El ferrocaril, 1872-1873. Édouard Manet
Via Crucis, 1440. Anónimo (maestro dell´Osservanza)
Decolación de san Juan Bautista, 1608. Caravaggio
1.- Ver y no ver
En 1874, el año de la primera exposición de los impresionistas, Édouard Manet presenta una de sus obras en el Salón parisino. El impacto es, como siempre, grande. Algunos años después se habla de ello todavía:
El ferrocaril. Este cuadro muestra una niñita que mira entre rejas. Su hermana mayor está sentada a su lado. No hay ningún ferrocaril.
Lo que el título del cuadro anuncia no se muestra. No es que el ferrocaril no esté allí, sino que su imagen queda velada, escondida, inaccesible. (...)
Una mujer está sentada y mira de frente. Su mirada aunque algo perdida y pensativa, parece salir a nuestro encuentro. De pie junto a ella, una niña nos da la espalda y nos introduce en el interior del cuadro. Una reja negra nos impide el acceso al fondo. La clara y densa atmósfera de vapor de una locomotora lo invade todo. En el centro de la imagen las rejas y el vapor forman un obstáculo que hay que interpretar como una censura. La pequeña se agarra con su mano izquierda a la reja y parece esconder su cabeza entre dos barrotes. Su curiosidad es evidente, su frustación también.
El espectador se ve arrastrado por estas dos maneras de mirar, hacia dentro y, a la vez, hacia fuera de la imagen. El cuadro presenta un desdoblamiento, pero al mismo tiempo es coherente consigo mismo.
(...) Esta obra está en abierto diálogo con la tradición europea de las pinturas que tematizan la vista, y a la vez supone, creo, una confrontación con la poética impresionista que estaba naciendo.
(...) La representación de la mirada en el arte pictórico es un tema que merecería una investigación en profundidad. Pero la ausencia de estudios significativos sobre este asunto no nos impide constatar que la tematización de la mirada en el interior del campo de la imagen contiene siempre una alusión dirigida al espectador del cuadro. La representación de la "mirada obstaculizada" es un caso límite entre tantos otros, pero no es ninguna excepción en el transcurso de la historia de la pintura. Con algunos ejemplos lo veremos mejor.
Podemos empezar esta incursión en la temática de la mirada interrumpida con una pintura del Quattrocento, el Via Crucis del sienés "maestro dell´Osservanza". Esta escena forma parte de una predella que narra la Pasión de Cristo. Al fondo del Via Crucis se alza un edificio en el que se ven tres figuras. Desde su posición, contemplan la escena que para nosotros constituye el cuadro. Sin embargo, la experiencia visual de estas tres figuras no coincide en absoluto con nuestra propia contemplación de la escena. Lo que marca la diferencia son dos detalles: en primer lugar, los tres personajes están observando lo que acontece "desde el fondo"; en segundo lugar, esta visión se ve impedida por una larga viga de madera.
¿Cuál ha sido la intención del artista? Para poder responder a esta cuestión, debemos plantearnos varias preguntas más, por ejemplo: ¿por qué el pintor ha representado precisamente tres espectadores internos?
