El geógrafo, 1669. Vermeer
16.9.19
Anotaciones sobre El geógrafo de Vermeer tras salir de la exposición Miradas afines del Museo del Prado.
Todo el cuadro nace de un ojo, más bien del brillo de la luz en el ojo. Del ojo y del ángulo que forma el compás. Ángulo agudo que nace a su vez de señalar un punto de vista, que mide un vacío. Ese ángulo se traslada en ángulo de luz en la pared del fondo e ilumina un mapa. Se repite también en la sombra que forma la silla y en el alféizar de la ventana en sombra. Cuatro veces el mismo ángulo en todo el cuadro como si se tratara de las aristas de una forma cristalina. En los dos extremos del cuadro se crean respondiendo a esto dos ángulo obtusos iguales, uno preñado de aire o luz, el otro de materia, dentro del cuál hay un tercero midiendo otro vacío. Tensiones con el ojo en medio de los ángulos agudos, tensiones con la mano en medio de los obtusos. Forma de caracola, de espiral hacia el ojo, forma en la que se compartimentan distintas psiques.
El elemento inicial, más próximo, geológico, cortinaje de textura, magmático, irracional, donde todavía subyace el mito. Sus pliegues repitiendo los del traje azul del geógrafo son continuas resonancias de su cuerpo. Debajo del azul el rojo, la carne, segunda piel del pliegue, y debajo el blanco que se vuelca en el vacío de un mapa. Blanco del mapa que aparece en silencio entre el geógrafo y lo terrestre, de lo cuál nace, emerge el mismo. La mano derecha ante toda la composición ascendente desciende y se introduce tocando ligeramente con sus dedos la carne de la Tierra. El libro en el que se apoya es el ancla.
Al ojo, a ese brillo, no le toca nada, ni la ventana desde donde solo se intuye en su parte elevada el verde de la realidad exterior, ni el lado derecho, separado de forma abrupta. Esa parte trasera del personaje, ese fondo que es el subconsciente, el sueño, donde todo pasa más lento. Formado este por un mundo de sombras de imágenes cortadas, con sus reflejos y resonancias del mapa de la pared en el tapiz de la silla, como si fueran uno. Al ojo no le toca nada. Por el cuadrado perfecto con cuadrados circunscritos se forma el otro gran vacío que lo enmarca. Un brillo de luz en un ojo enmarcado por vacíos. Encima del cuadrado la esfera del Mapamundi de cuya curvatura se hace eco el cortinaje que aparece totalmente en sombra en primer término situado en el extremo izquierdo alto del cuadro, curva que también repite la mano derecha del geógrafo.
El cuadro es un escalón, una caracola fósil ascendente. Esa ventana es la lente que sólo nos deja apreciar un leve verde -complementario del rojo carne- a través de ella. Todo tiene su doble dentro del cuadro, toda apariencia se repite. El brillo del ojo se repite en el brillo del compás, brillo que aparece entre los dedos, compás que hace más evidente esa analogía con el punto de vista. Con un ojo que mira, el compás como la idea que tenemos del ojo, o más bien del acto de mirar, compás que mide en el vacío. El tiempo desaparece.
Estudiar el nacimiento de ese ángulo agudo, ¿Manierismo, Rafael? Claramente nace con la nueva óptica, con la nueva mirada.
César Barrio