20.4.25

Dibujos de Ramón Gómez de la Serna




Gestos del telón


Yo muchas veces voy al teatro por volver a ver el telón.

Hay telones simpáticos, amigos que hacen suponer detrás de ellos todo el arte dramático.

Muchas veces el mal momento del teatro es cuando se levanta el telón. Parece que se achica el espectáculo, que aparece como un fondo próximo lo que con el telón echado tenía un fondo ilimitado en que se escalonaban algunos siglos, y aparecía el enladrillado que va de los ladrillos de tamaño natural a los ladrillos infinitesimales en que el ajedrezado disminuye hasta el paroxismo.

La espera ante el telón corrido está llena de sueños y se escucha la rebullencia de Shakespeare, de Calderón, de Lope de Vega y de Tirso.

Todo el arte dramático está insomne detrás de la cortina de su lecho, que es el telón. Una indiscreción demasiado temprana y se vería a Desdémona en camisa, o, pero que eso, en la actitud de las Venus del Tiziano.

Hay telones de más confianza que cuelgan en teatros familiares y que son como el botín del teatro.

Hay telones de terciopelo, generalmente en teatros en que la mujer domina, que tienen mucho de batas opulentas, y que cuando se suelen abrir por en medio parece que van a mostrar a la protagonista en el tocador.

La tienda de telas para telones es difícil de encontrar. Es un gran almacén que está establecido en un edificio que fue silo antiguamente, y las piezas para telones se muestran por diez dependientes obsequiosos que los desenvuelven todos a la par, como remeros o soldados de la obsequiosidad.

Los telones zurcidos son como banderas del arte que lo embozan en su vejez. Al ver esos corcusidos que no se pueden disimular, se ríe uno de que el hombre crea que no se ven los que él lleva en su capa.

Frente a los telones espesos se presiente el teatro del porvenir y los autores dramáticos ven sus obras futuras, calculando sus novedades, sus efectos, la proporción de cada escena.

Hay un momento en que la luz de la sala se apaga y el telón sólo queda alumbrando en su fimbria, pudiéndose decir que al telón se le ha subido el pavo por el rubor extraordinario que le arrebola como si tuviese arrebol de debutante. En ese minuto antes de su alzamiento ha avanzado muchísimo, está más cerca de todos, nos abruma con su gravitación. El gigante nos tiene a sus pies y casi nos va a pisar.

Los gestos del telón son variadísimos y hay que tratar de ellos después de haber tratado del telón estático y quieto.

Se da en el telón por ejemplo un gesto tempestuoso que tiene mucho de mar picado, de golpe de las olas que no acaban de romper en espuma contra un acantilado sordo. Muchas veces la tempestad del telón es tan recia que se asustan los músicos aunque toquen la música como las orquestas de los barcos que se hunden.

¿De dónde puede brotar ese viento que empuja al telón embarazándole de aire? No se sabe. El escenario no tiene mucho fondo, todas las ventanas están cerradas, los cómicos no estornudan a coro. ¿Qué puede ser?...

Ese viento que abruma al telón es un viento misterioso, que parece venir del trasmundo y penetrar por la trasera de los escenarios, o quizá por las catacumbas kilométricas de los fosos.

Varios naturalistas y geólogos han practicado calicatas en el subsuelo del ventoso teatro, pero no han podido dar con la causa de los soplos. A veces se han achacado al estado gástrico de los actores que comen deprisa y de mala manera y se meten en el teatro inmediatamente dedicándose a los ensayos interminables. Los espiritistas creen que es un fenómeno de Eolo, que es un personaje alegórico en la junta de las categorías que viven en los telares, ha sido achacada también esa corriente misteriosa.

El ojo del telón influye también con los gestos del telón y ve todo el teatro como la Providencia. A veces el ojo parece de una langosta, y es como ojo pulposo que se nos acerca, que busca a los críticos con voracidad y mira los descotes de las señoras como doctor auscultante.

En el gran telón ese ojo pequeño es como el ojo del elefante que resulta pequeñísimo en medio de su gran carótida y bajo las bambalinas de sus grandes orejas.

Ante ese ojo todos nos colocamos mejor la corbata y a veces en los teatros de mala muerte nos ajustamos bien la cartera, pues tiene en ellos cara de ladrón.

A veces se puede apostar de quién es el tal ojo. Si el teatro está muy solitario y el ojo toma aspecto despavorido de caballo espantado, es que es el ojo del empresario. Si el ojo es guiñoso y se ve su malicia es el ojo de la primera dama joven. Si el ojo es vidrioso y enconado, es el ojo del traidor, etc., etc.

El telón corto o porque en el lavado ha encogido o porque es como falda de embarazada muy levantada por delante, tiene un gesto descuidado e indiscreto que muestra todo lo que de pedestre hay en la comedia. Con sólo un momento de cortedad del telón queda comprometida la obra y se ve la tramoya de intrigas, de amores sin acción dramática y de galanteos de las botas ordinarias con los zapatitos de las actrices, descubriéndose zapatones de hebilla y botas con espuelas que después no aparecen en toda la representación y nos dejan muy cavilosos.







