El sueño, el Sphinx y la muerte de T.
Aterrado, veo a los pies de la cama una enorme araña marrón y peluda; el hilo del que pende sube hasta la tela, que se extiende justo encima de la cabecera. "¡No, no!, grito, no podría soportar toda la noche con una amenaza así sobre mi cabeza, matadla, matadla", y digo esto con toda la repugnancia que me produciría tener que hacerlo yo mismo tanto en el sueño como en estado de vigilia.
Me desperté en ese momento, pero me desperté en el sueño, que continuaba. Me encontraba en el mismo sitio, a los pies de la cama y, en el momento que pensaba: "Era un sueño", vi, buscándola involuntariamente con los ojos, inmóvil sobre un montón de tierra y fragmentos de plato y piedrecillas planas, una araña amarilla, de un amarillo marfil, y mucho más monstruosa que la primera, pero lisa y cubierta de escamas lisas y amarillas y con patas largas y delgadas y duras con una apariencia como de hueso. Aterrorizado, vi la mano de mi amiga acercarse y tocar las escamas de la araña; aparentemente no sentía miedo ni sorpresa. Gritando, aparté su mano y,como en el sueño, pedí que matasen a la bestia. Una persona que yo no había visto la aplastó con un largo bastón o una pala, golpeándola con golpes violentos; con la mirada desviada, oía crujir las escamas y el extraño ruido de las partes aplastadas. Sólo después, al contemplar los restos de la araña reunidos en un plato, leí un nombre escrito con tinta muy claramente en una de las escamas, era el nombre de aquella especie de arácnidos, que no podría repetir, que he olvidado, sólo veo las letras, destacándose, el color negro de la tinta sobre el amarillo marfil, eran letras como las que hay en los museos sobre las piedras, sobre las conchas. Seguramente, acababa de hacer que matasen a un espécimen raro perteneciente a la colección de los amigos en cuya casa vivía en aquel momento. Esto quedó confirmado un momento después por las quejas de la anciana gobernanta, que entró en busca de la araña perdida. Mi primera intención fue decirle lo que había pasado, pero imaginé el disgusto, el mal humor con que mis anfitriones me tratarían. Hubiera debido saber que se trataba de un animal raro, leer el nombre, avisarlos en vez de matarla. Decidí no decir nada de aquello, fingir no saber nada y esconder los restos. Salí al parque con un plato, lo atravesé poniendo cuidado en no dejarme ver. El plato que llevaba en las manospodía llamar la atención, me dirigí hacia una parcela de tierra labrada, oculta por los arbustos al pie de un talud y, seguro de no ser visto, arrojé los restos a un hoyo, que empezé a pisotear mientras pensaba: "Las escamas se pudrirán antes de que puedan descubrirlas". En ese momento, vi a mi anfitriona y a su hija pasar a caballo por encima de mí; sin detenerse, me dijeron algunas palabras que me sorprendieron y me desperté.
Durante todo el día siguiente, tuve a aquella araña ante mis ojos, me obsesionaba.
La vispera, por la noche, ya tarde, me había dado cuenta, por las manchas amarillo marfil de pus sobre una hoja blanca y brillante, de que tenía la enfermedad que llevaba días esperando. Al hacer esta constatación, quedé turbado por cierta parálisis mental, involuntaria a primera vista, que me impidió atajar la amenaza de la enfermedad. Aunque hubiera sido muy fácil hacerlo, no lo hice. Nada hacía pensar en una especie de autocastigo; yo intuía que la enfermedad podría serme útil, aportarme ciertas ventajas cuya naturaleza ignoraba.
Por la noche, ya acostados y poco antes del sueño, mi amiga quiso constatar, entre risas, los síntomas de la enfermedad.
Yo esperaba aquella enfermedad desde el sábado anterior, en que, habiéndome enterado, hacia las seis de la tarde, de que iban a cerrar para siempre el Sphinx, corrí hacia allí, pues encontraba itolerable la idea de no volver a ver aquella sala donde había pasado tantas horas, tantas veladas desde su apertura, y que era para mí un lugar maravilloso antes que nada.
