19.4.25

Berthe Morisot con un ramo de violetas, 1872. Édouard Manet




Se conocieron en el Louvre. Ella copiaba de Veronese; él, de Tiziano. Ella era una jovencísima burguesa de Passy, que se presentaba junto a su hermana Edma, cada una con su caballete. Él, como apreció Banville, era "Ese risueño, ese rubio Manet, / del que emanaba la gracia, / alegre, sutil, encantador en fin, / con su barba de Apolo". Ella, Berthe Morisot, con toda probabilidad, se enamoró desde el primer momento. Cuando vió sus primeras obras, escribió a Edma: "Sus cuadros, como siempre, dan la impresión de una fruta salvaje o incluso un poco verde." Agregaba: "No me desagradan en absoluto." Ese sabor amargo de la fruta verde lo sentiría en la boca durante años, atravesando las variedades más crueles y perversas de los celos. Cuando Berthe soñaba con él, de pronto Manet partió para casarse en Holanda. Después Edma, que vivía en simbiosis con Berthe, decidió casarse con un viejo amigo de Manet, oficial de la marina, dejando a su hermana en soledad. Comenzaban los cruces y las superposiciones. Después, cuando Berthe volvía a ver con frecuencia a Manet, Alfred Stevens presentó al pintor una veinteañera española, Eva Gonzalès, que deseaba convertirse en su discípula. Así, Berthe fue eclipsada por su propia doble, que parecía su versión más afortunada: no ya una belleza de tipo español sino una española, no joven sino muy joven, no una aspirante sino un talento seguro. La madre de Berthe, que había observado con ojo clínico la infatuación profunda de su hija por Manet, recurrió a los medios más bajos para disuadirla: "He ido a llevar unos libros a casa de Manet y lo he encontrado muy feliz con su modelo Gonzalès [...] Manet no se movió de su taburete. Me ha preguntado por ti y le he dicho que te daría noticias de su frialdad. En este momento estás apartada de sus pensamientos. Mlle G[onzalès] tiene todas las virtudes, todas las gracias; es una mujer completa [...] No había nadie el último miércoles en casa de Stevens, excepto M. Degas." Éste se convirtió en un testigo más de ese amor atormentado. Poco dado a hablar de sentimientos, regaló a Berthe un abanico en elque había pintado un grupo de bailarinas y músicos españoles, y en medio de ellos a Alfred de Musset, hombre informal por excelencia. En el ínterin sucedieron otros incidentes. Acercándose el Salon de 1870, Berthe estaba, como de costumbre, inquieta por el cuadro que quería presentar: un retrato de su madre leyéndole a su hermana, embarazada. Manet se presentó un día en su casa de las Morisot. Dijo que el cuadro le parecía bueno. A continuación empezó a retocarlo y ya no pudo contenerse. Corrigió la falda, el busto, la cabeza, el fondo. Mientras tanto se reía y contaba anécdotas. Berthe estaba furiosa. Pero al final aceptó presentarse en el Salon con el cuadro transformado por Manet en otra cosa. El cuadro fue elogiado. Después vino la guerra. Berthe cumplió treinta años en un estado de profunda melancolía. Algún tiempo después se encontraría posando para un espléndido retrato de Manet, con las violetas, que significaban constancia. El amor está intacto. Manet entonces aconsejó a Berthe que se casara con su hermano Eugéne. Era un buen hombre. Sólo de esta manera podrían seguir viéndose, Berthe se tomó un tiempo para reflexionar. Escribió: "mi situación es insostenible desde todo punto de vista". Al final aceptó. Desde entonces sería llamada Madame Manet. Degas quiso hacer un retrato del marido, que no miraba nunca a los ojos. Así lo representó. Fue su regalo de bodas. Después llegó Manet. Quería hacer otro retrato de Berthe. Retomó diversos elementos de los precedentes: el predominio del negro, los mechones irregulares de pelo, la cinta en el cuello, los dedos visiblemente nerviosos. Como talismán, el abanico. Pero esta vez la pose era nerviosa, incierta acerca de lo que iba a suceder un momento después. Es el único retrato en movimiento, instantáneo, que nos haya quedado de Manet. La impresión más categórica es que el gesto apunta a un movimiento defensivo. ¿Pero cómo habría de desarrollarse ese gesto? Acaso se habría detenido en la posición de otro retrato memorable, en el que el abanico se levantaba hasta esconder totalmente el rostro. Nunca como en esa ocasión Manet había estado tan cerca del espíritu de Guys. Pero ni siquiera Guys había osado un gesto tan audaz, que niega la esencia misma del retrato. La pose de Berthe es frívola, elegante, misteriosa, como si quisiera transformar el abanico en una máscara. Al mismo tiempo, anuncia una autoanulación. No equivale sin embargo a una simple negación del retrato, porque los ojos oscuros se ven aún a través del país de su abanico, y conmueven. Espectadores accidentales, asistimos al intercambio de un mensaje cifrado entre la mujer del retrato y el pintor. Es un mensaje de despedida.




