23.12.19

Claudio Parmiggiani

LEER, VER, ESCRIBIR

¿Cómo se lee? ¿Cómo comienza, cómo se combina? ¿Cuáles son los gestos del leer, del ver y del escribir? ¿Cómo se organizan nuestras mesas de montaje para ver, leer, escribir mejor? ¿Podemos leer cosas que jamás fueron escritas? ¿Qué hacemos con nuestras palabras, con nuestras frases, cuando vemos -o miramos, o contemplamos, o vislumbramos, o somos mirados, o afectados, por algo? ¿Qué hacen nuestros más antiguos gestos de niños en nuestras prácticas más "expertas" de lectura? ¿Por qué nos faltan las palabras ante la imagen y porque necesitamos escribir todo esto?

QUINTA AVENIDA, EXPLOSIÓN DE GRISÚ

Allí donde uno está, allí de donde uno ha partido: medir siempre la distancia entre ambos lugares, mantener siempre, pues, la doble conciencia, e incluso la doble sensación. Conciencia o sentimiento del lugar natal, aunque se haya abandonado hace mucho tiempo. En cierto sentido, todo lugar de nacimiento es un lugar perdido y un lugar mantenido. Este lugar ha hecho su agujero en el tiempo, atraviesa muchas cosas en nosotros, está a menudo allí, justo detrás de nuestros momentos de vida, como si cada presente inmediato llevara consigo un dobladillo, un forro más o menos espeso tejido con este lugar natal. (...)

