Las pinturas rupestres más antiguas del mundo al norte de Australia. Las de Nawarla Gabarnmang, al oeste de las tierras de Arnhem, tienen una antigüedad 45.000 años.
Fue durante su etapa como maestro de escuela cuando Arkadi descubrió la
existencia del laberinto de senderos invisibles que discurren por toda Australia y que
los europeos llaman «Huellas de Ensueño» o «Trazos de la Canción»; en tanto que
los aborígenes los denominan «Pisadas de los Antepasados» o «Camino de la Ley».
Los mitos aborígenes de la Creación hablan de los seres totémicos legendarios
que deambularon por el continente en el Tiempo del Ensueño, cantando el nombre de
todo lo que se les cruzaba por delante —pájaros, animales, plantas, rocas, charcas— y
dando vida al mundo con su canción. (...)
—Herir la tierra —respondió solemnemente— es herirte a ti mismo, y si otros
hieren la tierra, te hieren a ti. La tierra debe permanecer intacta: tal como era en el
Tiempo del Ensueño cuando los antepasados dieron vida al mundo con su canción.
—Rilke —comenté— tuvo una intuición parecida. Él también dijo que la canción
era la existencia.
—Lo sé —asintió Arkadi, mientras apoyaba el mentón sobre las manos—, Tercer
soneto a Orfeo. (...)
Para poder abordar el concepto del Tiempo del Ensueño, dijo, había que entender
que éste es un equivalente aborigen de los dos primeros capítulos del Génesis, con
una diferencia significativa.
En el Génesis, Dios creó las «cosas vivas» y después plasmó al padre Adán con
arcilla. Aquí, en Australia, los antepasados se crearon a sí mismos con arcilla, por
centenares y millares, uno para cada especie totémica.
—De modo que cuando un aborigen te dice: «Mi Ensueño es un Canguro
Valaby», esto significa: «Mi tótem es Valaby. Soy miembro del Clan Valaby».
—¿Así que un Ensueño es un emblema del clan? ¿Una divisa para distinguirnos a
«nosotros» de ellos? ¿«Nuestro» territorio de «su» territorio?
—Es mucho más que eso —respondió.
Cada hombre Valaby creía descender de un padre Valaby universal, que era el
antepasado de todos los otros hombres Valaby y de todos los Valaby vivientes. Los
Canguros Valaby, por lo tanto, eran sus hermanos. Matar a uno de ellos para comerlo
era al mismo tiempo un fratricidio y un acto de canibalismo.
—Sin embargo —insistí—, ¿el hombre no era un canguro Valaby, así como los
británicos no son leones, ni los rusos osos, ni los norteamericanos águilas calvas?
—Cualquier especie —explicó Arkadi— puede ser un Ensueño. Un virus puede
ser un Ensueño. Puedes tener un Ensueño varicela, un Ensueño lluvia, un Ensueño
naranja del desierto, un Ensueño rojo. En los Kimberleys ahora tienen un Ensueño
dinero.
—Y los galeses tienen puerros, los escoceses cardos y Dafne se transformó en
laurel.
—La misma vieja historia de siempre —manifestó.
A continuación explicó cómo se pensaba que, al desplazarse por el país, cada
antepasado totémico había esparcido una huella de palabras y notas musicales a lo
largo de la sucesión de sus pisadas, y cómo estos rastros de Ensueño estaban
impresos sobre la tierra como «medios» de comunicación entre las tribus más
distantes.
—Una canción —dijo— era al mismo tiempo un mapa y un medio de orientación.
Si conocías la canción, siempre podrías encontrar tu itinerario a través del país.
—¿Y un hombre que echaba a andar, un «andariego», siempre marcharía a lo
largo de uno de los Trazos de la Canción?
—En los viejos tiempos, sí —asintió—. Ahora viajan en tren o automóvil.
—¿Y suponiendo que el hombre se apartara de su Trazo de la Canción?
—Se convertiría en un intruso. Podrían clavarle una lanza por eso.
—Pero mientras se ciñera al rastro, ¿siempre encontraría hombres que
compartiesen su Ensueño? ¿Que eran, en verdad, sus hermanos?