Al analizar la situación de estos anónimos personajes-espectadores entendemos que su mirada tiene por objeto centrar la atención sobre tres secuencias narrativas del Vía Crucis. La mujer situada a la izquierda gira la cabeza hacia el grupo de María sobre las curvadas puertas de Jerusalén. La figura de la derecha mira hacia el grupo de los fariseos, que está abandonando el campo de la imagen a la derecha, mientras que la única persona que se concentra en la escena principal, es decir, en la Pasión de Cristo, es la del niño que mira desde la ventana del centro. El trayecto narrativo continuo se descompone así en tres secuencias, que se erigen a través del interior de la imagen en señales de recepción. Este recurso puede seguirse hasta el último detalle. Tanto los postigos de la izquierda como los de la derecha aparecen medio cerrados, lo que supone un indicio de la relativa importancia de las secuencias periféricas. La gran viga de madera, que desde el interior de la escena tematiza la mirada y la obstaculiza violentamente, frena de nuevo el paso de las miradas laterales. Sólo el niño, gracias a su estatura, consigue eludir este elemento de censura. Asimismo, en lugar de exhibir los postigos a medio cerrar, su ventana está abierta de par en par, y un paño cuelga de otra viga que desde el interior parece acentuar la aparición de su cabeza por debajo del primer obstáculo. Desde ese interior de la zona de las ventanas, esta otra barra de madera es como la repetición interrumpida de la que se haya debajo de ella, y en la que cuelga otra pieza de tela bordada. De manera metonímica percibimos la idea de "continuidad" y de " discontinuidad". Todo ello debe intuirlo el propio espectador, y otros indicios van a ayudarle. En el centro del grupo de afiladas lanzas, una apunta al niño y las otras se dividen en dos grupos en un intento quizá de subrayar las posiciones de los dos espectadores laterales. Estos espectadores miran a la "muchedumbre", mientras el niño, por el contrario, se esfuerza en dirigir su mirada a lo único y más importante: Cristo.
Los tres personajes encarnan, en una situación-espejo, nuestra propia percepción del cuadro. También nosotros debemos abordar la imagen tres veces. Al igual que la mujer en la ventana, debemos compadecernos del dolor de María; como el joven de la izquierda, debemos seguir acompañando a Cristo en el camino de la cruz; como el niño del centro, debemos concentrarnos en lo principal de cuanto ocurre.
Esta situación-espejo queda también sugerida por otras señales sugeridas en el cuadro. En una bandera roja se descubre una inscripción que reza R.Q. P. S., siglas que corresponden a la versión inversa de la conocida insignia romana S. P. Q. R. Este detalle nos indica que para poder "leer" tanto el cuadro como la inscripción debemos situarnos en el interior de la escena y, desde allí, aunque sólo sea en espíritu, ocupar el lugar de las figuras-eco.
Así, gracias a una elaborada retórica se nos indica cuál debe ser nuestro comportamiento como espectadores.
Esta tematización del "mirar con atención" se convierte en la clave y al mismo tiempo en su antítesis. La dificultad de la percepción y su fragmentación esclarecerán finalmente nuestra manera de ver.
En definitiva, la percepción de una narración en el marco de una "pintura de historia" es un privilegio y una prerrogativa que comparten una larga lista de pinturas del Renacimiento. Leon Battista Alberti comparó el cuadro moderno con una "ventana abierta". Las imágenes en perspectiva suponen la presencia del espectador, que queda implicado o tematizado por el cuadro mismo, al tiempo que su figura acaba adquiriendo una función centralizadora. En lugar de la combinación medieval de puntos de vista que se produce en el Via Crucis del "maestro dell´Osservanza", el albertino "cuadro de historia" implica una nueva concepción del tiempo y del espacio.
Esto se evidencia a través de muchas obras, que se revelan como fecundos eslabones entre la concepción medieval y la concepción moderna de la imagen. (...)
Es en el siglo XVII cuando la tematización de la mirada se convierte en un tema obsesivo para la pintura. Así, por ejemplo, la Decolación de san Juan Bautista perdería su sentido sin las dos cabezas de curiosos que se yerguen en el marco de la ventana de la cárcel, ocupando casi la mitad del cuadro. La escena se construye a través de una fuerte diagonal que tiene precisamente como único tema la percepción del dramático suceso.
(...) Podemos conclur diciendo que la transformación del concepto de imagen que se produce en el intervalo de tiempo que media entre el lejano Medievo y el siglo XVII, pasando por el Renacimiento, conlleva a su vez una transformación en la tematización de la obstaculización de la mirada, puesto que desde los inicios del siglo XVII su representación pasa de ser marginal a convertirse en el centro de la escena.
