22.3.10


Las hijas de Lot. (Hacia 1530). 34x58 cm. Lucas Van den Leiden.



La puesta en escena y la metafísica.

Hay en el Louvre una pintura de un primitivo, no sé si conocido o no, pero que nunca representará un período importante de la historia del arte. Ese primitivo se llama Lucas Van den Leiden, y después de él, en mi opinión, los cuatrocientos o quinientos años de pintura siguientes son insustanciales e inútiles. La tela de que hablo se llama Las hijas de Lot, asunto bíblico de moda en aquella época. Por cierto que en la Edad Media no entendían la Biblia como la entendemos ahora, y ese cuadro es un curioso ejemplo de las deducciones místicas que la Biblia puede inspirar. Su patetismo, en todo caso, es visible aun desde lejos; afecta al espíritu con una especie de armonía visual fulminante, es decir, con una intensidad total, que se organiza ante la primera mirada. Aún antes de alcanzar a ver de qué se trata, se presiente que ocurre allí algo tremendo, y podríamos decir que la tela conmueve el oído al mismo tiempo que el ojo. Parece que en ella se hubiese concentrado un drama de alta importancia intelectual, como una repentina concentración de nubes que el viento, o una fatalidad mucho más directa, ha reunido para que midan sus truenos...
Y en efecto, el cielo del cuadro es negro y cargado, pero aún antes de poder decir que el drama nació en el cielo, la luz peculiar de la tela, la confusión de las formas, la impresión general, todo revela una especie de drama de la naturaleza, y desafío a cualquier artista de las grandes épocas de la pintura a que nos dé uno equivalente.
Una tienda se levanta a orillas del mar; ante ella está sentado Lot, con una armadura y una hermosa barba roja, y mira evolucionar a sus hijas, como si asistiera a un festín de prostitutas.
Y en efecto, esas mujeres se pavonean, unas como madres de familia, otras, como amazonas se peinan y practican armas, como si nunca hubieran tenido otra ocupación que la de encantar a su padre, servirle de juguete o de instrumento. Se nos presenta así con el carácter profundamente incestuoso del antiguo tema, que el pintor desarrolla aquí en imágenes apasionadas. Esa profunda sexualidad es prueba de que ha comprendido absolutamente el tema como un hombre moderno, es decir, como podríamos comprenderlo nosotros mismos; es prueba de que no se le ha escapado tampoco su carácter de sexualidad profunda pero poética. A la izquierda del cuadro, y un poco hacia el fondo, se alza a alturas prodigiosas una torre negra, apuntalada en su base por todo un sistema de rocas, de plantas, de caminos serpenteantes señalados por mojones, punteados aquí y allá por casas. Y merced a un feliz efecto de perspectiva, uno de esos caminos se desprende en determinado momento del confuso laberinto en que se había internado y recibe al fin un rayo de esa luz tormentosa que desborda de las nubes y salpica irregularmente la comarca. El mar en el fondo de la isla es extremadamente calmo, si se tiene en cuenta la madeja de llamas que hierve en un rincón del cielo.
Ocurre a veces que en el chisporroteo de un fuego de artificio, a través de ese bombardeo nocturno de estrellas, cohetes y bombas solares, se nos revelan de pronto, en una luz alucinatoria, y en relieve contra el cielo de la noche, ciertos elementos del paisaje: árboles, torres, montañas, casas; y su claridad y aparición repentina quedan ligadas definitivamente en nuestro espíritu a la idea de ese sonoro desgarramiento de las sombras. No es posible expresar mejor esta sumisión de los distintos aspectos del paisaje a las llamas que se manifiestan en el cielo sino diciendo que aunque esos aspectos tengan su luz propia, son a pesar de todo como débiles ecos del fuego repentino y celeste, puntos vivos de referencia que han nacido del fuego y han sido colocados en sitios donde pueden ejercer toda su fuerza destructora.
Hya además algo de espantosamente enérgico y perturbador en la manera con que el pintor representa ese fuego, como un elemento aún activo y móvil en una expresión inmovilizada. Poco importa como ha alcanzado ese efecto, es real, y basta ver la tela para convencerse.
De cualquier modo ese fuego, del que se desprende innegablemente una impresión de inteligencia y maldad, sirve, por su misma violencia, de contrapeso en el espíritu a la pesada estabilidad material del resto del cuadro.
Entre el mar y el cielo, per hacia la derecha, y en el mismo plano que la Torre Negra, se adelanta una estrecha lengua de tierra coronada por un monasterio en ruinas.
Esta lengua de tierra, aunque aparentemente muy próxima a la orilla en que se alza la tienda de Lot, limita un golfo inmenso donde parece haberse producido un desastre marítimo sin precedentes. Barcos partidos en dos y que no acaban de hundirse se apoyan en el mar como sobre muletas, esparciendo a su alrededor mástiles y arboladuras arrancadas. Sería difícil explicar cómo es posible que uno o dos navios despedazados den una impresión de desastre tan completa.
Parece como si el pintor hubiese conocido ciertos secretos de la armonía lineal, y los medios de hacer que esa armonía afecte directamente el cerebro, como un agente físico. En todo caso, esta impresión de inteligencia, presente en la naturaleza exterior, y sobre todo en la manera de representarla, es visible en otros detalles del cuadro; por ejemplo, ese puente que se alza sobre el mar, alto como una casa de ocho pisos, y por el que pasan unos personajes en fila, como las ideas por la caverna de Platón.
Sería falso pretender que las ideas que comunica este cuadro son claras. Tienen, en todo caso, una grandeza a la que nos ha desacostumbrado la pintura que es meramente pintura, es decir toda la pintura de varios siglos. Además, Lot y sus hijas sugieren una idea acerca de la sexualidad y la reproducción, pues Lot parece estar allí para aprovechar abusivamente de sus hijas, como un zángano.
Esta es, prácticamente, la única idea social que hay en el cuadro.
Todas las otras ideas son metafísicas. Mucho lamento emplear esta palabra, pero ése es su nombre, y yo aún diría que tienen grandeza poética y eficacia material porque son metafísicas, y que su profundidad espiritual no puede separarse de la armonía formal y exterior del cuadro. Hay en el cuadro, además, una idea del Devenir, que los distintos detalles del paisaje y la manera en que están pintados -planos que se anonadan o corresponden- introducen en el espíritu exactamente como podrían hacerlo una música.
Y hay otra idea, de Fatalidad, expresada no tanto por la aparición del fuego repentino como por la manera solemne en que todas las formas se organizan o desorganizan debajo de ese fuego, unas como encorvadas bajo un viento de pánico irresistible, otra inmóviles y caso irónicas, todas sometidas a una poderosa armonía intelectual, que parece la exteriorización del espíritu mismo de la naturaleza.
Y hay una idea de Caos, de Maravilla, de Equilibrio; y hasta una o dos acerca de la impotencia de la Palabra, cuya inutilidad parece demostrarnos esta pintura supremamente anárquica y material.
En fin, a mi juicio, esta pintura es lo que debería ser el teatro si supiese hablar su propio lenguaje.


Antonin Artaud
El teatro y su doble