22.4.20

Jacques Henri Lartigue



Poema a la duración


Ya hace tiempo que quiero escribir sobre la duración;
no un artículo ni una obra de teatro, ni una historia
la duración pide insistentemente un poema.
Quiero preguntarme con un poema,
acordarme con un poema,
afirmar y guardar con un poema
lo que es la duración.
Una y otra vez he sabido lo que es la duración;
al empezar la primavera, junto a la Fontaine Sainte-Marie;
en el viento de la noche, junto a la Porte Auteuil:
en el sol del verano del Karst;
volviendo a casa, de buena mañana, después de una unión.
Esta duración ¿qué era?
¿Era un lapso de tiempo?
¿Algo mensurable? ¿Una certeza?
No, la duración era un sentimiento,
el más efímero de los sentimientos;
a menudo pasaba más rápido que un instante,
imprevisible, ingobernable,
inasible, inmensurable.
Y sin embargo, con su ayuda,
cualquiera que hubiera sido el adversario,
me hubiera podido reír de él a la cara,.
le hubiera podido desarmar;
la opinión de que yo era un hombre malo
la hubiera transformado en esta convicción
“él es bueno";
si existiera un dios,
yo sería su hijo durante el tiempo en que estuviera sintiendo la
duración.
Ayer mismo, en la Waagplatz de Salzburgo,
en el ajetreo y los ruidos del interminable a de mercado,
oí una voz, como si llegara del otro extremo de la ciudad,
que gritaba mi nombre;
comprendí en el mismo momento
que había dejado olvidado en el puesto del mercado
el texto de La repetición, que yo llevaba al correo;
, al volver atrás, corriendo, aquella otra voz
que, hacía un cuarto de siglo,
en el silencio de la noche de un barrio periférico de Graz,
desde el otro extremo de la calle, desierta, larga, rectilínea,
con parecida solicitud, como de lo alto, vea a mi encuentro,
y pude entonces explicar con palabras el sentimiento de la duración
como un acontecimiento que consiste en estar atento,
un acontecimiento que consiste en percatarse,
un acontecimiento que consiste en ser abrazado,
un acontecimiento que consiste en ser atrapado;
¿atrapado por qué?, por un sol suplementario,
por un viento refrescante,
por un acorde silencioso, dulce,
que afina y pone de acuerdo todas las disonancias.
"Esto es cosa que ocurre en días, esto dura años":
Goethe, mi héroe
y maestro de la palabra objetiva,
una vez más has acertado:
la duración tiene que ver con los años,
con los decenios, con el tiempo de nuestra vida;
la duración, es el sentimiento de la vida.
No es necesario quizá decir
que ninguna duración sale
de las catástrofes diarias,
de las contrariedades que se repiten,
de las luchas que se vuelven a encender de un modo renovado,
del cómputo de víctimas.
El tren que, como de costumbre, llega tarde;
el coche que te salpica,
una vez más, con el barro de los charcos;
el policía con bigote
-en lugar del de ayer, que iba recién afeitadoque
con un dedo te indica que cruces la calle;
el falo nauseabundo de la maleza del jardín,
que todos los años vuelve en un sitio distinto;
el perro del vecino, que todas las mañanas te gruñe;
los sabañones de los niños, que cada invierno vuelven a picar;
los sueños de terror, siempre los mismos,
en los que se pierde a los seres más queridos;
el eterno extrañamiento súbito entre dos seres
que se produce entre dos inspiraciones;
la miseria de la vuelta a casa al regresar al país natal
después de los viajes en los que has explorado el mundo;
aquellos miles y miles de muertes anticipadas,
por la noche, antes de que empiecen a oírse los pájaros;
la noticia diaria de un atentado, por la radio;
el escolar atropellado de todos los días;
las diarias malas miradas del desconocido:
todo esto, es verdad, no pasa
-no pasará nunca, no terminará jamáspero
no tiene fuerza de duración ninguna,
no emite el agradable calor de la duración,
no da el consuelo de la duración.
Necesario, en cambio, distinguir:
Tambn "los sorprendentes milagros del momento,
tampoco son ellos los que engendran
lo duradero que hace feliz,
lo duradero en su tranquilo poder".
