30.9.15


 Bildgewaltig. Afrika, Ozeanien und die Moderne. Fondation Beyeler. Christoph Merian Verlag


Hay un cuerpo humano cuando entre vidente y visible, entre lo que toca y lo que es tocado, entre un ojo y otro, entre mano y mano se hace una especie de cruce, cuando se enciende la chispa del sentiente sensible, cuando prende el fuego que no cesará de arder, hasta que tal accidente del cuerpo deshaga lo que ningún accidente hubiera bastado a hacer...
Ahora bien, desde que está dado ese extraño sistema de intercambios, están dados todos los problemas de la pintura. Estos ilustran el enigma del cuerpo y él los justifica. Puesto que las cosas y mi cuerpo están hechos de la misma pasta, es preciso que su visión se haga de alguna manera en ellas, o incluso que su visibilidad manifiesta se duplice en él por una visibilidad secreta: "La naturaleza está en el interior", dice Cézanne. Cualidad, luz, color, profundidad, que están ahí ante nosotros, no lo están más que porque despiertan un eco en nuestro cuerpo, porque este los acoge. Ese equivalente interno, esa fórmula carnal de su presencia de las cosas suscitan en mí, ¿por qué no suscitarán a su vez un trazado, todavía visible, donde cualquier otra mirada reencontrará los motivos que sostienen su inspección del mundo? Aparece entonces un visible a la segunda potencia, esencia carnal o icono del primero. No es un doble debilitado, un trampantojo, otra cosa. Los animales pintados en Lascaux no están ahí como lo están la grieta o la hinchazón calcárea. Pero tampoco están en otra parte. Un poco hacia adelante, un poco hacia atrás, sostenidos por su masa de la que se sirven con destreza, los animales irradian en torno a ella sin romper jamás su inasible sujeción.
Me encontraría en apuros para decir dónde está el cuadro que miro. Pues no miro como se mira una cosa, no lo fijo en su sitio, sino que mi mirada yerra en él como en los nimbos del Ser, veo según él o con él más bien que lo veo a él.

El dibujo y el cuadro no pertenecen más que a la imagen en-sí. Son dentro del fuera y el fuera del dentro, que hace posible la duplicidad del sentir, y sin los que no se comprenderá jamás la cuasi presencia y la visibilidad inminente que constituyen todo el problema del imaginario. El cuadro, la mímica del comediante no son auxiliares que yo tomara prestados del mundo verdadero para puntar a través de ellos a cosas prosaicas en ausencia de estas. Lo imaginario está mucho más cerca y mucho más lejos de lo actual: más cerca porque es el diagrama de su vida en mi cuerpo, su pulpa o su reverso carnal expuestos por primera vez a las miradas, y porque en ese sentido, como dice enérgicamente Giacometti, "lo que me interesa en todas las pinturas es la semejanza, es decir, lo que es para mí la semejanza: lo que me hace descubrir un poco el mundo exterior". Mucho más lejos, porque el cuadro no es un análogo más que según el cuerpo, porque no ofrece al espíritu una ocasión de repensar las relaciones constitutivas de las cosas, sino que ofrece a la mirada, para que los despose, los rasgos de la visión del interior, y a la visión lo que la tapiza interiormente, la textura imaginaria de lo real.

Sea cual sea la civilización en la que nazca, y cualesquiera que sean las creencias, los motivos, los pensamientos o las ceremonias de las que se rodee, e incluso cuando parece destinada a otra cosa, desde Lascaux hasta hoy día, pura o impura, figurativa o no, la pintura no celebra nunca otro enigma que el de la visibilidad.
Lo que decimos viene a ser un truismo: el mundo del pintor es un mundo visible, nada más que visible, un mundo casi loco, porque está completo no siendo sin embargo más que parcial. La pintura despierta, lleva hasta su potencia última un delirio que es la visión misma, pues ver es tener a distancia, y la pintura extiende esta extravagante posesión a todos los aspectos del Ser, que deben de alguna manera hacerse visibles para entrar en ella. Cuando el joven Berenson hablaba, a próposito de la pintura italiana, de una evocación de los valores táctiles, no podía estar más equivocado: la pintura no evoca nada, y en particular no evoca lo táctil. Hace una cosa completamente distinta, casi la inversa: la pintura da existencia visible a lo que la visión profana cree invisible, hace que tengamos necesidad de un "sentido muscular" para tener la voluminosidad del mundo.




¿Qué es lo que el pintor le pide exactamente? Que revele los medios, nada más que visibles, por los que ella se hace montaña ante nuestros ojos. Luz, iluminación, sombras, reflejos, color, todos esos objetos de la indagación no son en absoluto seres reales: igual que los fantasmas no tienen una existencia más que visual. Incluso no están más que en el umbral de la visión profana, habitualmente no se los ve. La mirada del pintor les pregunta cómo se las apañan para hacer que haya de repente una cosa, y cómo se las arregla esa cosa para componer ese talismán del mundo, para hacernos ver lo visible.

