11.7.10

No es precisamente una beldad que en calidad de tal pudiera figurar en un catálogo para esparcimiento de exquisitos y exigentes. No lo es, no. Mas tiene un encanto colosal y un ambiente de mucha paz y de intensa cordura acompaña sus desplazamientos por el local, las tareas de las que se ocupa, la forma de hablar, la utilización de las manos, sobre todo cuando despliega en el velador el mantel de hilo blanco, y luego la servilleta también de hilo, pero de un blanco distinto, más tomado, más crudo, la manera en que los objetos van apareciendo sobre la mesa, todo ello como formando parte de una ceremonia muy privada y silenciosa, muy secreta, hasta alcanzar el ritual una plenitud llena de armonía, que no es otra cosa sino el reflejo de ella misma, de su personalidad clara, suave, tan cuidadosa con los útiles y menudencias de su espacio, un espacio sin estridencias, con una leve sonrisa acariciando el entorno, el óvalo de una cara pálida, alargada, unas gafas de finísima montura plateada, el cabello peinado como un adolescente de entreguerras, con raya en medio, y descendiendo luego en cascada custodiando ambos lados del rostro, un adolescente del tiempo aquel, cunado nacían los totalitarismos, pero los muchachos eran aún hermosos, antes de que se desdibujase todo.
- Por favor, qué le sirvo al señor.
Anota la comanda, hace una tenue inclinación de asentimiento y luego marcha hacia el fondo del local, y los espejos del Majestic van devolviendo la imagen de la joven camarera, que discurre acompasadamente, sin pasos tonantes, resueltos, es sólo el deslizamiento de ella por el espacio, sorteando veladores y clientes y colegas, embutida en el severo uniforme con un toque masculino, la diección ha perseguido un ideal andrógino, una discreta ambigüedad, mas tal propósito se desvanece cuando ella aproxima su rostro al cliente y le habla con tanto encanto, tanto, que intimida una inminencia femenina tan acusada, capaz de absorber toda atención y de que solamente el óvalo de su rostro muy claro ordene con autoridad un territorio abigarrado de maderas oscuras, angelotes barrocos, grecas y guirnaldas, rosetones, mármoles y divánes disfrutados por fantasmas de francmasones diseñando estrateguias filosóficas, y espejos, espejos, espejos.
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Ramón Ayerra
La vida y la muerte en Oporto