever en transparencia detrás de la última, encantadora, aérea acuarela con el abanico. La educación sentimental, para Berthe, había terminado. A la muerte de Manet, nueve años más tarde, escribiría a su hermana que ese día para ella se había "hundido todo un pasado de juventud y de trabajo". Agregaba: "comprenderás que me sienta destrozada".
"Era más grande de lo que pensábamos", dijo Degas a la muerte de Manet. Nadie como él tenía motivos para pensarlo. Durante años se habían observado y vigilado, a veces chocando, siempre evitando precisar cuánto se admiraban, sobre todo en presencia el uno del otro. Pero Degas, con justicia, había hablado en plural. Porque Manet había tenido el vicio de parecer demasiado normal. Según Baudelaire, eran "Un hombre muy leal, muy simple, que hace todo lo que puede por ser razonable, pero desgraciadamente está marcado por el romanticismo desde su nacimiento". Muchos estaban convencidos de comprenderlo fácilmente. A Manet le gustaba el éxito, las fiestas, los maestros antiguos, las mujeres. Todo de modo inmediato e infantil. Emanaba vitalidad con su cuerpo sólido, se mostraba alegre, sombrío, quisquilloso o ingenioso por razones que siempre parecían evidentes. Pero, apenas se miran los cuadros, todo se vuelve mucho más oscuro, problemático. Zola, que lo había defendido y celebrado con memorable impulso, confesó en una ocasión que siempre lo había encontrado desconcertante. Con el pasar del tiempo, Manet se revelaría cada vez más desconcertante, un poco como Velázquez.
El momento que máxima proximidad entre Manet y Degas tuvo lugar cuando Manet pidió a Degas que le devolviera los dos volúmenes de Baudelaire que le había prestado, prometiendo que se los restituiría enseguida.

Cuatro caballeros acompañaron a Berthe Morisot más allá de la muerte: Renoir, Monet, Degas, Mallarmé. Ningún pintor tuvo tanto honor en la muerte y tan poco honor en la vida.
Distintos en todo, esos caballeros compartieron un sentimiento de afecto y estima profunda por Berthe. Un año después de su muerte quisieron organizar una muestra memorable, que le restituyera algo de la gloria que en vida no se le había concedido. Su certificado de defunción, igual que el de matrimonio, la declaraba "sin profesión".
Casi cuatrocientas obras, entre lienzos, pasteles, dibujos y acuarelas, se reunieron en la galería Durand-Ruel. A lo largo de tres días los cuatro caballeros debatieron acerca de cómo disponerlas. Degas no consiguió imponer su idea de dar el máximo protagonismo a los dibujos. Renoir se preocupó de poner una otomana en medio de la sala para que los visitantes se encontraran a gusto. Mallarmé escribió la introducción del catálogo. Evocaba, en la prosa trascendente de las Divagations, una "figura de raza, en la vida y de personal elegancia extremas". Recordó un joven amigo (¿el propio Valéry?) que le había dicho un día: "Junto a Madame Manet me siento torpe y bruto." Madame Manet: incluso Mallarmé, con su vertiginosa delicadez, había sentido la necesidad de hacer resonar ese nombre, superponiéndolo al de aquella que se había casado con el hermano de Manet. El día antes de su muerte, Berthe Morisot dejó una nota a su hija Julie que se abría con estas palabras: "je t´aime mourante", sin olvidarse de dejarle un encargo: "Le dirás a M. Degas que, si funda un museo, elija a Manet."


Roberto Calasso
La Folie Baudelaire