Los modernos, como es sabido, han liberado muchos otros fantasmas, añadiendo muchas notas sordas a la gama oficial de nuestros medios de ver. Pero la interrogación de la pintura se dirige en todo caso a esa génesis secreta y febril de las cosas en nuestro cuerpo.

Max Ernst (y el surrealismo) dice con razón: "Del mismo modo que el papel del poeta desde la célebre carta del vidente consiste en escribir al dictado de lo que se piensa, de lo que se articula en él, el papel del pintor es cernir y proyectar lo que se ve en él". El pintor vive en la fascinación. Sus acciones más propias -esos gestos, esos trazos de los que solo él es capaz, y que serán para los otros una revelación, porque no tienen las mismas faltas que él-, a él le parece que emanan de las cosas mismas, como el dibujo de las constelaciones. Entre él y lo visible, los papeles inevitablemente se invierten. Por eso han dicho tantos pintores que las cosas les miran, y André Marchand después de Klee: "En un bosque, he sentido repetidas veces que no era yo quien que miraba el bosque. He sentido, ciertos días, que eran los árboles quienes me miraban, quienes me hablaban... Yo estaba ahí, escuchando... Creo que el pintor debe ser atravesado por el universo y no querer traspasarlo él... Espero a estar interiormente sumergido, sepultado. Pinto acaso para surgir".

Se dice que un hombre nace en el instante en que aquello que en el fondo del cuerpo materno no era más que un visible virtual que se hace a la vez visible para nosotros y para sí. La visión del pintor es un nacimiento continuado.

El "instante del mundo" que Cézanne quiso pintar y que pasó ya hace tiempo, sus lienzos nos lo siguen arrojando, y su montaña Sainte-Victoire se hace y se rehace de un extremo a otro del mundo, de otro modo, pero no con menos energía que en la dura roca por encima de Aix. Esencia y existencia, imaginario y real, visible e invisible: la pintura embrolla todas nuestras categorías al desplegar su universo onírico de esencias carnales, de semejanzas eficaces, de significaciones mudas.




Descartes estaba en lo cierto al liberar el espacio. Su equivocación provino de erigir el espacio en un ser totalmente positivo, más allá de todo punto de vista, de toda latencia, de toda profundidad y sin ningún espesor verdadero.

Las cosas se superponen unas a otras porque están una fuera de otra.

Invirtiendo la frase de Leibniz: verdadera en aquello que niega y falsa en aquello que afirma.

El cuerpo es para el alma su espacio natal y la matriz de cualquier otro espacio existente. Así la visión se desdobla: hay la visión sobre la que reflexiono, que no puedo pensar de otro modo que como pensamiento, como inspección del Espíritu, juicio, lectura de signos. Y hay la visión que tiene lugar, pensamiento honorario o instituido, aplastado en un cuerpo suyo, del que no cabe tener idea más que ejerciéndolo, y que introduce, entre el espacio y el pensamiento, el orden del compuesto del alma y del cuerpo. El enigma de la visión no es eliminado: es remitido del "pensamiento del ver" a la visión del acto.

El espacio ya no es aquel del que habla la Dióptrica de Descartes, una red de relaciones entre objetos, tal como la vería un tercer testigo de mi visión, o un geómetra que la reconstruye y la sobrevuela; es un espacio contado a partir de mí como punto o grado cero de la espacialidad. No veo el espacio según su envoltura exterior, lo veo desde dentro, estoy englobado en él. Al cabo, el mundo está alrededor de mí, no delante de mí. La luz es encontrada como acción a distancia y ya no es reducida a la acción de contacto, en otros términos, concebida como puede ser por los que no ven en ella. La visión recupera su poder fundamental de manifestar, de mostrar más que ella misma. Y puesto que se nos dice que un poco de tinta basta para hacer ver bosques y tempestades, es preciso que la visión tenga su imaginario.

No se trata ya de hablar del espacio y de la luz, sino de hacer hablar al espacio y a la luz que están ahí.

Todas las búsquedas que se creían cerradas, se reabren. ¿Qué es la profundidad, que es la luz; qué son, no para el espíritu que se cercena del cuerpo, sino para el espíritu del que dijo Descartes que estaba extendido en el cuerpo; y, en fin, no solo para el espíritu, sino para ellos mismos, puesto que nos atraviesan, nos engloban?
Ahora bien, es esa filosofía que está por hacer la que anima al pintor, no cuando expresa opiniones sobre el mundo, sino en el instante en que su visión se hace gesto, cuando, dirá Cézanne, el pintor "piensa en pintura".

Maurice Merleau-Ponty
El ojo y el espíritu