—Sí.
—¿Y de los que podía esperar un trato hospitalario?
—Y viceversa.
—¿De modo que la canción es una suerte de pasaporte y de fuente de sustento?
—Nuevamente, es más complicado que eso.
En teoría, por lo menos, toda Australia se podía leer como una partitura musical.
En el país casi no había una roca o un arroyo que no hubiera podido ser, o no hubiera
sido, cantado. Tal vez se podría representar visualmente los Trazos de la Canción
como unos spaghetti de Ilíadas y Odiseas que se enroscaban en todas direcciones y
en los cuales cada «episodio» se podía leer en términos geológicos.
—Por episodio —pregunté—, ¿entiendes un «lugar sagrado»?
—Correcto.
—¿Como los lugares que exploras para el ferrocarril?
—Planteémoslo de esta manera —dijo—. En cualquier lugar de la sabana puedes
señalar un elemento del paisaje y preguntarle al aborigen que te acompaña: «¿Qué
historia tiene eso?», o «¿quién es ése?». Es posible que te conteste: «Un canguro», o
«un periquito», o «un lagarto de cola de troncho». Depende de la identidad del
antepasado que transitó por allí.
—¿Y la distancia entre dos lugares de esos se puede medir como un fragmento de
canción?
—Ésa es la causa de todos mis conflictos con el personal del ferrocarril —
respondió Arkadi.
Una cosa era persuadir a un agrimensor de que una pila de piedras estaba
compuesta por los huevos de una serpiente Abastor erythrogrammus o que una
protuberancia de una rojiza piedra arenisca era el hígado de un canguro muerto de
una lanzada. Y otra muy distinta era convencerlo de que un tramo monótono de
gravilla era el equivalente musical del Opus III de Beethoven.
Al dar vida al mundo mediante la canción, añadió, los antepasados habían sido
poetas en el sentido original de poesis, que significa «creación». Ningún aborigen
podía concebir que el mundo creado era de algún modo imperfecto. Su vida religiosa
tenía un solo objetivo: conservar la tierra como era y como debía ser. El hombre que
se convertía en «andariego» hacía un viaje ritual. Seguía las huellas de su antepasado.
Entonaba las estrofas de su antepasado sin modificar una palabra ni una nota… y así
recreaba la Creación.
—A veces —prosiguió Arkadi— yo guío a mis «ancianos» por el desierto, y
llegamos a una hilera de dunas de arena, y de pronto todos se ponen a cantar. «¿Qué
es lo que cantáis a coro?», les pregunto, y me responden: «Levantamos el país con nuestro canto, jefe. Así se levanta más rápidamente».
Los aborígenes no podían creer que el país existiera antes de que ellos lo hubieran
visto y cantado… así como, en el Tiempo del Ensueño, el país no había existido hasta
que los antepasados lo cantaron.
—¿De modo que la tierra debe existir primeramente como un concepto mental?
—inquirí—. ¿Después hay que cantarla? ¿Y sólo entonces se puede decir que existe?
—Exactamente.
—En otras palabras, ¿«existir» es «ser percibido»?
—Sí.
—Suena sospechosamente a la Refutación de la materia del obispo Berkeley.
—O al budismo de la mente pura que también ve el mundo como una ilusión —
manifestó Arkadi.
—Entonces supongo que estos quinientos kilómetros de acero, que atraviesan
incontables canciones, deben alterar necesariamente el equilibrio mental de tus
«ancianos».
—Sí y no —dijo—. Su configuración emocional es muy resistente, y son muy
pragmáticos. Además, han visto cosas mucho peores que un ferrocarril.
Los aborígenes creen que todas las «cosas vivas» han sido plasmadas en secreto
bajo la corteza terrestre, lo mismo que todos los equipos del hombre blanco —sus
aviones, sus armas de fuego, sus todoterreno Toyota— y todos los inventos futuros,
que están adormecidos debajo de la superficie esperando su turno.
—¿Quizá —sugerí— podrían devolver el ferrocarril, con su canción, al mundo
creado, al mundo de Dios?
—No lo dudes —dijo Arkadi.
Bruce Chatwin
Los trazos de la canción