14.10.11



Cada vez, dijo Austerlitz, cuando al volver del East End bajaba en la estación de Liverpool Street, me quedaba allí una o dos horas al menos, me sentaba en un banco con otros viajeros y personas sin hogar ya cansados a primera hora de la mañana o me apoyaba en algún lado contra una barandilla, sintiendo al hacerlo aquel tirón constante dentro de mí, una especie de dolor de corazón que, como empezaba a sospechar, se debía a la vorágine del tiempo pasado. Sabía que en el terreno sobre el que se levantaba la estación se extendían en otro tiempo prados pantanosos que llegaban hasta los muros de la ciudad, los cuales, durante los fríos inviernos de la llamada pequeña edad glaciar, se helaban durante meses y en los que los londinenses patinaban, con patines de hueso atados bajo las suelas, lo mismo que los habitantes de Amberes sobre el Escalda, a veces hasta medianoche, al resplandor titilante de los troncos que ardían en braseros situados aquí o allá. Más tarde se drenaron poco a poco esos prados pantanosos, se plantaron olmos, se instalaron huertos de hierbas, estanques de peces y blancos senderos de arena por los que pudieran pasear los ciudadanos al acabar su jornada, y pronto se construyeron también pabellones y casas de campo, hasta Forest Park y Arden. En los terrenos de la actual ala principal de la estación y del Great Eastern Hotel, así continuó Austerlitz, se alzaba hasta el siglo XVII el convento de la orden de Santa María de Belén, que fundó un tal Simon Fitzgerald tras haberse salvado de forma milagrosa de manos de los sarracenos, en una cruzada, para que en adelante los piadosos hermanos y hermanas rogaran por la salvación del fundador y de sus antecesores, su cesores y parientes. Al convento pertenecía también, fuera de Bishopsgate, el hospital para perturbados e indigentes que ha pasado a la historia con el nombre de Bedlam. Casi compulsivamente, dijo Austerlitz, cuando estaba en la estación, trataba de imaginarme una y otra vez dónde, en el espacio luego atravesado por otros muros y ahora nuevamente alterado, habían estado las habitaciones de los ocupantes del asilo, y a menudo me he preguntado si el sufrimiento y los dolores que se acumularon allí durante siglos han desaparecido realmente alguna vez, si todavía hoy, como creía sentir a veces en un frío soplo de aire en la frente, no nos cruzábamos con ellos en nuestros recorridos por las naves y en las escaleras. O me imaginaba también poder ver los pálidos campos que se extendían hacia el oeste de Bedlam, veía las blancas sendas de ropa tendidas sobre la hierba verde y las figuritas de tejedores y lavanderas y, más allá de los campos pálidos, los lugares donde se enterraba a los muertos desde que los cementerios de las iglesias de Londres no podían acoger a más. Lo mismo que los vivos, los muertos, cuando están demasiado apretados, se trasladan a una zona menos poblada, donde, a distancia conveniente entre sí, pueden encontrar reposo. Sin embargo, siguen llegando cada vez más, en sucesión ininterrumpida, para cuyo alojamiento finalmente, cuando todo está ocupado, se cavan tumbas en las tumbas, hasta que por todo el campo se encuentran huesos a diestro y siniestro. Donde, en otro tiempo, estaban los pálidos campos y los camposantos, en la zona de la estación de Broad Street, construida en 1865, aparecieron en las excavaciones realizadas en el curso de los trabajos de demolición bajo una parada de taxis, más de cuatrocientos esqueletos. Yo estaba entonces con mucha frecuencia dijo Austerlitz, en parte por mi interés por la historia de la arquitectura y en parte también por otras razones, par incomprensibles, e hice fotografías de los restos mortales y recuerdo que uno de los arqueólogos, con el que entré en conversación, me dijo que en cada metro cúbico de tierra sacada de aquella fosa se habían encontrado, por término medio, los esqueletos de ocho personas. Sobre la capa de tierra depositada encima de los cuerpos hundidos con el polvo y los huesos la ciudad creció, en el curso de los siglos XVII y XVIII, en una maraña cada vez más intrincada de calles y casas pútridas, fabricadas con maderos, terrones de barro y cualquier otro material disponible, para los más humildes habitantes de Londres.