Aquella última vez llegué un poco borracho, tras una comida con amigos. En la comida se había hablado de pasada del interés de llevar un diario, día a día, y de todo lo que podía oponerse a ello. Mi deseo inmediato, inesperado para mí, fue empezar enseguida ese diario, partiendo del momento preciso en que nos encontrábamos y, con ese propósito, Skira me pidió que escribiera para este número de Labyrinthe la historia de la muerte de T., que yo le había contado algún tiempo antes. Prometí hacerlo sin discernir muy claramente las posibilidades reales de tal realización.
Pero después del sueño, después de la enfermedad que me hace volver a aquella comida, la muerte de T. vuelve a estar de actualidad para mí.
Aquella tarde, mientras volvía del médico, me preguntaba si la coincidencia en el tiempo del encargo de Skira y la visita al Sphinx, con sus consecuencias, bastaría para imponerme el recuerdo de la muerte de T., para tener hoy deseos de escribir. Tengo que decir aquí que, al salir de la farmacia con los tubos de Thiayzomides en la mano, la primera cosa que me llamó la atención, en el mismo umbral de aquella farmacia de la avenida Junod, a dos pasos de la consulta de mi médico, fue el letrero del pequeño café de enfrente: "El Sueño".
Mientras caminaba, volví a ver a T. unos días antes de su muerte, en la habitación contigua a la mía, en la casita al fondo del jardín vagamente descuidado donde vivíamos. Volví a verle, hundido en su cama, inmóvil, con la piel de color amarillo marfil, encogido sobre sí mismo y ya extrañamente lejos, y volví a verle poco después, a las tres de la mañana, muerto, con los miembros de una delgadez esquelética, proyectados, separados, abandonados lejos del cuerpo, un enorme vientre hinchado, la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta. Nunca cadáver alguno me había parecido tan insignificante, un resto miserable que había que tirar a la cuneta, como el cadáver de un gato. Inmóvil y en pie delante de la cama, miraba aquella cabeza convertida en objeto, era como una cajita, medible e intrascendente. En ese momento, una mosca se acercó al agujero negro de la boca y desapareció lentamente.
Ayudé a vestir a T. lo mejor posible, como si tuviera que presentarse ante la alta sociedad, tal vez en una fiesta, o como si tuviera que partir para un largo viaje. Levantando, bajando, desplazando la cabeza como un objeto cualquiera, le puse una corbata. Estaba vestido de manera extraña, todo parecía normal, natural, pero la camisa estaba cosida al cuello, no tenía ni cinturón, ni tirantes ni zapatos. Le cubrimos con una sábana y volví a trabajar hasta la mañana siguiente.
Al entrar en mi habitación la mañana siguiente, comprobé que, por un curioso azar, no había luz. A., invisible en la cama, dormía. El cadáver estaba aún en la habitación de al lado. Aquella falta de luz me resultaba desagradable y, cuando estaba a punto de atravesar desnudo el pasillo que llevaba al cuarto de baño, y que pasaba ante la habitación del muerto, me asaltó un verdadero terror y, aunque ni yo mismo lo creía, tuve la vaga impresión de que T. estaba por todas partes, por todas salvo en el lamentable cadáver que había sobre la cama, ese cadáver que me había parecido tan insignificante. T. ya no tenía límites y, aterrado ante la idea de sentir una mano helada tocándome el brazo, atravesé el pasillo con esfuerzo inmenso, volví a acostarme y, con los ojos abiertos, hablé con A. hasta el alba.