Berthe Morisot con el abanico, 1872. Édouard Manet


Vuelven entonces a la mente ciertas palabras de Valéry escribió a propósito del otro retrato de Berthe Morisot, pintado por Manet en 1872, con sombrero negro y violetas en el escote. Valéry reconoció allí, ante todo, "el Negro, el negro absoluto [...] el negro que pertenece sólo a Manet". Después se detuvo en los ojos de Berthe, en su "vaga fijeza", que señala una "distracción profunda". Insinuando que la expresión del rostro tenía "un no sé qué bastante trágico". Esa impresión era lo que ahora, escondiéndose detrás del abanico, Berthe se había decidido a abolir, para siempre. De ella quedaría sólo otro carácter -insoslayable- que una vez más Valéry supo reconocer: "una presencia de ausencia". Escudándose en el abanico, Berthe volvía a ser "fácil, peligrosamente silenciosa".

En Boulogne, en pleno verano de 1868, Manet escribe una carta a Fantin-Latour, con su habitual tono ligero, zumbón, descarado. Empieza con Degas: "yo, que no tengo aquí a nadie con quien hablar, os envidio el poder conversar con el gran esteta Degas sobre la inconveniencia de un arte al alcance de las clases pobres". Después, un poco más de charla sobre pintura. Por fin aparece Berthe Morisot: "Soy de vuestro parecer: las señoritas Morisot son un encanto. Es una lástima que no sena hombres." Después volvía a Degas: "Decidle a Degas que me escriba. Por lo que me ha dicho Duranty, parece que se está volviendo el pintor de la high-life." Degas, Berthe Morisot: serían los vínculos más secretos, más duraderos para Manet. Lástima que Berthe no fuera un hombre. Al menos así habrían podido hacer algún viaje juntos.

Algunos meses después de la muerte de su padre, Manet se casó con Suzanne Leenhoff, rubia holandesa con tendencia a la obesidad. Suzanne había entrado en la casa de los Manet diez años antes como maestra de piano de los jóvenes Édouard y Eugène. En el momento del matrimonio solía aparecer con un hermano mucho más joven, Léon Koëlla. Como era ya evidente por numerosos indicios, ese muchacho de once años era en realidad el hijo de Auguste Manet, padre de Édouard, juez del tribunal civil, ocupado con frecuencia en casos de paternidad, muerto de sífilis, igual que, más tarde, su hijo Édouard. En casa,León llamaba a Suzanne "madrina"; fuera, se presentaba como su hermano. A Édouard lo llamaba "padrino". Manet pintó a su hermanastro no reconocido en diecisiete lienzos. Sólo Berthe Morisot y Victorino Meurent fueron retratadas con una frecuencia comparable. En su testamento, Manet declaró con claridad que su esposa, Suzanne, debía nombrar heredero a León. Muchas decisiones póstumas sobre la obra de Manet -grabados en su mayoría, como el desmembramiento de la Ejecución de Maximiliano- fueron tomadas, de común acuerdo, por Suzanne y León, hasta el último momento, león pretendió no haber conocido el "secreto de la familia" que lo rodeaba. Pero no se lamentaba, porque sostenía que su presunta hermana y su presunto padrino lo habían "mimado y enviciado", consintiendo todos sus caprichos. En el funeral de su madre, en 1906,León se presentaba todavía, en las participaciones de luto, como su hermano. Después abrió y regentó un negocio de conejos, aves y artículos de pesca. Murió en 1927. Así como Degas pagaría hasta el final las deudas de su hermano, que lo obsesionaron durante una década. Manet protegió hasta el último momento el secreto de su padre. Era su manera de ser grandes burgueses: hacer de la familia un fortín impenetrable. Era, también, un modo de esconder en una remota cámara subterránea una parte de los sentimientos más dolorosos.
Hay motivos para pensar que Manet se sentía atraído por Berthe Morisot no menos de lo que Berthe se sentía atraída por él. Pero en su vida estaba esa cámara subterránea que debía ser protegida y escondida. Mientras tanto Suzanne se volvía cada vez más voluminosa y la madre de Berthe Morisot escribía a sus hijas que Manet estaba "en casa, haciendo un retrato de su mujer y luchando por hacer de ese monstruo algo ligero e interesante".