Hubert y Félix, cuando el verano pasado
navegábamos a vela a lo largo de la costa turca,
anclamos en una pequeña baa
y fuimos a tierra con el bote neumático.
Era, como siempre en aquellas dos semanas,
un día despejado, agradablemente cálido, ligeramente ventoso
y, por el lomo de un pequeño monte,
fuimos a la bahía vecina.
Por el camino yo iba recogiendo salvia silvestre y menta,
con las que luego Félix, el niño chef de la cocina,
una vez estuvimos de vuelta en el barco,
nos sazonó la langosta.
En la otra bahía haa un almendro,
las cáscaras, medio abiertas, como conchas de 'aire.
Subí al árbol y sacudí las ramas,
de tal forma que abajo, en el suelo,
se oyó un crepitar y un golpeteo,
que todavía hoy,
de vuelta al frío aire continental,
resuena en mis oídos.
Luego los tres nadamos por el mar de color de vino,
felices y dichosos, y también un poco perplejos por la dicha.
A la vuelta cogimos uvas
que trepaban entrelazándose con los fresnos;
cogimos los higos amarillos y azulados,
envueltos por el susurro de los avispones,
acosados por los machos cabríos, envidiosos de los frutos;
cogimos las granadas coronadas, aún no maduras,
símbolos de nuestra pura presencia;
cogimos las largas vainas negras
del algarrobo,
con sus semillas dentro, relucientes, duras como la piedra, en forma
de guisantes;
con las manos llenas de aquello
que iba a convertirse en la coronación de una comida única,
regresamos a nuestra costa
y estuvimos allí un buen tiempo aún
mirando el barco, con su parasol,
y luego, en el círculo que se extendía en torno a nosotros, el interior
del país,
destellante de calor y lleno del sonido estridente de las cigarras,
con las ruinas de la iglesia bizantina,
el sarcófago licio
- una barca de piedra varada con la quilla boca arriba -
hubiera perdido el derecho a estar vivo.
Me parecía que iba a morir,
y no de felicidad.
Quería meter la cabeza en la hélice de un barco,
del mismo modo como una vez quise meter la cabeza
por el cristal de la ventana de un mirador;
de esta forma quería apartarme de la belleza,
de la tierra, del paraíso,
de la ciudad santa de Sión, del amor engañoso.
y este estado no pasó.
El resto del viaje seguí estando ausente,
con los ojos abiertos de par en par, de tristeza;
corazón, un tic-tac de debilidad maligna,
espíritu de vida, como tantas veces, trabajando,
en mi rincón cotidiano,
inclinado sobre las palabras,
las denominaciones originarias,
las protopalabras del hijo del hombre Esquilo:
“la Tierra, la madre total", "la sonrisa innumerable de las olas del
mar",
la presencia de nuestro relámpago,
siempre renovada por su vieja expresión griega, "ojo de estrella".
No, en el mismo día en que tuve esta experiencia me di cuenta
de que al milagro le faltaba la duración.
Es verdad que podía detener el momento,
sin embargo, ni entonces
tenía yo derecho a él.
A casa, a casa, a ningún otro sitio, así pensaba yo
volver al pequeño, exiguo jardín,
al que yo, a él ya los grises ramilletes de hierba que salen allí,
las esporas de los dientes de león (que tienen encima los restos
arrugados de la flor),
las ortigas (lugar donde anidan las mariposas),
que van empujando hacia delante sus marañas de raíces,
y las gotas de rocío, abombadas,
de tersa piel de plata,
en los embudos que forman las hojas de pie de león
-al jardín que yo había dejado solo por esta
magnificencia mediterránea que no está hecha para mí,
perdiéndome la floración de los chopos, de un azul tierno,
de las purpúreas malvas, de los minúsculos labios del blanco
tomillo,
el madurar de las bayas de saúco
(todo el matorral lleno del ruido de voraces mirlos)
de los ramilletes de avellanas, con sus gorgueras
(todo el matorral lleno de ardillas escupiendo),
de las peras reina
(todo el árbol lleno de avispas picando;
todo el suelo lleno de caracoles, soltando baba)
y también el crepitar en otoño
de las primeras hojas secas del nogal.