(...) El ferrocarril de Manet es, en ese sentido, un hito. El espacio de la imagen se ve interceptado por la presencia de las negras rejas de hierro que se alzan en el centro de la misma. Enfrente y a través de estas rejas una niña intenta inútilmente ver algo. Además, la blanca humareda de la locomotora que se eleva invade las rejas provocando la censura del interior de la imagen.
Al contrario que lo que ocurría tradicionalmente con las figuras-eco, la niña da aquí la espalda al espectador. La identificación del espectador del cuadro no se realiza en la posición de la figura-espejo sino en una figura-filtro. El contemplador sigue los pasos de esta figura, que es en el cuadro la representante del espectador externo.
El constante uso del espejo por parte del artista da que pensar. Muchas fuentes lo mencionan. El método es antiguo, (...) el vaivén del pintor entre tres polos, caballete/ modelo/ espejo.
Victor I. Stoichita
Ver y no ver
El aseo íntimo, 1715. Watteau
Mujer dormida, 1932. Picasso
El realismo de Picasso
Mi insatisfacción con respecto al naturalismo y a la representación de un espacio naturalista basado en la perspectiva monofocal y mi trabajo en el teatro hicieron que creciera cada vez más mi admiración por Picasso, pero, como la mayoría de los artistas, nunca había tenido muy claro cómo enfrentarme a sus creaciones. Parecía una figura inabarcable, y sus formas eran demasiado personales. Me preguntaba cómo asimilarlas, cómo servirme de ellas, y tenía que encontrar una respuesta. Una de las cosas más importantes y más difíciles para un artista es aprender a no dejarse intimidar, a no tener miedo de manipular los estilos para encontrar una forma propia de expresión. Tarde mucho tiempo, por ejemplo, en darme cuenta de que no existe una verdadera deformación en las obras de Picasso, al contrario de lo que mucha gente piensa. Sus creaciones parecen deformes sólo si se considera un modo concreto de ver las cosas, una visión desde cierta distancia y siempre estática, atemporal. Cuando te das cuenta de lo que Picasso está haciendo, de cómo utiliza también el tiempo (por eso en sus cuadros pueden verse a la vez el frente y el dorso de una figura), cuando empiezas a ser consciente de esto, la contemplación de una obra de Picasso se convierte en una experiencia muy profunda; te das cuenta que no recurre a ningún tipo de deformación, y todo te parece cada vez más real. De hecho, es el naturalismo lo que resulta cada vez menos real. Llegas a poner en entredicho la propia naturaleza del realismo; empiezas a sospechar como nunca antes lo habías hecho que existen distintas formas de realismo y que algunas son más reales que otras.
Empecé a ser consciente de que el enfoque de Picasso era más real que ningún otro, y también empecé a entender porque era más enérgico. En diciembre de 1984 me fui a París con mi amiga Celia Birtwell a visitar a un amigo enfermo, Jean Léger. En el Grand Palais había una exposición de Watteau y en el Beauborg otra del legado Kahnweiler de pinturas de Picasso. Al visitar con Celia la estupenda exposición de Watteau me llamó la atención una pequeña y encantadora pintura, absolutamente maravillosa, titulada El aseo íntimo. En ella aparece una señora de buena posición atendida por una sirvienta. De la pintura emana perfume y un sensual encanto femenino. Celia me comentó que era deliciosa, que producía un maravillosos sentimiento de placer; yo estaba totalmente de acuerdo. Al día siguiente fuimos a ver los cuadros de Picasso en el Beauborg y entre ellos había una pequeña pintura de 1932 que por la fecha debía ser un retrato de Marie-Thérèse; Celia volvió a tener la misma sensación: era una imagen deliciosa. Le señalé la enorme diferencia entre Picasso y Watteau; si te pones a pensarlo, en la pintura de Watteau acabas sorprendiéndote a tí mismo en la posición de mirón. Es como si estuvieses en otra habitación mirando a través de una pequeña puerta a una señora que está siendo empolvada por su doncella. En la pintura de Picasso, en cambio, no te preguntas dónde estás porque ves al mismo tiempo el frente y el dorso de la figura; estás dentro del cuadro, y no puedes permanecer al margen moviéndote a su alrededor. En la pintura de Watteau eres un voyeur que contempla la escena a través del ojo de una cerradura; en la de Picasso no.