ZONA INTERMAREAL, OBRA DE LA ORILLA

Una puesta de sol, la orilla del mar. para mucha gente, no hay nada más bello. Para mucha otra gente, por el contrario, no hay nada más kitsch. Todo depende del punto de vista, por supuesto, y de la manera de mirar.
Yo tenía un tío lejano que estaba loco. murió hace mucho tiempo, en un asilo psiquiátrico siniestro de la periferia parisina. Pero en la época en la que iba a verlo, y esto debía ser a fines de los años ´60, vivía todavía en una minúscula "cabina" (un simple cubo blanqueado a la cal, con una sola puerta y una sola ventana, pintadas de ese inimitable azul mediterráneo), casi una cabaña posada sobre la arena blanca, frente al mar, un poco alejada del pequeño puerto de Houm Souk, en la isla de Djerba. Los niños le tiraban piedras. Desde su diminuta ventana, solo se veía el horizonte, que separaba el cielo, en lo alto, y abajo, el mar, con su orilla. Sobre la pared del único ambiente, justo al lado de la ventana, mi tío se había preocupado por pegar una fotografía, una tarjeta postal, su única imagen. Era una puesta de sol sobre ese mismo mar, sobre esa misma isla donde, para él, la vida no era ni turismo ni serenidad. Y eso me había impactado. mi tío no dejó, durante toda una tarde, de extasiarse ante la belleza de esa tarjeta postal, su obra de arte. Y no ante la orilla real, sublime y siempre cambiante, en la que sin embargo se desarrollaba su vida.
Ciertamente, todo depende del punto de vista y de la manera de mirar. Youssef Ishaghpour (conocido y respetado por su monumental estudio sobre Orson Welles, su diálogo con Jean-Luc Godard titulado Archéologie du cinéma et mémoire du siècle (Arqueología del cine y memoria del siglo), pero también sus ensayos sobre la miniatura persa, Mark Rothko o Abbas Kiarostami) me envía, desde 2004, libros de fotografía en los que se ven casi solo cielos, orillas, amaneceres o puestas de sol. En una de esas recopilaciones, titulada Au commencement (Al comienzo), Youssef Ishaghpour explica su cansancio ante "los ruidos y la furia de la Historia" y su necesidad de practicar un arte de "la escucha y contemplación del silencio". Ishaghpour dice que, en esas imágenes, busca "hacer lejano lo cercano", pero lo opuesto es también -y sobre todo- verdadero, porque, con estos libros en nuestras manos, somos capaces de hojear cielos, nubes, orillas, todas esas cosas alejadas de nuestro espacio presente y, en consecuencia, también en el tiempo.
El año 2004 fue también la época en la que recibí, de una persona desconocida para mí, un sobre que contenía cuatro copias fotográficas, "abstractas" y muy bellas. En principio no supe en qué sentido mirar las imágenes. La fotógrafa se llama Joëlle Huazeur y me entero, al leer su carta, que es una gran viajera de las orillas del mar y una lectora de Lucrecio (por su inmenso poema a la naturaleza) y de Victor Hugo (por su primera novela acerca de los Trabajadores del mar, quizá también por sus innumerables y admirables aguadas de olas y tempestades). La carta empieza así: "Las dos fotografías tomadas en la zona intermareal de las playas escocesas hacen, o no, que su mirada se detenga allí" ¿Era preciso que mi mirada "se detuviera" en la zona intermareal? La correspondencia que siguió lleva, me imagino, las huellas de mi propio movimiento (flujo y reflujo) ante esas imágenes. En efecto, nada lograba inmovilizarse, "detenerse", aunque yo estuviera, en aquella época, interesado en las cuestiones de la huella en movimiento, el aire y las cosas fluidas.
Pero yo no sabía, y todavía no sé muy bien, qué es la zona intermareal. No pasé por la experiencia, que requiere tiempo y el coraje persistente de desafiar a la vida oceánica, el ritmo de las mareas, la violencia del tiempo. La zona intermareal (estran) no se encuentra, es curioso, en el gran Diccionario histórico de la lengua francesa. Sin embargo la palabra existe, bajo la forma estrande, en un texto normando del S. XII; sin duda, procede etimológicamente de strand, palabra inglesa que, en otra época, significaba "playa", o de la palabra neerlandesa strang, que quiere decir "huelga". En América del Norte, se llama batture o placer. Designa la parte del litoral situado entre los límites extremos de las mareas más altas y las mareas más bajas. En síntesis, se refiere a ese no-lugar, ese no man´s land que no es el mar ni la tierra sino ese espacio de intervalo en el que el primero afluye y refluye, según la mera, sobre la segunda.
Se trata por lo tanto de una superficie terrestre, pero continuamente barrida, sumergida por el océano, que coexiste con él, siempre entre la inundación, en la que desaparece a los ojos de los humanos, y la "exondación", en la que reaparece por algún tiempo. Superficie fascinante y "viviente", por este motivo. Los movimientos que la atraviesan la transforman una y otra vez. Dan lugar a morfologías (morfogénesis, mejor dicho, dado que todo cambia todo el tiempo) extraordinarias, que llevan consigo la memoria, geológica pero también zoológica, de esos flujos y reflujos, exposiciones alternadas al agua y al viento. En esta superficie, el cartógrafo debe renunciar a las líneas para representar lo que adecuadamente se denomina un litoral. Otros científicos se complacen en observar en ella todo tipo de estructuras geológicas ambivalentes, todo tipo de floras y faunas anfibias, entre "tapones cenagosos" y "biopelículas" sujetas a la fotosíntesis, entre algas y plancton, estrellas y anémonas de mar, moluscos y gusanillos, etc. Y esto es lo que se ve, sobre todo, en las imágenes de Joëlle Hauzeur: una serie de movimientos en estado de memoria provisoria, fósiles fugaces cuya huella ha dejado la marea, pero por poco tiempo, sobre la arena o el fango de la zona intermareal, allí, bajo los pasos de la fotógrafa. Una pequeña película de agua parece marcada todavía por el reflujo del océano entero, y a veces el cielo se refleja en ella; la espuma forma extraños organismos en el momento mismo en el que desaparece; la arena blanda ha tomado el aspecto del agua que la abandonó; las algas en descomposición diseñan, tal como escribe la propia Joëlle Hauzeur, "quimeras diversas, en una explosión de matices de tinta mitad fluidos y mitad consistentes".
¿Cómo cerrar series semejantes? ¿Cómo orientarlas, incluso? ¿Cómo dejar de fotografiar el cielo, el mar, la tan extraña zona intermareal? ¿Qué imagen será más justa que otra? (El mismo problema se plantea, en el campo de la fotografía, ante ese otro objeto supremo que es el cuerpo humano). ¿No es toda imagen fotográfica, en si misma, una suerte de zona intermareal, es decir, la obra de una orilla, el recubrimiento alternado que produce lo real en movimiento (el océano del mundo) sobre un medio provisoriamente fijo (la playa frágil que constituye ese encuadre, esa sensibilidad, esa velocidad de obturación, etc.)? La zona intermareal, ¿no será acaso, desde este punto de vista, un formidable campo de batalla -no un no man´s land sino un lugar dialéctico- entre materiales o mundos heterogéneos?

AZUL DEL CIELO PETRIFICADO

Vuelvo a pensar en esa punta azul de la nariz del Cristo en la tumba de Holbein al redescubrir, en una publicación reciente, el poder de fascinación que emana de esos famosos cráneos del México precolombino, cubiertos de suntuosos mosaicos de turquesa. Como si fuera necesario petrificar el azul del cielo para que sustituya, en las profundidades mismas del cenotafio, el trabajo de la gris descomposición de la carne. Como si fuera necesario reconstruir un mosaico del cielo en el lugar mismo donde el rostro vira hacia lo informe de la tierra.