Una vez más lo he sabido:
el éxtasis es siempre demasiado,
la duración, en cambio, es lo adecuado.
Sin embargo, el hecho de haber apelado al jardín
no quiere decir necesariamente
que la duración se pueda alcanzar
por medio de una residencia estable
y por medio de las costumbres.
Es verdad que viene de las cotidianeidades
practicadas a lo largo de los años,
sin embargo es independiente de la permanencia en un lugar
y de los caminos habituales conocidos.
Nunca he experimentado la duración
en el lugar en el que estoy normalmente
-en aquel "estar sentado en silencio"
que, dicen, le "santifica" a unonunca
he experimentado la duración
en las mesas de los huéspedes habituales, sean las que fueren
-los letreros que las señalan,
con todos los respetos por los restaurantes,
los aborrezconunca
he experimentado la duración
consumiendo los "platos preferidos",
escuchando una de mis "canciones preferidas",
paseando por "mi" camino.
Bien es verdad que la duración es la aventura del año tras año,
la aventura de la cotidianeidad,
pero no es ninguna aventura de la ociosidad,
no es ninguna aventura del ocio (por muy activo que éste sea.)
Entonces, ¿está vinculado al trabajo,
a la fatiga, al servicio, a la permanente disponibilidad?
No, si fuera así tendría una regla,
entonces pediría tal vez un artículo de un código
y no un poema.
He experimentado la duración viajando también,
soñando, escuchando,
jugando, observando,
en un estadio, en una iglesia,
en muchos urinarios
No obstante, aproximarme a la esencia de la duración
es lo que me gustaría,
poder referirme a ella de un modo vago, hacerle justicia,
hacerla vibrar,
es esta esencia que, una y otra vez, me da el impulso.
Pero entonces lo primero que me viene es sólo una letanía
de palabras aisladas:
fuente, nieve recién caída, gorriones, llantén,
amanecer, atardecer, venda, unísono.
Uno no puede fiarse de la duración:
ni siquiera el hombre religioso
que va todos los días a misa,
ni siquiera el paciente, el artista de la espera,
ni siquiera el hombre fiel
que estará siempre, sin fallar nunca, a tu disposición
puede, a lo largo de toda una vida, estar seguro de ella.
Creo saber
que ella sólo se convierte en algo posible
cuando se consigue
estar en lo que estoy haciendo,
estar allí con paciencia y cuidado,
atento, despacioso,
lleno de presencia de espíritu hasta las puntas de los dedos.
¿Y cuál es la cosa
junto a la que tengo que estar sin moverme?
Aparecerá en la inclinación a los seres vivos
-a uno de ellosy
en la conciencia de una vinculación
(aunque ello sea mera fantasía.)
Esta cosa no es nada grande,
nada especial, nada insólito, nada sobrehumano;
no es una guerra, una alunización,
un descubrimiento, la obra de un siglo,
la ascensión a una cumbre, la carrera de un kamikaze:
la comparto con millones de seres humanos,
con el vecino al igual que
con los habitantes de los confines del mundo;
allí donde, por medio de esta cosa común,
surge el centro mismo del mundo
que hay aquí, a mi lado.
Sí, la cosa de la que, con los años, surge la duración
es esencialmente insignificante,
no merece que se hable de ella,
Pero sí que se la fije por medio de la escritura:
porque para mí tiene que ser lo fundamental.
Tiene que ser mi verdadero amor.
Y yo,
para que me surjan los momentos de duración
e impriman un sello en mi rígido rostro
y metan un corazón en mi pecho vacío,
sin falta
tengo que practicar año tras año
mi amor.
Estando en lo que hago,
aquello que para mí es algo querido y lo fundamental;
impidiendo de este modo que prescriba,
tal vez entonces sienta,
y sólo de una forma inopinada,
el escalofrío de la duración;
y será siempre en lo accesorio,
cerrando cautelosamente una puerta,
mondando cuidadosamente una manzana,
atravesando con atención un umbral,
agachándome a recoger un hilo.
El poema de la duración es un poema de amor.
Trata de un flechazo,
al que siguieron luego muchos flechazos como éste.