La historia de Berthe Morisot y Édouard Manet es una Éducation sentimentale que nunca fue escrita sino pintada. Lacerante como los amantes de Flaubert, que nunca consuman su amor, atravesada por una serie de cuadros en los que el nombre de Berthe está ausente con frecuencia: "El balcón", "El reposo", títulos citados entre las obras maestras de Manet. Pero sin esfuerzo -si se presta atención también al tema, como solía hacerse- esos cuadros son reconocibles como capítulos de una historia única: de un amor asfixiado que sólo podía vivir en forma de pintura.
Cuando Victorine Meurent, la modelo de Olympia y del Déjeuner sur l´herbe, se fue a América, Manet se sintió un poco perdido. Durante largo tiempo, cada vez que tenía dificultades con alguna modelo, se tranquilizaba diciéndose: "Oh Victorine." Por él había sido cantante callejera, por él se había disfrazado de matador, por él había participado -desnuda- en un picnic, por él había sido Olympia, por él había posado con un loro. Ni fea ni bonita, átona, fría. Siempre con la expresión impasible, Victorine es neutralidad imperturbable, disponibilidad a acogerlo todo al mismo nivel.



El balcón, 1868. Édouard Manet


Por entonces Manet tenía en mente otra cosa: un cuadro con tres figuras en un balcón. Una ve más lo tomó... de Goya. Al menos una de las figuras debía tener cierto ardor hispanizante. Manet pensó entonces en Berthe Morisot, en su mirada incurablemente oscura, demasiado penetrante, en su palidez. En su rostro dramático, inteligente, más perturbador de lo que convenía en una mujer. Junto a ella, los otros dos personajes aparecían como meros figurantes, en pose de circunstancia. Mientras que la mirada de Berthe, tan lejana de la de Olympia, su melancolía incontenible, dejaría entrever el fondo negro detrás de la "claridad rubia" de Manet, como la llamaba Zola. Nació así El balcón, con la prodigiosa barandilla de un verde chillón y el abanico estrechado en la mano de Berthe, que mira hacia un punto preciso, absorta y desolada, con los grandes iris que oscurecen las córneas. Ciertamente no los dirige al espectáculo de la calle sino al de su vida, que se abre -y se cierra- con el signo de Manet.
Difícil pensar en otro cuadro donde haya una distancia tal entre dos de los tres personajes -insípidos, casi insignificantes- y la tercera figura, Berthe Morisot, que debería tener importancia parecida a los otros y en cambio absorbe para sí toda la atención, por su intensidad candente e imperiosa, que anula a quienes la rodean. Fanny Claus, la cantante, y su amigo Guillemet, de gesto vacuo y engreído, podrían ser siluetas trazadas en la pared, que se borran en un instante sin dejar huella alguna. Berthe es un precipicio psíquico. Raras veces en un cuadro se puede percibir la inmensa diferencia de presión entre una persona y la otra. No sólo en sí mismas sino en cómo son vistas. Es como si se nos precipitara en los pensamientos -¿de qué otra manera llamarlos?- de Berthe mientras posa y de Manet mientras la pinta. Madame Morisot, chaperon de su hija, bordada en un rincón. Escribió que, por aquellos días, Manet tenía "el aspecto de un loco".
Se conservan once retratos de Berthe. Berthe es lo contrario de Victorine. Su expresión es siempre vibrante, demasiado cargada de significados. Siempre debe quedar escondida, dispersa. Siempre un capítulo de novela aflora en ella, silenciando y suprimiendo los capítulos anteriores y sucesivos. Sólo a través de Berthe es posible entrever el lado oscuro, desgarrado, abismal de Manet, de este hombre "entusiasta, dúctil y teatral", a quien le gustaba mostrarse ligero, enamorado de las cosas más evidentes de la vida y que no quería complicaciones, porque estaba convencido de la divisa que escogió para estampar en su papel de carta: "Todo llega".