David Hockney
Así lo veo yo
Hay mensajes cuyo destino es la pérdida,
palabras anteriores o posteriores a su destinatario,
imágenes que saltan del otro lado de la visión,
signos que apuntan más arriba o más abajo de su blanco,
señales sin código,
mensajes envueltos por otros mensajes,
gestos que chocan contra la pared,
un perfume que retrocede sin volver a encontrar su origen,
una música que se vuelca sobre sí misma
como un caracol definitivamente abandonado.
Pero toda pérdida es el pretexto de un hallazgo.
Los mensajes perdidos
inventan siempre a quien debe encontrarlos.
Roberto Juarroz
Le contaré algo. Hace dos años, estuve en Delos buscando localizaciones. El sol caía sobre las ruinas. Deambulaba entre el mármol y las columnas caidas... y una lagartija asustada se deslizó bajo una lápida. El canto de las cigarras añadia una nota de desolación al paisaje vacío. Entonces oí un sonido hueco. Parecía venir de las profundidades de la tierra. En lo alto de una colina vi un viejo olivo doblegándose,... derrumbándose solitario hacia la muerte. El agujero abierto por el árbol descubrió un busto de Apolo. Pase ante la fila de leones hasta llegar al lugar donde dicen que nació Apolo. Cogí mi Polaroid y apreté el disparador. Cuando la fotografía salió, me quedé asombrado. No había nada. Cambié de posición y volví a intentarlo. Nada. Imágenes negras del mundo. Como si mi mirada no funcionase. Seguí tomando fotografías. Los mismos agujeros negros. El sol desapareció en el horizonte... como si lo abandonara. Sentí que me hundía en la oscuridad.
Cuando me propusieron el proyecto, acepté enseguida. Había renunciado ya pero descubrí algo. Tres bobinas de película de principio de siglo no mencionadas por ningún historiador. No sé que me pasó. Me sentía inquieto. Quería liberarme de esa sensación pero no podía. Tres bobinas. Tal vez una película entera sin revelar. Tal vez la primera película. La primera mirada. Una mirada perdida. Una inocencia perdida. Me obsesionó como si fuera... mi propia obra,... mi primera mirada perdida hace tiempo.
La mirada de Ulises. Theo Angelopoulos
… Los objetos que vemos no son en si mismos lo que vemos… de manera que, si omitimos nuestro sujeto o la forma subjetiva de nuestros sentidos, desaparecerían todas las cualidades, todas las relaciones de los objetos en el espacio y en el tiempo. Y más aún, el espacio y el tiempo mismo.
E. Kant
Políptico El cordero místico, 1427 - 1432. Jan Van Eyck
La mujer de la balanza, 1662 - 1664. Jan Vermeer
La luz de los ojos
De vez en cuando me pongo a hacer una lista de los últimos libros que he leído y de los que me prometo leer (mi vida funciona a base de elencos: listas de cosas que han quedado en suspenso, proyectos que no se han realizado). En los libros de los últimos meses compruebo que por extraña coincidencia hay un tema recurrente: los colores. He leído un poema persa medieval, Las siete princesas de Nezamí, recientemente traducido al italiano, donde los siete colores corresponden cada uno a un campo alegórico y moral independiente; después El elogio de la sombra, del japonés Tanizaki, en el que se habla de las «infinitas gradaciones de la oscuridad»; naturalmente he leído las Observaciones sobre los colores, deWittgenstein (recientemente traducido), para quien los colores se pueden definir sólo en el plano del lenguaje; y este libro me impulsó a releer la Teoría de los colores de Goethe, que acaba de reeditarse.