Y este amor
no tiene la duración en ningún acto concreto,
más bien en un antes y un después
en el que, por el nuevo sentido del tiempo que depara el amor,
el antes era el después
y el después el antes.
Nos habíamos unido
antes de unirnos;
seguimos uniéndonos
después de habernos unido,
y de este modo, años y años, estuvimos
cadera con cadera, aliento en aliento,
uno aliado del otro.
Tus cabellos castaños tomaron una coloración roja
y se volvieron rubios.
Tus cicatrices se multiplicaron
y se hicieron inencontrables.
Tu voz tembló,
o se volvió firme, susurró, se estremeció,
acabó convirtiéndose en una cantilena,
fue el único sonido en la inmensidad de la noche
calló, a mi lado.
Tus cabellos lacios se ondularon;
tus ojos claros se oscurecieron;
tus grandes dientes se volvieron pequeños;
en la tersa piel de tus labios
se vio una fina muestra, suavemente dibujada;
en tu barbilla, siempre lisa,
toqué un hoyo que no había estado allí nunca;
y nuestros cuerpos, en vez de hacerse daño el uno al otro,
se ensamblaron, jugando, en una sola cosa,
mientras que, en la pared de la habitación,
a la luz que llegaba del farol de la calle,
se movían los matorrales de los jardines de Europa,
las sombras de los árboles de América,
las sombras de los pájaros nocturnos de todas partes.
Sin embargo, la duración
no está vinculada al amor de los sexos.
Puede, de la misma manera,
envolverte en el amor que ejercitas ininterrumpidamente con tu hijo
y allí no necesariamente en las caricias,
pasándole la mano por la cara, besuqueándolo,
sino, una vez más, sólo dando un rodeo por las cosas que no tienen
importancia,
¿por el camino real que pasa por algo distinto?
el servicio de amor
con el que, al hijo, sirviéndole,
le dejas en paz:
la duración con tu hijo,
cobra vida tal vez
en los momentos de la escucha paciente,
en el momento en que tú,
con el mismo gesto cuidadoso
con el que diez años antes
colgabas en la percha
el abrigo azul, con capucha, "talla infantil",
cuelgas ahora la chaqueta de cuero marrón, "talla adulto",
en una percha completamente distinta de una ciudad
completamente distinta;
la duración con tu hijo,
puede sobrevenirte
cada vez que, encerrado desde hace horas en la habitación,
con un trabajo que a ti te parece útil,
oyes en el silencio lo que te falta
para que todo esté bien;
oyes cómo se abre la puerta de la casa,
signo del regreso al hogar,
que a ti, en aquel momento,
el más sensible a los ruidos de los sensibles a los ruidos,
con sólo que estés haciendo lo que debes hacer,
suena como la más hermosa de las músicas.
y la duración con tu sucesor
la vives quizá con la máxima fuerza
cuando te haces invisible:
cuando lo miras en secreto, en su camino cotidiano;
vas delante del autobús al que ha subido,
para luego, entre la serie de extraños que están junto a la ventana,
ver pasar
el único rostro conocido y familiar;
o simplemente te lo imaginas desde la lejanía
entre los otros, protegido por los otros,
respetado por los otros,
en el barullo de los metros.
Para estos momentos de duración
el poema se permite un verbo especial:
te estrellean.
Pero seguir siendo amigo de ti mismo, a lo largo de los años,
es algo que también puede darte la duración.
Poderlmirarme de un modo amable a los ojos
es a veces una absolución.
Poder pensar en el niño
que fui
significa ya volverlo a encontrar.
Practicar la benevolencia con mis defectos
(no con mis abusos);
apaciguarme cuando se me ha hecho una injusticia,
como único miembro de mi familia;
golpearme el pecho,
triunfante por haber encontrado una palabra feliz
en el lugar adecuado,
y andar de un lado para otro de la selva virgen de mi habitación
rugiendo un "sí"
puede rejuvenecerme
como una botella del más exquisito vino
(con otros efectos.)