En dos ocasiones Manet pintó a una mujer de pelo negro con raya en medio, sentada o casi acostada sobre un sofá oscuro, con un amplio vestido de fondo blanco del que asoma un pie con un pequeño zapato negro. Una tiene un abanico en la mano izquierda; la otra, en la derecha. A distancia de años parecen dialogar. La primera era Jeanne Duval, en su condición de "vieja belleza transformada en inválida" por la parálisis. La segunda era Berthe Morisot. Son dos retratos altamente psíquicos. Un marasmo cargado de tensión. La cabeza demasiado pequeña de Jeanne, "semejante a un ídolo y a una muñeca" (Fénéon), perdida en el blanco y gris de su vestido y de la cortina detrás del sofá, tiene una expresión inmóvil, lejana, cerrada. Si no supiéramos que es Jeanne nadie pensaría en la amante tenebrosa de Baudelaire (y no falta quien haya puesto en duda que en efecto se trate de ella). A Fénéon -siempre preciso, siempre cruel- se le ocurrió, al verla, un poema de los Épaves en el que se evoca una "vieja infanta", bruñida y gastada por sus "caravanes insensées", mientras a su alrededor "ondea la inmensa y paradójica expansión de un vestido veraniego con anchas rayas blancas y violetas".
Berthe tiene una mirada penetrante y melancólica, como si hubiera sido sorprendida en la soledad o se hubiese olvidado de que estaba posando para un retrato. Detrás de su cabeza, un tríptico de Kuniyoshi evoca un torbellino de figuras, más parecidas a un cuadro informal o un Turner marino que a los agudos perfiles japoneses. También en el retrato de Zola se dejaba ver una estampa japonesa en la pared. Pero allí señalaba un gusto del tiempo; aquí, en cambio, es un pretexto para dar al rostro de Berthe un trasfondo de inmovilidad. En ambos retratos domina la presencia de algo dramático y silenciado. En ambas figuras femeninas femeninas, y también, por añadidura, en Baudelaire y en Manet, sus amantes en titre o en el lienzo.



Ramo de violetas, 1872. Édouard Manet


Aunque hicieron lo posible por esconderla e ignorarla, la complicidad entre Manet y Berthe Morisot era evidente. Nada la denunciaba más que el regalo hecho para Manet a Berthe de una minúscula tela compuesta de tres elementos: un ramo de violetas (que sostiene l confrontación con las de Durero), un abanico cerrado, una hoja blanca en la que se lee: "A Mlle Berthe [Mo]risot / E. Manet". Años después, cuando se había resignado a dispersar -no sin esfuerzo- su melancolía en la puesta en escena de una dudosa felicidad doméstica, Berthe quiso pintar casi como un desafío un cuadro en el que se pudiera percibir su proximidad fisiológica con Manet, la más escandalosa. Nos encontramos, de este modo, frente a dos variaciones sobre el tema de la mujer en el espejo, pintadas con diferencia de dos años, primero por Manet, después por Berthe Morisot, y atribuibles casi a la misma mano: doble ejemplo de pintura "argentina y rubia", diría Huysmans, lanzada sobre la tela con soberano desdén y pinceladas plumosas, variando sólo la tonalidad de fondo, del azul al verde agua. La modelo podría ser la misma, aunque ninguno de los dos espejos refleja el rostro.



