3.7.10


Estatua de la diosa azteca Coatlicue. Siglo XV.



En una plaza

La imagen es clara. La mesa del conferenciante en la distancia. Un sinfín de cabezas interpuestas que hacía imposible ver su rostro. La voz del poeta mexicano Octavio Paz relatando lentamente la historia de una estatua. La imagen de la voz aún es clara. Valga esta reescritura como una suma de ecos que reverberando se pierden hacia uno último ininteligible.
En agosto de 1790 unos trabajadores estaban realizando unas obras en el centro de la ciudad de México. Al levantar el suelo de la Plaza Mayor encontraron bajo tierra una estatua de piedra de dos metros y medio de altura.
Pocos años antes, la Real Universidad de México había instalado en sus alas una extensa colección de reproducciones en escayola de diversas esculturas griegas y romanas procedentes de Europa. La estatua de la diosa Coatlicue fue conducida allí y emplazada en tan singular compañia como "un monumento de la antigüedad".
Transcurridos unos pocos meses, los doctores universitarios decidieron que la presencia de semejante obra entre las representaciones del clasicismo era una afrenta a la idea de belleza. Incluso la diosa pétrea podía reavivar entre los indios aquellas creencias que los virreyes preferían conservar olvidadas. Ahí los profesores decidieron que la Coatlicue fuera de nuevo enterrada en el mismo agujero donde había sido encontrada.
Algunos años después, el barón Alexander Humbolt, mientras permanecía temporalmente en México, debió leer las notas y la descripción de la estatua de Antonio de León y Gama realizó antes de que ésta fuera de nuevo cubierta por la tierra. Humbolt consiguió que la obra fuera desenterrada para poder estudiarla. Cuando terminó de hacerlo, la estatua fue de nuevo enterrada.
La Coatlicue era un bloque de piedra de imprecisa apariencia humana que encumbraba el Templo Mayor de Tenochtitlan. Allí el sacerdote azteca la untaba con sangre e incienso de copal. Era portadora de loa atributos de la divinidad -colmillos, serpientes, cráneos- todos tallados de manera realista. Huesos, madera, plumas estaban manifestados en la petreidad de la escultura mexicana. "Fusión de la materia y el sonido", dice aquí exactamente la voz del poeta, "la piedra es idea y la idea se vuelve piedra".
Años después de la independencia de México, la Coatlicue fue desenterrada definitivamente. De vuelta a la Universidad, primero fue abandonada en un patio; luego fue colocada en un pasillo, parcialmente escondida detrás de un biombo que dejaba entrever a través de la curiosidad otro tanto de molestia y vergüenza. Finalmente, tras ser emplazada en una pequeña sala como un objeto de imprecisa validez artística, fue a ocupar el lugar central en la sala principal de arte azteca en el Museo Nacional de Antropología.
Desde sus inicios como diosa en lo alto de una pirámide truncada, hasta su emplazamiento actual como obra maestra de la historiografía antropológica, la Coatlicue permanece indiferente a la pluralidad de significados que sobre ella vuelca la sensibilidad de cada época.
Si para el misionero católico, esa piedra era la encarnación de lo demoníaco, en firme oposición al sacerdote azteca que la veneraba como poseedora de valores divinos, para ambos era en sí misma una presencia sobrenatural. La Coatlicue era una presencia que condensaba e irradiaba "un misterio tremendo".
El espectador capaz de sentir esa presencia sobrenatural en la figura de piedra ya había desaparecido cuando la Coatlicue entró en los pasillos del discurso estético de finales del XVIII y en los vericuetos de la especulación antropológica del XX.
Siglo tras siglo, lo que había cambiado era la comprensión de lo real, no la apariencia real de la estatua. A lo largo de este trayecto desde lo religioso a la secularización, desde el sacerdote azteca a Humbolt y al visitante del Museo Antropológico, la Coatlicue se muestra inequívoca frente al misterio. La piedra de apariencia humana -desde su autonomía estatuaria-, revierte al misterio del ver, a la mirada que la circunscribe. A lo largo de los siglos, al sentido de veneración que provoca en el azteca se sumó el del horror de igual sustrato religioso. A la desconfianza estética se añadió la curiosidad científica con igual criterio intelectual.
Frente a esa suma y resta de significados, frente a las cambiantes épocas que habita cada intermitente espectador, el bloque de piedra ofrece, en su inmovilidad, un sentido único: el enigma de hacer sentir.
Permítasenos dar una pisada unos metros al frente o tal vez de lado para añadir otra posibilidad, desde el presente, a ese trayecto de cuatrocientos años.
Frente a la estatua azteca y para siempre de espaldas a tanta escultura de la sociológia y de la información, valga apoyar la mirada en otra estatua. Un general cualquiera en el centro de una plaza cualquiera en una ciudad cualquiera subido a un caballo igual de inmóvil. Estatua que no produce respeto, pues ya nadie recuerda a qué gloriosa batalla se erigió ese montículo de piedra y bronce. No provoca animosidad, pues tampoco queda ya el enemigo. No produce fervor estético ni siquiera curiosidad científica. Es una estatua que es poseedora de un único valor: haber dejado que el tiempo la oculte a la vista de todos.
En verdad, no es nuestra intención rescatar de la ocultación la imagen de un general de bronce o devolver a los anales del arte una estatua olvidada, inmóvil, escondida en el aire, en una plaza cualquiera. Como tampoco señalar con el trayecto de la Coatlicue el hecho de que una piedra puede ser digna de un tratado de las interpretaciones. Más allá de esa suma y resta de significados queda una comprensión única: estamos abocados a ser traductores de sus presencias.
Entonces, desde el presente, extraviado por una ciudad, cruzando una plaza, mirando, ¿cómo traducir esa ocultación?


Juan Muñoz
Escritos