Extraño también el sentimiento de duración
a la vista de algunas pequeñas cosas,
cuanto más insignificantes más conmovedoras:
aquella cuchara
que me ha acompañado en todas las mudanzas,
aquella toalla
que ha estado colgada en los más diversos cuartos de baño,
la tetera y la silla de enea,
arrumbadas años y años en el sótano
o guardadas en alguna parte
y ahora, al fin, otra vez en su sitio,
ciertamente en un sitio distinto de aquel que les corresponde desde
siempre,
pero sin embargo en el suyo.
Y al fin:
feliz aquel que tiene sus lugares de duración;
ya no será, aunque se haya trasladado para siempre a un país
extraño,
sin perspectivas de volver a su mundo,
nadie a quien han expulsado de su patria.
Y ocurre también que los lugares de duración carecen de brillo;
a menudo no están señalados en ningún mapa
o no tienen allí nombre alguno.
El "lago de Griffen" no lo conoce ningún forastero,
e incluso es probable que algunos niños de mi pueblo natal
hoy en día ya no sepan
que cerca de ellos hay un lago
del que, en el tiempo que medió entre las dos guerras,
aún había postales, con nenúfares
y la leyenda "Griffen, junto al lago de Griffen".
Y sin embargo el charco, que se está llenando de tierra,
que pronto va a desaparecer del todo
-es lo que piensan los que planifican la autopistaes
para mí un lugar de duración.
Cuando era niño acompañaba a mi abuelo
allí, a cortar hierba para los animales.
El lago, más allá de la carretera general, asfaltada,
y más allá de lo que luego fue "la carretera antigua", de grava,
estaba escondido en una vaguada que había al pie de la montaña
que dio nombre a una batalla de la Edad Media,
"la batalla de Wallesberg",
y por la que yo acostumbraba a andar muchas veces
en busca de restos oxidados de armas
de aquel siglo catorce.
Nos alejábamos de la orilla empujando la barca con el remo,
una barca casi cuadrada
que en el habla del país se llamaba "Schinakel",
y, atravesando el espeso cañaveral, empujando la embarcación con
el remo,
nos metíamos en el lugar
en el que se encontraba la parcela que teníamos arrendada
y donde estaban las plantas de agua, verdosas y llenas de jugo,
el "hasch", una de las comidas preferidas de las vacas,
una especia buena para la leche.
En este momento, a mi lado, sobre la mesa en la que escribo
hay una brizna de hierba, seca desde hace mucho tiempo,
cogida en un lago muy distinto,
el lago de Doberdob, cerca de Trieste,
el único lago del Karst.
Este ejemplar crepita en mis manos,
y vuelvo a oír las primeras gotas de lluvia de entonces
caer en nuestra barca.
Es atigrado, o simplemente moteado,
y cuando lo rompo,
de su tuétano sale un polvo
que tiene un olor dulce, más dulce que cualquier hierba,
y en él oigo ahora de nuevo el ruido de los dientes de los bueyes
moliendo el forraje.
Aquellas recolecciones tenían lugar en verano, al amanecer,
con la hoz,
y durante una de estas expediciones,
en casa, la esposa del viejo, enferma,
exhalaba silenciosamente su último suspiro.
La barca con el tiempo empezaba a hacer agua
y de las rendijas salía un barro negro,
con sanguijuelas dentro,
que el abuelo aplicaba al niño, y se aplicaba a sí mismo,
a sus piernas de criado, que eran blancas también,
porque esto, decía, era sano:
esperar el momento
en que los animales, que tenían el tamaño de un gusano,
pegados a la piel,
con un fuerte picotazo mordían en ella,
y se veía claramente cómo se hinchaban
hasta hacerse más grandes que lombrices.
Actualmente el pequeño río que atraviesa el lago está canalizado
y lo que queda aún de la masa de agua
ya no se ve, debido a las cañas y a los matorrales.
El bote de la familia ha pasado la frontera,
ha pasado a estar a orillas del Lago di Doberdo, o en el esloveno
local: Doberdobsko jezero
donde una rama de abedul sirve de remo
y las tejederas sustituyen a las sanguijuelas.
Sin embargo, en los dos lagos reina
la misma calma amorosa, la calma de la duración,
siempre que pueda iré en peregrinación aquí o allí.
En la calma que hay junto a estos lagos
sé lo que hago,
sé por primera vez quién soy.