Berthe Morisot de luto, 1874. Édouard Manet


Manet quiere cerrar la secuencia novelesca de los retratos de Berthe con una imagen de ella fragante y adolescente, o al menos mucho más joven que cuando se había asomado al balcón, seis años antes. Terriblemente inquieta, sin embargo, como a punto de desfallecer. Ese retrato tiene un gemelo siniestro, que Manet había pintado a principios del mismo año, cuando Berthe estaba de luto por la muerte de su padre, cuadro que muy pocos debían haber visto. Permaneció en el estudio de Manet hasta su muerte. En la subasta posterior fue adquirido -no por casualidad- por Degas.
Acostumbrado a retratar mujeres de una firme impasibilidad, como Victorine, aquí Manet se lanza al extremo opuesto y pinta lo que podía definirse como el primer retrato expresionista. Berthe no es ya reconocible: desfigurada, famélica, obligada a la terrible fealdad del dolor, que el pintor plasma inflexiblemente. El rostro está cercado por una compacta masa negra, del mismo tono que los grandes ojos petrificados. Quizá nadie lo sabía -excepto el pintor y la modelo-, pero éste es el retrato que se dejaba entrever en transparencia detrás de la última, encantadora, aérea acuarela con el abanico. La educación sentimental, para Berthe, había terminado. A la muerte de Manet, nueve años más tarde, escribiría a su hermana que ese día para ella se había "hundido todo un pasado de juventud y de trabajo". Agregaba: "comprenderás que me sienta destrozada".
"Era más grande de lo que pensábamos", dijo Degas a la muerte de Manet. Nadie como él tenía motivos para pensarlo. Durante años se habían observado y vigilado, a veces chocando, siempre evitando precisar cuánto se admiraban, sobre todo en presencia el uno del otro. Pero Degas, con justicia, había hablado en plural. Porque Manet había tenido el vicio de parecer demasiado normal. Según Baudelaire, eran "Un hombre muy leal, muy simple, que hace todo lo que puede por ser razonable, pero desgraciadamente está marcado por el romanticismo desde su nacimiento". Muchos estaban convencidos de comprenderlo fácilmente. A Manet le gustaba el éxito, las fiestas, los maestros antiguos, las mujeres. Todo de modo inmediato e infantil. Emanaba vitalidad con su cuerpo sólido, se mostraba alegre, sombrío, quisquilloso o ingenioso por razones que siempre parecían evidentes. Pero, apenas se miran los cuadros, todo se vuelve mucho más oscuro, problemático. Zola, que lo había defendido y celebrado con memorable impulso, confesó en una ocasión que siempre lo había encontrado desconcertante. Con el pasar del tiempo, Manet se revelaría cada vez más desconcertante, un poco como Velázquez.
El momento que máxima proximidad entre Manet y Degas tuvo lugar cuando Manet pidió a Degas que le devolviera los dos volúmenes de Baudelaire que le había prestado, prometiendo que se los restituiría enseguida.

Cuatro caballeros acompañaron a Berthe Morisot más allá de la muerte: Renoir, Monet, Degas, Mallarmé. Ningún pintor tuvo tanto honor en la muerte y tan poco honor en la vida.
Distintos en todo, esos caballeros compartieron un sentimiento de afecto y estima profunda por Berthe. Un año después de su muerte quisieron organizar una muestra memorable, que le restituyera algo de la gloria que en vida no se le había concedido. Su certificado de defunción, igual que el de matrimonio, la declaraba "sin profesión".
Casi cuatrocientas obras, entre lienzos, pasteles, dibujos y acuarelas, se reunieron en la galería Durand-Ruel. A lo largo de tres días los cuatro caballeros debatieron acerca de cómo disponerlas. Degas no consiguió imponer su idea de dar el máximo protagonismo a los dibujos. Renoir se preocupó de poner una otomana en medio de la sala para que los visitantes se encontraran a gusto. Mallarmé escribió la introducción del catálogo. Evocaba, en la prosa trascendente de las Divagations, una "figura de raza, en la vida y de personal elegancia extremas". Recordó un joven amigo (¿el propio Valéry?) que le había dicho un día: "Junto a Madame Manet me siento torpe y bruto." Madame Manet: incluso Mallarmé, con su vertiginosa delicadez, había sentido la necesidad de hacer resonar ese nombre, superponiéndolo al de aquella que se había casado con el hermano de Manet. El día antes de su muerte, Berthe Morisot dejó una nota a su hija Julie que se abría con estas palabras: "je t´aime mourante", sin olvidarse de dejarle un encargo: "Le dirás a M. Degas que, si funda un museo, elija a Manet."


Roberto Calasso
La Folie Baudelaire