Pero antes que todos estos libros había leído otro sobre el cual me dieron en seguida ganas de escribir, pero que hasta ahora he mantenido en espera, como sucede con las obras en las que son muchas las cosas interesantes, demasiadas para meterlas en un artículo. Y ahora ocurre que todas las otras lecturas se vinculan con aquel libro donde se cuenta, por ejemplo, que Newton, que descubrió la refracción del espectro, estableció que los colores fundamentales son siete, no porque viera realmente siete, sino porque el siete era el número clave de la armonía del cosmos (las siete notas musicales, etc.) y además se fiaba de un ayudante dotado de un ojo tan selectivo que conseguía distinguir entre el azul y el violeta un color independiente: el índigo, bellísimo nombre pero color que nunca ha existido.
En una palabra, no puedo seguir esperando, tengo que hablarles de este libro: Ruggero Pierantoni, L'occhio e l'idea, Fisiología e storia della visione (Boringhieri). Se trata de una historia de las teorías que han tratado de explicar cómo funcionan los ojos, qué es en realidad la vista, cuál es la naturaleza de la luz, empezando por los griegos, los árabes y así sucesivamente hasta la edad moderna, en la fisiología, en los presupuestos filosóficos de cada teoría y en las consecuencias que de ellos derivan para las artes, sobre todo para la pintura. El autor, leo en la contraportada, «se ha especializado en los aspectos biofísicos de la comunicación en los animales, trabaja en el Max Planck Institut de Tubingen y en el California Institute of Technology, y actualmente es investigador en el Instituto de Cibernética del CNE, en Camogli». Un científico con todas las credenciales en regla, pero que cultiva una escritura elegante de ensayista literario e intereses de historia de las ideas y de estética concomitantes con los de historia de la ciencia y de la investigación activa.
Hay un territorio fronterizo entre teoría de la visión y problemática de las artes figurativas que es donde se sitúan los libros más conocidos de Gombrich; el libro de Pierantoni, especialmente en los últimos capítulos, sigue un camino paralelo a Gombrich y disiente de él. Me detendré en cambio en los primeros tres capítulos que se titulan: Los mitos de la visión; El espacio, dentro y fuera; La luz, dentro y fuera.
Pitágoras y Euclides creían que el ojo emitía un haz de rayos que chocaban con los objetos; como el ciego avanza extendiendo el bastón, así el ojo que ve percibe la realidad tocándola con sus rayos, que después vuelven al interior del ojo y lo informan. Demócrito creía que de las cosas se separaban imágenes inmateriales que entraban en la pupila; para Lucrecio en cambio eran minúsculos fragmentos de materia, que él llamaba átomos (y nosotros fotones). Para Platón había rayos que partían del ojo y rayos que partían del Sol; al reflejarse en los objetos se encontraban y volvían al ojo. Para Galeno había un espíritu visual que se originaba en el cerebro y se movía dentro del ojo, capturaba en el cristalino la luz y las imágenes transportadas por ella y las hacía remontar al cerebro.
Herederos de la ciencia griega, los árabes partían de Galeno, aceptaban la mediación del espíritu visual pero rechazaban decididamente la idea de los rayos proyectados por los ojos hacia el exterior: ahora la visión viene de afuera, no de dentro.
También en la Edad Media cristiana entra en crisis la convicción de que el ojo emite luz. En el cristalino (situado, contra toda experiencia, en el centro del ojo, como la tierra en el centro del cosmos) es donde se produce la fusión entre el Mundo y el Yo: así lo creía Dante. Los diagramas de la anatomía del ojo pierden toda connotación biológica, se convierten en una geometría de círculos concéntricos como -dice Pierantoni- «un mundo ptolemaico de esferas armilares».
En la época de León Battista Alberti los rayos que partían del ojo se convierten en líneas geométricas, abstracciones euclidianas: la pirámide de la perspectiva. Y entonces Leonardo desmonta esta construcción abstracta: la «virtud visual» no es puntiforme como sería si actuara en el vértice de la pirámide de líneas, sino que es una propiedad del ojo entero.
