25.3.15

Pórtico de la Gloria. Catedral de Santiago de Compostela.


También a veces íbamos a refugiarnos, mezclados con los santos y los patriarcas de piedra, bajo el pórtico de Saint-André-des-Champs. ¡Qué francesa era aquella iglesia! Encima de la puerta, los santos, los reyes-caballeros con una flor de lis en la mano y las escenas de bodas y funerales estaban representados como podían estarlo en el alma de Françoise. El escultor también había narrado ciertas anécdotas sobre Aristóteles y Virgilio del mismo modo que Françoise, en la cocina, hablaba de buena gana de san Luis como si lo hubiese conocido en persona, y por lo general para avergonzar con esa comparación a mis abuelos, que eran menos "justos". Se notaba que las nociones que el artista medieval y la campesina medieval (superviviente en el siglo XIX) tenían de la historia antigua o cristiana, y que se caracterizaban tanto por su exactitud como por su ingenuidad, no procedían de los libros, sino de una tradición antigua y directa, ininterrumpida, oral, deformada, irreconocible y viva. (...)
Como si las caras de piedra esculpida, grisáceas y desnudas como lo están los bosques en invierno, no fueran más que un sueño, una reserva, pronta a florecer de nuevo a la vida en innumerables rostros populares, reverendos y taimados como el de Théodore, coloreados con la rojez de la manzana madura. No aplicada a la piedra como esos angelitos, sino separada del pórtico, de estatura más que humana, de pie sobre una peana como sobre un taburete que le evitara posar las plantas sobre el húmedo suelo, una santa tenía las mejillas llenas, el seno firme que henchía el paño como un racimo maduro en un saco de crin, la frente estrecha, la nariz corta y traviesa, las pupilas hundidas, el aspecto sano, insensible y animoso de las aldeanas de la comarca. Esta semejanza que insinuaba en la estatua una ternura que yo no había buscado, quedaba confirmada a menudo por alguna muchacha de los campos , llegada con nosotros a guarecerse y cuya presencia, semejante a la de esos follajes de parietaria que han crecido junto a los follajes esculpidos, parecía destinada a permitir juzgar la verdad de la obra de arte tras cotejarla con la naturaleza. Delante de nosotros, en la distancia, tierra prometida o maldita, Roussainville, cuyos muros nunca llegué a penetrar, Roussainville, a veces, cuando la lluvia ya había escampado para nosotros, seguía siendo castigado como un pueblo bíblico por todas las lanzas de la tormenta que flagelaban oblicuamente las moradas de sus habitantes, o bien ya estaba perdonado por Dios Padre, que mandaba descender hacia él, desigualmente largos, como los rayos de un monumento de altar, los tallos de oro desflecados de su sol reaparecido.

Marcel Proust
Por la parte de Swann. A la busca del tiempo perdido.