Estoy en sus orillas
con los ojos y los oídos abiertos
y dejo que llegue el atardecer.
Muchos tipos de ruidos de aves acuáticas
que dan espacio al silencio:
aprendo de él.
En la espesura, grabadas profundamente en el fondo de barro,
las huellas de jabalí.
Un día, en mi amor por el lago de Griffen,
andaba yo con esfuerzo, corriente arriba, por el lecho del arroyuelo
de desagüe
-porque para cruzar el lago no hay otro caminoy
con mis pasos enturbié el agua clara;
nubes de arena se levantaban del fondo,
con un centelleo de mica
ciñendo mis caderas,
un grano plateado, destinado tal vez
al Mar Negro.
Contrariamente a lo que ocurre con este lago que desaparece,
la Porte d´Auteuil está señalada en todos los planos de París:
su importancia viene de ser una de las puertas de Oeste de la
ciudad;
sin embargo, para mí con los años se ha convertido en algo más
que esto.
Muchas de las calles de la ciudad, del Este, del Norte y del Sur,
se recogen aquí en una amplia plaza abovedada,
cruzando la cual se sale
a Boulogne, Saint-Cloud y Versailles
y luego a la Normandía y al mar.
De ahí viene, en el estruendo continuo y el rugir de los vehículos
-también en el traqueteo de los vetustos trenes de la pequeña
estación terminalbajo
el cielo de los confines de la ciudad,
un presentimiento, a bocanadas, que llega siempre nuevo,
mientras que lo que, de un modo patente, está detrás de esta plaza
es primero el Bois de Boulogne, nada más,
con sus altísimos pinos, cedros y plátanos,
como si la Porte d'Auteuil fuera una transición, inmediata,
que va de la metrópolis al interior del bosque tropical.
También esta plaza, en un país extranjero,
como el lago de Griffen,
ha pasado a ser el lugar de mis peregrinaciones laicas,
al cual me dirijo periódicamente,
porque de él espero el milagro de la duración
(sin que, en realidad, esté seguro de él.)
La proximidad del Parc des Princes
y del hipódromo
hace que la Porte d´Auteuil esté libre de todo lo parisino;
un café, en los confines de la ciudad, el "Epson Tavern",
una tienda de deportes detrás de otra
y las fortalezas urbanas, potentes y sombrías,
podrían estar en Milán.
Esta plaza
-¿condición previa para el acontecimiento de la duración?-
es un modelo perfecto para todo el mundo.
Por la noche, al mismo tiempo que el agua fluye
por el canalón de piedra,
se balancean las bolas de los plátanos,
se agitan al viento los matojos de aligustre;
distribuidos en distancias regulares en el espacio negro de la noche,
se suceden
sin cesar los colores de los semáforos,
como en una máquina de juegos
en la que nunca me hartaré de jugar,
y, como si cogieran aire, rugen
de todas partes los coches y los autobuses,
con sus faros franceses amarillos,
de tal modo que el observador siente bajo sus suelas
cómo el asfalto tiembla.
Aunque llegué por primera vez a este lugar
cuando tenía treinta años,
para mí es como si hubiera pasado mi juventud aquí
y todavía la estuviera pasando aquí,
e incluso las molestias
- el andar-errante-en-torno-a-Ia-plaza temiendo por mi corazón,
los tanques de los días de fiesta nacional, que pasaban por allí,
los borrachos del fútbol, con sus botellas de whisky en el gañote,
aquel conductor
que saltó del coche
y apuntó con su pistola al adversariono
pueden hacer nada contra mi confianza en el lugar de la
duración. .
Deseo seguir sintiendo allí a menudo el hálito de la duración.
Con todo, para mí, la capital de la duración
es la Fontaine Sainte-Marie,
en el bosque de Clamart y Meudon, en la periferia de París.
Sale en un claro del bosque,
en el triángulo de hierba que forma un cruce de caminos,
aliado de un pequeño café, con mesas en el jardín;
por fuera, una caseta de piedra, con una capa desvaída de pintura
roja;
por dentro, acogedor;
desde él, verano e invierno, se puede ver la fuente,
el claro del bosque y un camino-dique amarillo, debido al barro,
que lleva al horizonte.