Gestos de las nubes

Los gestos de las nubes son fuente constante de inspiración y la idea del algodón en rama se le ocurrió a su inventor viendo pasar las nubes.
Se puede sostener que toda la estatuaria de Rodin ha sido contrastada frente a las nubes y los grandes embozos de sus amantes que se besan, son hijos de las nubes directamente.
Yo he encontrado gestos muy particulares de las nubes y he visto en mi ojeo del cielo, la que es un pañuelo volado en la despedida de los puertos lejanos, la nube que es la perilla del Señor que acaba de afeitarse, la nube que es un cordero perdido, la que es un niño arrojado a la inclusa del cielo y después todas esas nubes de los poetas que son barcas, góndolas, promontorios, guerreros que avanzan a la bayoneta, cuadrigas que temen perder una batalla lejana, belitres sueltos, etc., etc.
El día en que se escardan los colchones del cielo -de ese gran hospital venturoso- es un día en que toman un extraño aspecto y también es día muy sui géneris aquel en que se tiran los apósitos de todas las operaciones de la semana o es día visperal de lavado y todos los sacos blancos de ropa blanca van a los lavaderos lejanos.
En algunos cielos muy límpidos, queda sólo una pompa de jabón angelical, una gasa perdida por un automovilista, una borla de los polvos despachados a gran velocidad para alguna luna coqueta, un rizo perdido de la empolvada cabeza de la Pompadour, el vaho de Dios, las vetas de humo de los cigarrillos orientales de Montecarlo, una voluta de pebetero de un Marajá, etcétera, etcétera.
Las nubes varoniles y gimnásticas, celebran en el ring del cielo grandes sesiones de boxeo en que se dan sendos puñetazos, de alguno de los cuales brota lluvia y rayo, porque ha sido atizado en un ojo o en la nariz. La exaltación del calor de los veranos es lo que las hace más pendencieras y aviva las sesiones de boxeo que las nubes toallas vienen a restañar enjugando los desperfectos, los sudores, la sangre de las nubes macizas y pugilísticas.
La riqueza de las nubes es algo que no se ha sabido explotar y de esperar son esos verdaderos altos hornos en que podrán industrializarse las nubes, aprovechándolas para gaseosas, polveras, esclavinas de marabú, edredones, cementos especiales, sustancias radioacuosas, etc., etc.
Las nubes en conserva también serían de gran resultado, enviando a los Ayuntamientos grandes bidones para usarlos en las grandes sequías.
Por lo menos, bien podía fundarse una sociedad anónima con cinco millones de capital en la que yo sería con gusto el socio industrial, pronto a convertir en realidad los mil sistemas de aprovechamiento de las nubes convertibles en grandes objetos artísticos de exportación como reproducciones de los fantasmas célebres, decoraciones de teatro, ráfagas decorativas, pintorescos jardincillos para balnearios, mantones de abrigo, sábanas que se podrán dar por la cuarta parte de las actuales adquiridas en almacén.
Da pena ver cómo se pierden las nubes en incesante trashumancia, pudiendo ser tejidas unas y otras para alimentar muchas fábricas.
También habría que inventar la Medicina de las nubes y embotellar aguas minerales de distinta cirrosidad y naturaleza, obteniendo aguas sulfurosas, con evaporaciones de los grandes bosques y con emanaciones del desierto.
En lo alto del Guadarrama, donde todas las nubes se desnucan y desflecan, habrá en el futuro unas fábricas prensadoras y esterilizadoras de nubes que filtrarán el cielo de Madrid.
Atraídas por la vorágine de su embudo giratorio, serán trituradas y desmenuzadas fácilmente empleando los rayos que tengan en flechas para la guerra y empaquetando los truenos para emplearlos en las tormentas del teatro.






Los hipocampos o caballos marinos

(...)
Es una preciosa delicadeza del mar la invención del hipocampo, nacido para ser algo así como "el recuerdo de haber sido náufrago", el regalo que llevar a la familia cuando se salga a flor de agua.
 -¿Y no me has traído nada de tu naufragio?
 -Si, aquí te traigo un hipocampo.
El hipocampo parece un animal inverosímil, un objeto de bazar confeccionado por el ocio submarino.
Arrastra un misterio inconcebible, como si una maldición de los cielos le hubiera hecho caer tan bajo y tan en lo profundo.
Las aguas en que vive y corretea son como pampas en que galopa salvaje, libre y perspicaz.
Quita al mar lo que tiene de imponente y son para los investigadores el punto risueño en su clasificación de monstruosidades.
Serenos, sin desbocarse nunca, los hipocampos hacen su recorrido por los caminos del agua y son como la miniatura de los caballos wagnerianos, como la proyección cinematográfica de la gran parada del mar, que está más orgulloso de ellos que de sus otros peces.
 -¡Venga, venga! -dicen las aguas de la submarinidad-. Esté atento que van a pasar los hipocampos...
Y se ve la cabalgata hipocámpica, que quiere decir residuo de los poneys de una majestad muerta.


Ramón Gómez de la Serna
Gollerías