8.6.11


Marsyas, 2002. Tate modern. Anish Kapoor


El cine, ante todo, tiene que ver con la piel de las cosas y con la dermis de la realidad.

Antonin Artaud


De ordinario, la vida tal y como la percibimos resulta confusa e incluso incoherente. Caminamos por una calle, oímos fragmentos de conversaciones, vemos a gente -de la que no sabemos nada- realizar acciones indeterminadas que se nos escapan por completo. Percibimos ruidos sin escucharlos, y también olores, colores que pasan rápidamente ante nosotros, sensaciones de calor y de frío, a veces incluso fatiga... 
Así pues, resultaría inútil -y probablemente fastidioso- que efectuara ahora una descripción, aunque fuera sucinta, de este lenguaje hecho de imágenes, de miradas, de sonidos, de movimientos, de palabras, de gritos, de inmovilidades, de tensiones, de fascinación, de dolor, de ralentís y aceleraciones, de juegos, de virtuosismos, de luchas, de amores, de secretos, de todo aquello que -en el mejor de los casos- constituye nuestra actividad cotidiana. La lista es larga, no tiene fin, se confunde con la totalidad de nuestras formas de expresión y nuestras sensibilidades.
¿Para que sirven las imágenes en el fondo? No se sabe muy bien. Nadie se ha tomado la molestia de decírnoslo. ¿Para conocernos mejor, para vivir mejor en sociedad? Qué tontería. Para ganar un poco de dinero, sin duda, para pasar el rato, y también para hacer las mismas cosas que todo el mundo. ¿Quién no está convencido, hoy en día, de vivir en la "civilización de la imagen"? Nos lo dicen. Nos lo repiten una y otra vez, hasta que llegamos a creérnoslo. Las imágenes nos rodean por todas partes, en casa, en la calle, en el metro, en el coche; se construyen paredes, muebles, casas de imágenes. Un planeta de imágenes. Imagenes que se mueven, que hablan y que emiten sonidos. Imágenes que borran (sin curarlo) nuestro sentimiento de soledad.
Y, sin embargo, esas imágenes no las vemos. Permanecen invisibles, debido a su abundancia y su mediocridad. A medida que esta acumulación -llamada civilización: ¿por qué?- se ha ido instalando, la realidad ha ido entrando en decadencia. Por todas partes se habla de la desesperación de la imagen, ahogada en su propia excrecencia. Y es posible que nuestro mundo, cada vez más mirado, se nos vaya haciendo también progresivamente más desconocido.
Nuestro cerebro -nuestro intelecto si se prefiere- a menudo se arrodilla ante sí mismo. Venera todo lo que procede de él. Y no se da cuenta de que es, al mismo tiempo, el adorador y el adorado, la herramienta a la vez que el obstáculo. Es necesario, en ciertos momentos escapar de él. Hay que abandonar la inteligencia y todas sus acrobacias. Tanto en el caso del autor como en el del actor, hay que explorar otras zonas, aquellas en las que el análisis no puede penetrar, ni delimitar, allí donde se ocultan la oscuridad y el verdadero misterio.
Materializar lo invisible: ¿será éste el mejor uso posible de cualquier lenguaje? El cine, desde que existe, nunca ha cambiado solo. Nadie camina sin compañia, aunque persiga la soledad, aunque se crea solo. El cine se ha codeado siempre, a menudo con insistencia -y lo haya querido o no- con todas las demás formas, con todas las demás voces. En los últimos cincuenta años, en el teatro, se ha insistido mucho en lo no dicho, en el subtexto. Se ha dado la misma importancia a lo que ocurre entre las réplicas de Chejov que a lo que dicen esas mismas réplicas (felizmente, entre las réplicas de Chejov ocurren muchas cosas), y del mismo modo en el que el arte no figurativo deja mucho espacio, a menudo todo el espacio, al imaginario del que mira, la música, buscando las vibraciones perdidas entre las notas, más allá de la melodía, ha revelado otros territorios muy poco frecuentados. En una frase ya célebre, decía Sacha Guitry: "El concierto que acabáis de oír era de Wolfgang Amadeus Mozart. Y el silencio que le ha seguido también era de Mozart". Algunos músicos contemporáneos dicen que intentan, ante todo, pasar de un silencio a otro silencio. De la misma manera en que, para Grotowsky, el arte de la danza se manifiesta más claramente cuando los pies se elevan por encima del suelo, y no cuando lo tocan, todos nosotros hemos soñado con lo efímero, lo ligero, lo volátil, lo fantasmal, todo aquello que se dice sin decir y se da a ver sin mostrarse. Y así hemos tendido, la mayor parte de las veces a ciegas, hilos invisibles entre los signos que consideramos demasiado visibles, ruidosos y pesados.
Todo esto se sitúa en el movimiento secreto del tiempo, en el oscuro abismo del siglo, en esas fuerzas acumuladas que son demasiado sombrías y demasiado densas como para analizarlas con absoluta claridad. La propia ciencia, o lo que más destaca de ella hoy en día, se interesa antes por las relaciones entre los hechos -y también por las fuerzas, difícilmente penetrables, que los determinan- que por los hechos en sí mismos.
La totalidad del siglo XX -tan intensamente concreto- ha parecido volcarse secretamente en distintas modalidades de lo invisible.

Jean-Claude Carrière
La película que no se ve