Si me preguntaran dónde está para mí el centro del mundo,
diría que en la Fontaine Sainte-Marie.
Y en realidad es un centro;
porque en él hacía yo siempre una parada
cuando, viniendo del barrio de Clamart,
atravesaba el bosque
para ir al barrio de aliado, a Meudon,
a buscar a la niña al colegio,
y ahora repito este camino
siempre que puedo.
Por París, que está cerca, pasa el Sena,
pasan las aguas por el canalón de piedra,
pero, por lo demás, a muchas leguas a la redonda, nada.
Los pocos riachuelos de antaño llegan por debajo de la tierra,
están cubiertos por muros.
En la Fontaine Sainte-Marie
me encontré con la única fuente de la gran ciudad,
el único riachuelo natural, vivo.
Cuando me acerco a él,
nunca bajando de un vehículo,
siempre a pie,
puedo, en el mismo umbral del bosque,
esperar una atraccn
en la que cesan en mí todas las habituales cavilaciones,
y mi pensamiento se convierte en pura reflexión sobre el mundo.
En lugar de la cháchara que hay en mí,
de la tortura de muchas voces,
llega la reflexión,
una especie de silencio liberador
del que, sin embargo, luego, al llegar al lugar,
surge pujante un pensamiento explícito, mi más alto pensamiento:
¡salvar, salvar, salvar!
En una sacudida como esta, tan suave como violenta,
los ojos toman una forma circular,
se oye un crepitar en los conductos del oído
y celebro en el claro del bosque
la fiesta de acción de gracias del Aquí.
El negro doberman, con sus patas que se doblan,
puede ahora husmear en mis corvas.
En unos días determinados el bar está cerrado,
en algunas estaciones la fuente se seca
-quizá estará pronto sepultada para siempre bajo el hormigónpero
esto ahora no interesa:
sí, aquí está, el lugar de la duración,
donde, antes como ahora, describo mi arco,
con la tierra en forma de amentos de avellano
que se rebelan al empezar la primavera;
con la humanidad en forma de una mujer
que, a lo largo del muro, camina por el camino-dique
empujando hacia el horizonte un cochecito.
Arthur, la última vez que estuve en París
convinimos
en que iríamos juntos una vez a la Fontaine Sainte-Marie.
Pero luego, estando allí contigo,
después de haber estado juntos una hora por lo menos,
contrariamente a lo decidido, sentí grandes deseos
de continuar el camino solo
y te mandé a casa.
Tú lo entendiste
-traductor no de oficio
sino de alma y corazón,
actor del texto, que lo piensas junto con su autor, amigosin
necesidad de explicaciones, y te volviste
riendo y haciendo señas; volviste a la ciudad,
a tu Porte des Lilas, la puerta Este, la puerta de las lilas;
anhelabas probablemente, igual que yo,
estar solo, en compañía de la duración.
Sí, Fontaine Sainte-Marie, o Porte des Lilas,
se os ama.
Sin embargo, el viaje, lo que es viajar de verdad,
la peregrinación y la romería de todos los años
para sentir la sacudida de la duración,
este entusiasmo complementario,
¿siguen siéndome necesarios?
Acuérdate del aguijón de envidia de aquellos tiempos en que,
cuando ibas por las calles de la ciudad donde vives ahora
-un lugar que desde los tiempos arzobispales destierra el espírituveías
aquella gente con su (ligero) equipaje,
de camino a los andenes de la estación,
y acuérdate de aquel tirón en el pecho
al imaginarte sentado en el avión de la tarde
que, atravesando el cielo, trazaba su lazo hacia el Oeste.
Ahora ya no necesito hacer estos viajes por el mundo
a los lugares de la duración.
Incluso estando ausente, de pronto,
cuando me tomo tiempo
enroscando despaciosamente una bombilla,
sopesando una piedra,
en un gesto cuidadoso con la mano,
se apodera de mí, tal vez,
el silencio rumoroso junto al lago de Griffen;
llega casi hasta la Residenzplatz, hormigueante de coches de
caballos,
el barullo y el ajetreo de la Porte d'Auteuil;
me yergo sin edad,
junto a la Fontaine Sainte-Marie.