En sentido inverso, acababa de experimenatr lo que había sentido algunos meses atrás ante los seres vivos. En aquel momento, empezaba a ver las cabezas en el vacío, en el espacio que las rodea. Cuando percibí por primera vez claramente cómo la cabeza que estaba mirando se paralizaba, se inmovilizaba en el instante, definitivamente, empecé a temblar de terror como nunca en la vida, mientras un sudor frío corría por mi espalda. Ya no era una cabeza viva, sino un objeto que yo miraba como a cualquier otro objeto, no, de otro modo, no como cualquier objeto, sino como algo vivo y muerto a la vez. Lancé un grito de terror como si acabara de franquear un umbral, como si entrara en un mundo nunca visto. Todos los vivos estaban muertos, y esta visión se repetía a menudo, en el metro, en la calle, en el restaurante, con mis amigos. Aquel camarero de Lipp, inmóvil, inclinado hacia mí con la boca abierta, sin ninguna relación con el momento precedente ni con el siguente, la boca abierta, los ojos fijos, en una inmovilidad absoluta. Pero al mismo tiempo que los hombres, los objetos sufrían una transformación, las mesas, las sillas, las ropas, la calle, hasta los árboles y los paisajes.
Aquella mañana, al despertarme, vi mi toalla por primera vez, aquella toalla sin peso, en una inmovilidad jamás vista y como suspendida en un espantoso silencio. Ya no guardaba relación alguna con la silla sin fondo ni con la mesa cuyas patas ya no se apoyaban en el suelo, lo tocaban apenas. No había relación alguna entre los objetos separados por inconmensurables abismos de vacío. Miraba mi habitación con pavor y un sudor frío corría por mi espalda.
Algunos días después de escribir de un golpe lo que acabamos de leer, quise volver sobre esta historia, trabajarla más. Me encontraba en un café del bulevar Barbès-Rochechouart donde las prostitutas tienen piernas extrañas, largas, delgadas y estilizadas.
Una sensación de aburrimiento y hostilidad me impedía leer el texto y, sin poder evitarlo, empecé a describir el sueño de otra forma. Intentaba decir de una forma más precisa y llamativa lo que me había impresionado; por ejemplo el volumen, el espesor de la araña marrón, la densidad de sus pelos, que parecían agradables al tacto, la posición y la forma exacta de la tela, la esperada y temida aparición de la araña amarilla, sobre todo la forma de sus escamas, sus formas de olas planas y escurridizas, la extraña mezcla de la cabeza y la agudeza de su pata derecha. Pero quería decir todo esto de una manera únicamente afectiva, volver alucinantes ciertos puntos, pero sin buscar la relación entre ellos.
Me detuve después de algunas, líneas desanimado.
Fuera, unos soldados negros atravesaban la niebla, esa niebla que ya el día anterior me había colmado de un extraño placer.
Había una contradicción entre la manera afectiva de reflejar lo que me alucinaba y la secuencia de hechos que quería contar. Me encontraba ante una masa confusa de tiempo, acontecimientos, lugares y sensaciones.
Trataba de encontrar una posible solución.
Intenté designar primero cada hecho con dos palabras que situaba en la página en columnas verticales, aquello no conducía a ningún sitio. Probé a dibujar pequeñas casillas también verticales, que habría llenado poco a pococ, pretendiendo así situar todos los hechos simultáneamente sobre la página. Había cierta confusión en el tiempo e hice una tentativa para situarlo todo cronológicamente. Siempre tropezaba con esa forma-tubo del relato que me desagradaba. El tiempo en mi historia iba a contracorriente, del presente al pasado, pero con retornos y ramificaciones. En el primer relato, por ejemplo, no había encontrado el medio de introducir la comida con R. M. el sábado a mediodía, antes de la visita al médico.
