
El mihrab
Un marco en relieve, coronado por un arquitrabe con un friso calado como un encaje; en su interior, un friso excavado que corre por las jambas con arabescos en bajorrelieve sobre los cuales, en el lado horizontal, arriba, se destaca una línea de escritura fluida, como suspendida. Todo es del mismo color claro; la materia es estuco. Debajo avanza un tímpano en erco en punta, enmarcado en una archivolta acanalada, sostenido por finas columnas, cubierto de caracteres esculpidos. En los márgenes, cada fragmento de superficie está asestado de ornamentos, taraceado de vacíos y de llenos, poroso como una esponja. Las columnas y la ojiva en positivo del tímpano enmarcan, sobre un fondo excavado y minuciosamente esculpido, la ojiva en negativo de un arco en punta, coronado por un alto arquitrabe, también calado; y aquí habría que volver a usar todas las palabras de antes para describir detalles análogos en escala reducida y con diversos efectos de enmarañamiento y profusión. Y dentro de ese arco interior a todos los arcos, ¿qué se ve? Nada: la pared desnuda.
Estoy tratando de describir un mihrab del siglo XIV en la Mezquita del Viernes de Isfahan. El mihrab es el nicho que en las mezquitas indica la dirección de La Meca. Cada vez que visito una mezquita, me detengo delante del mihrab y no me canso de mirarlo. Lo que me atrae es la idea de una puerta que hace de todo para poner en evidencia su función de puerta pero que no se abre sobre nada; la idea de un marco lujoso como para encerrar algo sumamente precioso, pero dentro del cual no hay nada.
En la mezquita Sheik-Lotfollah, el mihrab (del siglo XVII), en una pared toda cubierta de mayólicas índigo y turquesa, bajo una arcada ojival que tiene en el centro una falsa ventana ojival de baldosas claras recorridas por una filigrana geométrica de líneas en espiral, es una cavidad -siempre ojival- que se abre en el espesor de la pared, resplandeciente de mayólicas azules y oro, adornada en toda su superficie con dibujos de arcos -hexagonales éstos- y con una bóveda compuesta de muchos alvéolos en nido de abeja, celdillas abiertas en la base que se superponen en capas. Es como si el mihrab, subdividiendo el propio espacio limitado y recogido en una multiplicidad de mihrabs cada vez más pequeños, abriera la única vía posible para alcanzar lo ilimitado.
Alrededor la escritura corre blanca sobre las baldosas azules, rodeando el espacio con sus caligramas ritmados por barras paralelas, curvas vibrantes como látigos, innumerables trazos oblicuos o puntiformes que lanzan los versículos del Corán hacia arriba y hacia abajo, al derecho y al revés, adelante y atrás, a lo largo de todas las dimensiones visibles e invisibles.
Después de permanecer un buen rato contemplando el mihrab, me siento obligado a llegar a alguna conclusión. Que podría ser esta: la idea de perfección que el arte persigue y la sabiduría acumulada en la escritura, el sueño de la cesación de todo deseo que se expresa en el lujo de los ornamentos, todo remite a un solo significado, celebra un solo principio y fundamento, implica un solo, último objeto. Y es un objeto que no está. Su única cualidad es la de no estar. No se le puede siquiera dar un nombre.
Vacío, nada, ausencia, silencio, son todos nombres cargados de significados demasiado obstructivos para algo que no quiere ser ninguna de estas cosas. No se lo puede definir con palabras; el único símbolo que lo representa es el mihrab. Más aún, y para mayor precisión: es ese algo que se revela en su no estar en el fondo del mihrab.
Esto es lo que creí entender en aquel lejano viaje a Isfahan: que la cosa más importante del mundo son los espacios vacíos. Las bóvedas en nido de abeja de las cúpulas de la Mezquita de Shah Abbas; la cúpula oscura de la Mezquita del Viernes que se levanta sobre una sucesión de arcos de magnitud decreciente, calculados según una sofisticada aritmética para unir la base cuadrada con el círculo que sostiene la calota, los iwan, grandes portales cuadrangulares con bóveda cintrada: Todo confirma aquí que la verdadera sustancia del mundo está dada por la forma hueca.
El vacío tiene sus fantasías y sus juegos: "la sala de música" del palacio Alí Qapú tiene las paredes y la bóveda revestidas de una capa de yeso calado color ocre donde se recortan en negativo formas de ampollas o de laúdes, como una colección de objetos reducidos a la propia sombra o a la propia idea sin cuerpo.
Ciertas formas del tiempo están hechas para acordarse con ciertas formas del espacio. (...)
Italo Calvino
Colección de arena