Las meditaciones de Leonardo sobre la óptica se inspiran ya en su modo genial de adherir a la realidad fuera de todo esquema, ya en el esfuerzo por hacer coincidir la experiencia con la tradición aprendida en los libros. El es el primero en comprender que el nervio óptico no puede ser un canal hueco, como creían la antigüedad y la Edad Media árabe y cristiana, sino algo múltiple y complejo, ya que si no las imágenes terminarían por superponerse y confundirse. Entre tanto, lo que trata de aprehender en sus cuadros es la naturaleza fisiológica, no conceptual de la visión.
«Para Leonardo la luz no ha sido nunca un rayo abstracto que se mueve en la mente y en el ojo del hombre, sino un mar radiante que interactúa de algún modo e incesantemente con la materia. Y la materia, los objetos, los hombres, los lugares, no son representables mediante las líneas continuas y precisas de sus contornos, sino sólo evocados por el constante esfumarse de las superficies.»
Entre tanto en la ciencia oficial Vesalio publicaba sus láminas, en las cuales la anatomía se convierte en una ciencia experimental basada en la disección de cadáveres. Pero no para el ojo, que sigue siendo dibujado según los esquemas tradicionales greco-árabes. Las hipótesis geniales de Leonardo permanecían enterradas en sus papeles privados.
En los pintores italianos del Renacimiento «la luz está tan presente que es como ausente, y no parece provenir de ningún punto del universo»: es un mar en el que están inmersas las figuras. En cambio en el Norte la idea de la luz es completamente diferente: «los flamencos y los holandeses aprenden a amar las materias en las que la luz se detiene, prisionera en una red de reflejos de los cuales resurge transformada en arco iris. Esmaltes, cristales, aceros, corales, cuarzo. Aparece toda una ciencia que persigue y sorprende la luz en los momentos críticos de su viaje a través de la materia y en la clausura secreta del ojo humano". Pero esto con muchas diferencias entre un pintor y otro: «Van Eyck pinta las cosas como deben ser y Vermeer como las percibe. En Vermeer la luz es un hecho subjetivo, privado... En las manos milagrosas de Van Eyck es la revelación absoluta de un mundo espiritual sólo destinada al ojo del alma y emitida por el ojo de Dios."
Desde la antigüedad y el Medioevo las metáforas que sirven de modelo al funcionamiento del ojo han cambiado muchas veces: el bastón, la flecha, la lente, la pirámide, después (en tiempos de Leonardo) la cámara oscura, después el «espejo del mundo», después la «ventana del alma». Cuando en 1819 Scheiner secciona la esclerótica, mira «dentro» del ojo, ve «como desde una ventana» la imagen en la retina «reflejada como en un espejo»; estas dos metáforas resultan decisivas. Los pintores se ponen a dibujar una ventanilla reflejada en la pupila de los rostros retratados: inclusive la liebre de Durero, escondida entre la hierba, tiene una ventana en su pupila atenta.
En cuanto al espejo, Claude Lorraine pintaba de espaldas al paisaje, que veía reflejado en un espejito convexo, obteniendo así efectos de remota vaguedad. Nace el pathos de la distancia, componente fundamental de nuestra cultura.
La imagen llega invertida a la retina. ¿Cómo se endereza? Leonardo había emitido la hipótesis de un cristalino suplementario en la cámara oscura del ojo, según un sistema ópticamente perfecto pero privado de fundamentos anatómicos. Y Kepler sortea el obstáculo porque comprende que el enderezamiento de la imagen es una operación intelectual y no fisiológica. Los tiempos están maduros para que entre en acción el ego pensante e inmaterial de Cartesio. Pero Cartesio necesita todavía un soporte anatómico y escogerá la glándula pineal, enterrada en el fondo del cerebro, una fortaleza bien defendida (la imagen es de Pierantoni), que garantiza la unidad de la visión y del sujeto.