Le había contado a R.M. mi sueño, pero llegado el momento en que entierro los restos, me vi en otro prado, rodeado de matorrales, en el lindero de un bosque. Apartando la nieve con los pies, excavando en el suelo endurecido, enterraba un pan apenas mordisqueado (robode pan en mi infancia), y me vi de nuevo corriendo por Venecia, apretando en la mano un trozo de pan del que quería deshacerme. Atravesaba toda Venecia buscando los barrios apartados y solitarios, y allí, tras varios intentos fallidos sobre los puentecillos más oscuros, al borde de los canales más sombríos, temblando nerviosamente, tiraba el pan al agua putrefacta del último canal encerrado entre negras paredes y me alejaba corriendo, alocado y apenas consciente de mí mismo. Esto me llevo a describir el estado en que me encontraba en aquel momento. A contar el viaje al Tirol, la muerte de Van M., ver nota, (aquella larga jornada de lluvia en que, solo, sentado ante la cama de un cuarto de hotel con un libro de Maupassant sobre Flaubert en las manos) veía transformarse la cabeza de Van M. (la nariz se acentuaba cada vez más, las mejillas se ahuecaban, la boca abierta, casi inmóvil, respiraba apenas, y hacia el anochecer, mientras intentaba dibujar su perfil, me sorprendió el repentino pavor de que iba a morir), la estancia en Roma el verano anterior (el periódico que cayó entre mis manos por casualidad y que contenía aquel anuncio buscándome), el tren de Pompeya, el templo de Paestum.
Pero también las dimensiones del templo, las dimensiones del hombre que surgió entre las columnas. (El hombre que aparece entre las columnas se vuelve gigante, el templo no disminuye, la grandeza métrica ya no actúa, al revés de lo que pasa en San Pedro de Roma, por ejemplo. El anterior vacío de esta iglesia parece pequeño (esto se ve muy bien en las fotografías) pero los hombres se convierten en hormigas y San Pedro nose agranda, sólo actúa la dimensión métrica).
Esto me llevaría a hablar de la dimensión de las cabezas, de la dimensión de los objetos, de las relaciones de los objetos y seres vivos, y este camino me conduciría a lo que me ocupaba por encima de todo en el momento mismo en que contaba esta historia el sábado a mediodía.
Sentado en el café del bulevar Barbés- Rochechouart, pensaba en todo esto y buscaba la forma de decirlo. De pronto, tuve la sensación de que todos los acontecimientos se producían simultáneamente a mi alrededor. El tiempo se hacía horizontal y circular, era espacio al mismo tiempo, e intenté dibujarlo.
Poco después abandoné el café.
Este disco horizontal me colmaba de placer y, mientras caminaba, lo vi casi simultáneamente bajo dos aspectos diferentes. Lo vi dibujado verticalemnte en una página.
Pero me interesaba la horizontalidad, no quería perderla y vi cómo el disco se convertía en objeto.
Un disco de aproximadamente dos metros de radio y dividido en cuadrantes por unas líneas. En cada cuadrante estaba escrito el nombre, fecha y lugar del suceso al que correspondía y, en el borde del círculo, delante de cada cuadrante, se alzaba un panel. Estos paneles, de diferente anchura, estaban separados entre ellos por espacios vacíos. Sobre los paneles estaba desarrollada la historia correspondiente a cada cuadrante. Con un extraño placer, me veía a mí mismo paseando por el disco tiempo-espacio, y leyendo la historia erigida ante mí. La libertad de comenzar por donde quisiera, por ejemplo por el sueño de 1946, para concluir, después de dar toda la vuelta, algunos meses antes, ante los objetos, ante mi toalla. Me interesaba mucho la orientación de cada hecho en el disco.
Pero los paneles aún están vacíos; no conozco ni el valor de las palabras ni su relación recíproca para poder llenarlos.
Nota: Este viaje que hice en 1921 (la muerte de Van M. y todos los acontecimientos que la rodean) fue para mí como una brecha en la vida. Todo se volvía distinto y aquel viaje me obsesionó continuamente durante todo el año. Lo contaba incansablemente y, a menudo, quise hacerlo por escrito, lo cual siempre me fue imposible. Sólo hoy, a través del sueño, a través del pan en el canal, me ha sido posible mencionarlo por primera vez.
Alberto Giacometti