Me he educado a mí mismo
para la espera de la duración
sin necesitar ya el lujo de peregrinar a estos lugares.
Pero el mero estar metido en casa no basta;
tengo que salir al encuentro de la duración.
Salir al encuentro de lo que me es querido,
o ir a buscarlo,
me da aliento,
con más fuerza y de un modo más duradero que cualquier carrera
de fondo.
No es a quien está en casa
sino a quien va de camino a casa
a quien le llega la duración,
como le llegó a Ulises, cuando se encontraba en apuros,
su diosa amiga, Palas Atenea.
Pero también en casa me viene a ver una y otra vez
cuando paseo de un lado a otro del jardín,
bajo la nieve, bajo la lluvia, al sol, cuando hay tormenta,
viendo el boj, que ondea el viento,
el tejo, lleno de telarañas,
los "pájaros del cielo", que cruzan el aire
y, según Zohar, "dirigen la voz";
o cuando dentro, en la habitación,
me siento junto a lo que llaman la mesa de trabajopero
aquí no ocupado en mis cosas, el texto,
sino, una vez más, con todo lo accesorio acreditado,
retirando la silla,
echando una mirada aliado, al cajón,
con los cabos de lápiz que se van amontonando a lo largo de los
años;
echando una mirada al lado, al estante,
con la rimera de gafas que aumenta con los años;
mirando al lado, hacia fuera,
donde los gatos trazan sus huellas
en la espesa nieve y la alta hierba;
oyendo desde direcciones distintas, según el viento,
e silbido y el traqueteo
de los trenes que atraviesan el llano.
Duración, mi calma y mi paz.
Duración, mi lugar de descanso.
Sacudida temporal de la duración, tú me envuelves
con un espacio que yo vuelvo a describir,
y la descripción de este espacio crea el espacio siguiente.
Es verdad y seguirá siéndolo esto:
la duración no es algo que se viva con otros.
No forma ningún pueblo.
Y, sin embargo, en el estado de gracia de la duración,
al fin no soy yo simplemente y nadie más.
La duración es mi relevo,
me deja marchar y me deja ser.
Animado por la duración,
soy también aquellos otros
que antes que yo estuvieron ya junto al lago de Griffen,
que, después de mí, darán vueltas a la Porte d´Auteuil,
todos aquellos con quienes habré ido
a la Fontaine Sainte-Marie.
Sostenido por la duración,
yo, ser de un día,
llevo sobre mis hombros a mis predecesores y a mis sucesores,
una carga que eleva.
Por esto había que decir que la duración es una gracia,
¿y no es verdad que sus imágenes y sus sonidos
tienen el brillo y el acento de una gracia?
La lluvia de la tarde que cae en los charcos de la mañana;
la nieve que, empujada por el viento, se mete en la tetera;
los letreros, siempre los mismos, de los camiones que transportan
mercancías
y que pasan con estrépito por la autopista que cruza el Salzach.
La sacudida de la duración,
ella, por sí sola, entona ya un poema;
da un ritmo sin palabras,
con el cual,
ingrediente liberador,
late en mis venas el pulso de un poema épico
en el cual al fin vencerá el Bien.
Al posarse sobre mí la mano de la duración
se cierra la herida
de la que por primera vez soy consciente,
al cerrarse.
El empujón de la duración es lo que
me ha faltado.
Quien no ha sabido nunca lo que es la duración
no ha vivido.
La duración no desplaza,
me coloca donde debo estar.
Saliendo de la luz de foco del diario acontecer,
huyo decidido al incierto campo de la duración.
Ocurre la duración
cuando en el niño,
que ya no es ningún niño
-tal vez ya un anciano-,
reencuentro los ojos del niño.
La duración no está nunca en la piedra imperecedera
de tiempos remotos,
sino en lo temporal,
en lo maleable.
Lágrimas de la duración, ¡tan poco frecuentes!
lágrimas de alegría.
Sacudidas de la duración, inseguras,
no propiciables
ni con ruegos ni con oraciones:
he aquí que os habéis ensamblado
en el poema.

Peter Hanke