Pero a propósito, ¿por qué razón debemos tener dos ojos si la visión es una (y uno el mundo)? El descubrimiento del quiasma (punto de encuentro de los dos nervios ópticos) y, poco a poco, de su función y funcionamiento, compromete a la filosofía.
Una pregunta atraviesa toda la historia que hemos recorrido: ¿dónde se forma la visión?, ¿en el ojo o en el cerebro? Y si es en el cerebro, ¿en cuál de sus zonas? Cuando se plantean estas preguntas resulta natural imaginar que el hombre lleva escondido dentro de su cabeza un homúnculo que escruta la imagen que llega; el homúnculo se sitúa primero detrás del cristalino, contempla a continuación la retina y después se instala en el cerebro. Hay que hacer un esfuerzo para imaginarse cómo funciona el hombre evitando el antropomorfismo.
La cuestión es saber en qué momento del proceso la luz se convierte en imagen. Dice Berkeley: «Lo que sobre todo induce a error es que aquello en que pensamos es la imagen que se forma en el fondo del ojo. Nos imaginamos entonces que estamos mirando el fondo del ojo de otro hombre. O bien que algún otro hombre está mirando la imagen que se ha formado en el fondo de nuestro ojo.»
La alternativa ojo-cerebro continúa hasta que el microscopio demuestra que la retina y la corteza visual están hechas de la misma manera: se abre así el camino por el que se llegará a entender que la retina es una parte periférica de la corteza cerebral. En suma, el cerebro empieza en el ojo. (Esta última frase la digo yo y esperemos que sea correcta.)
El capítulo culminante del libro de Pierantoni es el que se refiere al descubrimiento de Camillo Golgi; no lo resumo porque echaré a perder sus efectos -tanto poéticos como dramáticos- verdaderamente notables.
Llegamos así a la retina tal como la conocemos hoy (la descripción es muy clara, pero no hubiera estado de más un dibujo que nos permitiera seguir gráficamente todas las relaciones «horizontales» y «verticales») y el cuadro complejo de la vista que de ello resulta echa por tierra todos los modelos sucesivos que nos habíamos fabricado.
Pierantoni reconoce en cada modelo unas constantes «míticas» y el hilo conductor de su libro es justamente el desvelamiento de estos «mitos» de los cuales se nutre nuestra conciencia, que impiden comprender la realidad de los procesos naturales aun cuando se disponga de todos los datos necesarios. El último de estos modelos míticos según Pierantoni es la calculadora electrónica.
Este enfoque «mitológico» de la historia de la ciencia y de la cultura me parece el más justo y necesario: mi única reserva consiste en la actitud de «polémica contra los mitos» que ese enfoque encubre. El conocimiento procede siempre a través de modelos, analogías, imágenes simbólicas, que hasta cierto punto sirven para comprender y después se dejan de lado para recurrir a otros modelos, otras imágenes, otros mitos. Hay siempre un momento en que un mito que verdaderamente funciona despliega su plena fuerza cognitiva.
Lo extraordinario es cómo a distancia de siglos una concepción descartada por mítica vuelve a resultar fecunda en un nuevo nivel de los conocimientos, asumiendo un nuevo significado en un contexto nuevo.
¿No sería posible concluir que la mente humana -en la ciencia como en la poesía, en la filosofía como en la política y el derecho- sólo funciona a base de mitos, y que la única alternativa consiste en adoptar un código mítico en vez de otro? Un conocimiento fuera de un código, cualquiera que sea, no existe; es preciso únicamente estar atentos para distinguir los mitos que se degradan y se convierten en obstáculos al conocimiento o, peor aún, en peligros para la convivencia humana.
Usando «míticamente» la imagen de la estructura biofísica de la retina, la mente humana se me presenta como un tejido de «mito-receptores» que se transmiten uno al otro sus inhibiciones y excitaciones, a semejanza de los foto-receptores que condicionan nuestra vista y hacen que al mirar las estrellas veamos que emiten rayos cuando «en realidad» deberían parecernos puntiformes...
Italo Calvino, 1982
Colección de arena