4.12.15

Head of Catherine Lampert VI, 1980. Frank Auerbach


Al cabo de tres cuartos de hora llegué a los diques del puerto. Desde allí se ramificaban estanques kilométricos del canal navegable que en una gran curva llevaba a la ciudad, formando anchos brazos de agua y dársenas en las que, como se podía apreciar, desde hacía años no se movía nada y donde las contadas barcazas y cargueros que estaban varados aquí o allá junto a los muelles y que parecían doblados de una manera extraña, hacían pensar en una hecatombe general y definitiva. No lejos de las exclusas, a la entrada del puerto, tropecé, en una calle que partía del muelle en dirección a Trafford Park, con un cartel en el que aparecían pintadas en gruesos trazos de brocha las palabras TO THE STUDIOS. Señalaba el camino hacia un patio adoquinado, en cuyo centro, rodeado de un pequeño césped, había un pequeño almendro en flor. El patio debió de pertenecer alguna vez a una empresa de transportes, pues estaba rodeado en parte de cuadras y cocheras a ras del suelo, y en parte de antiguos edificios de viviendas y oficinas de una o dos plantas, y en uno de esos edificios aparentemente abandonados estaba instalado el estudio al que yo acudiría en los meses siguientes tan a menudo como creía poder asumir para conversar con el pintor que allí trabajaba, desde finales de los años cuarenta, día tras día durante diez horas, sin excluir el séptimo día.
Al entrar en el estudio, los ojos tardaban bastante tiempo en acostumbrarse a la extraña iluminación allí existente, y cuando uno vuelve a ver le parece que todo lo que hay en aquel espacio, de quizá doce por doce metros es impenetrable a la vista, tiende a desplazarse tan lenta como inexorablemente hacia el centro. La oscuridad acumulada en los rincones, el revoque de yeso con manchas de sal e hinchado por la humedad y la pintura que se caía de las paredes, las estanterías sobrecargadas de libros y pilas de periódicos, las cajas, los bancos de trabajo y las mesillas auxiliares, la butaca de orejas, la cocina de gas, el colchón en el suelo, las montañas de papeles, vajillas y cachivaches que se imbricaban, los botes de pintura que brillaban en la penumbra en color rojo carmín, verde hoja y blanco plomizo, las llamas azules de los dos hornos de parafina, todo el mobiliario se mueve milímetro a milímetro hacia la parte central, donde Ferber ha instalado su caballete a la grisácea luz que penetra por la alta ventana del norte, cubierta del polvo de decenas de años. Puesto que aplica la pintura con gruesas pinceladas y más tarde, a medida que avanza la obra, la elimina continuamente rascándola del lienzo, el piso está cubierto por una masa que, mezclada con el polvo de los carboncillos y en gran parte ya endurecida e incrustada, tiene en el centro varias pulgadas de espesor y va adelgazando progresivamente hacia los extremos -en parte semeja una erupción de lava-, y de la que Ferber afirma que representa el auténtico fruto de su empeño incesante y la prueba palpable de su fracaso. Para él siempre había sido muy importante, dijo Ferber una vez de pasada, que en su lugar de trabajo nada cambiara, que todo permaneciera tal como estaba antes, tal como él lo había dispuesto, tal como estaba ahora, que no se añadiera nada más que la mugre que se producía cuando pintaba sus cuadros y el polvo que cae sin cesar y que, como empezaba a comprender con el paso del tiempo, era poco más o menos lo que más amaba en este mundo. El polvo, dijo, le importaba mucho más que la luz, el aire y el agua. Nada le resultaba más insoportable que una casa en la que limpian el polvo, y en ninguna parte se encontraba mejor que allí donde las cosas pueden reposar a su aire y en paz bajo la escoria gris y sedosa que se forma cuando la materia, soplo a soplo, se disuelve en la nada. En efecto pensaba yo a menudo, cuando veía a Ferber trabajar durante semanas en uno de sus bocetos para un retrato, que de lo que se trataba para él ante todo era de aumentar el volumen de polvo. Su manera de dibujar vehemente y apasionada, que ha menudo le llevaba a gastar en muy poco tiempo hasta media docena de carboncillos de madera de sauce, tanto ese modo de dibujar y ese ir y venir sobre el grueso papel apergaminado como el hecho, asociado a aquella su forma de dibujar, de que al poco volviera a borrar con un paño de lana totalmente impregnado de carbón lo que acababa de dibujar, en realidad no era más que una singular producción de polvo que solo se interrumpía durante la noche. Cada vez me maravillaba de nuevo cómo Ferber, hacia el final de una jornada de trabajo, lograba componer con las pocas líneas y sombras que se habían salvado de la acción destructiva un retrato de gran espontaneidad, y todavía más me maravillaba que a la mañana siguiente, tan pronto el modelo había ocupado su puesto y él le había echado la primera ojeada, volviera sin falta a borrar aquel retrato para desenterrar de nuevo del fondo ya muy castigado por los continuos estragos los rasgos y ojos, que en esencia, como solía decir, le resultaban incomprensibles, de la persona -a menudo bastante afectada por este método de trabajo- que tenía enfrente. Cuando Ferber se decidía por fin, después de haber desechado quizá cuarenta variantes -o de haberlas reducido frotando a ras del papel y tapado con nuevos bocetos-, a desprenderse del cuadro, no tanto por el convencimiento de haberlo acabado como por una sensación de fatiga, al observarlo daba la impresión de que hubiera emergido de una larga estirpe de rostros grises y cenicientos que seguían rondando como fantasmas por el papel maltratado.

W. G. Sebald
Los emigrados