TOMAR A LAS PIEDRAS LA PALABRA, SOBRE UNA MESA

A fines de 1991, un poeta transcribe algunas líneas de un discurso sobre el método establecido por él mismo cuatro años antes: "Trabajo sobre una mesa. Coloco en ella, horizontalmente, una colección aleatoria de "objetos de memoria", que todavía están por formularse. A medida que se elaboran las formulaciones, pueden aparecer relaciones lógicas (no casuales). Tal es el dispositivo de base que permite el surgimiento de eventuales conexiones lógicas. Alexandre Delay habla de las piedras que, debido a la gravedad, vuelven a subir incesantemente a la superficie de los campos. Estas relaciones lógicas (del orden del lenguaje) forman entre sí redes imprevistas, inauditas. En ese momento, "súbitamente, uno ve algo", surge otro sentido, incluso con relación con cosas antiguas. En ese momento, un enunciado deviene posible. Diría incluso que ese enunciado se impone con la fuerza de la evidencia".
El poeta recuerda entonces que, dos años después de haber pronunciado estas palabras, terminará por aplicar el método en cuestión no a las palabras sino a las piedras que le han servido de metáforas para ellas. Se trata, por lo tanto, de tomarle la palabra a las piedras: "En el verano de 1989, empecé a recoger guijarros y trozos de vidrio en las playas de Paros y Delos. Luego, en las calles de Moscú y Leningrado, fragmentos coloridos de fachadas y pedazos de pavimento. En el verano de 1990, lapilli y tierra violeta al pie de los volcanes de Madeira. Recogí esos objetos en sobres blancos en los que escribí escrupulosamente el lugar exacto, el día y la hora de la recolección. Cuando volvía, vaciaba por separado el contenido de los sobres en distintas mesas y me sumergía en la contemplación (teoría) de los guijarros. Los observé durante meses y consigné por escrito mis observaciones. Me había convertido, en suma, en un traductor de guijarros".

A DISTANCIA: EN TENSIÓN

"La distancia no es una zona protegida sino un campo de tensión". Esta afirmación de Adorno le recuerda a quien mira y, por lo tanto, esboza un movimiento para instaurar cierta distancia -aunque sea implícita- que toda cosa vista nos pone frente a un campo de tensión o, más bien, de múltiples tensiones, que pueden ser psicológicas o lógicas, sensoriales o gnoseológicas, memorísticas o deseantes. Que lo visible nos sea dado a una cierta distancia implica pues que esa distancia debería ser experimentada, registrada, como un medio, es decir, aprehendida en profundidad, y como un campo de batallas secretas, es decir, pensada en tensión. Para mirarte mejor, me alejo un poco. ¡Pero cuántas epopeyas, cuántas tragedias, cuántas elegías, cuántos diálogos filosóficos, cuántos idilios caben en esa separación única y minúscula!

ROMPER UN LABERINTO

Habría que decir de las imágenes -y asumir las consecuencias- aquello que Kafka dijo tan atinadamente de los libros y de su capacidad de abrirnos, de partirnos el alma. Vale la pena recordar su célebre fórmula en el contexto en el que fue arriesgada (una carta a su amigo Oskar Pollak, en 1904): "Es bueno que la conciencia cargue grandes heridas, así es más sensible a los mordiscos. Pienso por otra parte que solo deberíamos leer libros que nos muerdan y nos puncen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta con un puñetazo en la cara, ¿para qué leerlo? ¿para que nos haga felices, como dices en tu carta? Dios mío, seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro, y nosotros mismos podríamos, en rigor, escribir los libros que nos hacen felices. Por el contrario, lo que necesitamos son libros que actúen sobre nosotros como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien amamos más que a nosotros mismos, como si estuviéramos proscriptos, condenados a vivir en bosques lejos de todos los hombres, como un suicidio. Un libro debe de ser el hacha que rompa el mar helado que yace dentro de nosotros. Eso es lo que creo".
En ese sentido, una escultura no sería tanto la construcción de un volumen como el movimiento del martillo que rompe el espacio, que rompe, por ejemplo, el laberinto de vidrio en el que el propio escultor se arriesga a perderse. Esto es lo que puso en práctica Claudio Parmiggiani con su vasta Delocazione (cien metros cuadrados en incluso más, si mal no recuerdo) en el marco de la exposición Fables du lieu (Fábulas del lugar) en el Fresnoy, en 2001. Parmiggiani se había condenado a sí mismo a errar en su laberinto de vidrio, luego a destruirlo lentamente partiendo de su centro, abriéndolo penosamente, violentamente, a mazazos, pero conforme un recorrido siempre vacilante, siempre al borde de la caída. Un laberinto de vidrio es ya una imagen magnífica, una dicha de formas a la vez construidas y diáfanas. Pero no era todavía la imagen capaz de despertarnos de un puñetazo en la cara o con un golpe de hacha en el mar helado que yace dentro de nosotros. (...)

Georges Didi-Huberman
Vislumbres