Hacia 1860 y 1870, antes de comenzar los trabajos de construcción de las dos estaciones del nordeste, esos barrios miserables fueron desalojados por la fuerza y se removieron y desplazaron enormes masas de tierra, con los enterrados en ella, para que las vías del ferrocarril, que en los planos preparados por los ingenieros parecían las fibras musculares y nerviosas de un atlas anatómico, pudieran llegar hasta los confines de la ciudad. Pronto la zona que había ante Bishopsgate no fue más que un barrizal pardo grisáceo, una tierra de nadie en la que no se movía un alma. El arroyo de Wellbrook, las fosas de agua y los estanques, las fochas, becasinas y garzas, los olmos y moreras, el parque de ciervos de Paul Pindar, los enfermos mentales de Bedlam y los hambrientos de Angel Alley, de Peter Street, de Sweet Apple Court y de Swan Yard habían desaparecido, y desaparecidas estaban hoy las multitudes de millones y millones que, un día tras otro, pasaron durante un siglo entero por las estaciones de Broadgate y Liverpool Street. Para mí, sin embargo, dijo Austerlitz, era en aquel tiempo como si volvieran los muertos de su ausencia y llenaran la penumbra que me rodeaba con su incesante ir y venir, peculiarmente lento. Recuerdo, por ejemplo, que una tranquila mañana de domingo estaba sentado en un banco del andén especialmente oscuro al que llegaban los trenes del barco de Hardwich, y que contemplé allí largo tiempo a un hombre que, con su raído uniforme de ferroviario, llevaba un turbante blanco como la nieve y, con una escoba, recogía aquí o allá algo de la basura que había en el pavimento. En esa tarea, que, en su inutilidad, recordaba las penas eternas que, al parecer, dijo Austerlitz, tendremos que sufrir después de nuestra vida, aquel hombre que, profundamente olvidado de sí mismo, realizaba siempre los mismos movimientos, se servía de, en lugar de un verdadero recogedor, una caja de cartón con uno de los lados arrancado, que él iba empujando con el pie poco a poco, primero subiendo por la plataforma y luego bajando otra vez, hasta llegar al punto de partida, una puerta baja en la valla de la obra que se alzaba ante la fachada interior de la estación hasta el segundo piso, por la que había salido hacía media hora y por la que, a trompicones según me pareció, volvió a desaparecer. Hasta hoy me resulta inexplicable qué me indujo a seguirlo, dijo Austerlitz. Damos casi todos los pasos decisivos de nuestra vida por algún impreciso impulso interior. En cualquier caso, aquella mañana de domingo me encontré de repente tras la alta valla de la obra, directamente ante la entrada del llamado Ladies Waiting Room, de cuya existencia en aquella parte remota de la estación no había tenido hasta entonces la menor idea. No se veía por ninguna parte al hombre del turbante. Tampoco en el andamio se movía nada. Dudé si entrar por la puerta de vaivén pero, apenas puse la mano en la manilla de latón, entré enseguida, a través de una cortina de fieltro colgada en el interior contra las corrientes de aire, a una gran sala evidentemente no usada desde hacía años, como un actor, dijo Austerlitz, que sale al escenario y, en el momento de salir, olvida irrevocablemente y por completo lo que se ha aprendido de memoria, el papel que tantas veces ha interpretado. Es posible que pasaran minutos u horas, durante los cuales, sin poder moverme del sitio, estuve de pie en aquella sala, según me pareció de techo enormemente alto, con el rostro levantado hacia la luz de un gris helado, parecida a la de la luna, que entraba por una galería situada bajo el techo abovedado y flotaba sobre mí como una red o un tejido poco espeso, en algunos sitios deshilachado. A pesar de que esa luz era muy clara en lo alto, una especie de polvo centelleante se podría decir, cuando descendía parecía ser absorbida por las paredes y las regiones más bajas de la sala, como si sólo aumentara la oscuridad y corriera en verdugones negros, más o menos como la lluvia por los troncos lisos de las hayas o por una fachada de hormigón. A veces, cuando fuera, sobre la ciudad, se desgarraba la cubierta de nubes, algunos haces de rayos entraban en la sala de espera, que sin embargo se extinguían ya a medio camino la mayoría de las veces. Otros rayos, en cambio, describían curiosas trayectorias que infringían las leyes de la física, y giraban en espiral o remolino sobre sí mismos, antes de ser tragados por las vacilantes paredes. Apenas en un abrir y cerrar de ojos veía entretanto enormes espacios que se abrían, filas de pilares y columnatas que llevaban a las mayores distancias, bóvedas y arcos de ladrillo que soportaban pisos y más pisos, escalinatas de piedra, escaleras de madera y escalerillas que conducían la vista cada vez más arriba, pasarelas y puentes que cruzaban los abismos más profundos y en los que se apiñaban figuras diminutas, presos, pensé, dijo Austerlitz, que buscaban una salida de aquella mazmorra y, cuanto más miraba a lo alto con la cabeza dolorosamente echada atrás, tanto más me parecía como si el espacio interior en que me encontraba se extendiera, como si continuara infinitamente en el más improbable de los escorzos, curvándose al mismo tiempo sobre sí mismo, como sólo era posible en un universo falso semejante. Una vez creí ver, muy arriba, una cúpula rota, en cuyos bordes, sobre un parapeto, crecían helechos, sauces jóvenes y otros arbustos en los que las garzas habían construido nidos grandes y desordenados, y las vi desplegar las alas e irse volando por el aire azul. Recuerdo, dijo Austerlitz, que, en medio de aquella visión de cautiverio y liberación, me atormentaba la idea de si había ido a parar al interior de una ruina o al de un edificio sólo en proceso de construcción. En cierto modo, en aquella época, en la que la nueva estación surgía literalmente de la construcción derribada, ambas cosas eran ciertas, y lo decisivo no era esa pregunta, que en el fondo era sólo una distracción, sino los fragmentos de recuerdos que comenzaban a desplazarse por las zonas exteriores de mi conciencia, imágenes como, por ejemplo, la de una tarde a finales de noviembre de 1968, cuando, con Marie de Verneuil, a la que conocía de mi época de París y de la que todavía tendré que hablar, estaba en la nave de la maravillosa iglesia de Salle en Norfolk, que se alza sola en una extensa campiña, y no pronuncié las palabras que hubiera debido pronunciar. Fuera, la blanca niebla había subido de los campos, y los dos mirábamos en silencio cómo se arrastraba lentamente por el umbral de la puerta, una nebulosidad que avanzaba baja, rizándose, y que poco a poco se extendía por el suelo de piedra, cada vez se adensaba más y ascendía visiblemente, hasta que sólo sobresalíamos de ella de medio cuerpo y temimos que pronto no nos dejara respirar. Recuerdos como ése eran los que me venían en el abandonado Ladies Waiting Room de la estación de Liverpool Street, recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, de que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida, como si se extendiera por toda la planicie del tiempo. Quizá por eso viera también en la semipenumbra de la sala dos personas de mediana edad vestidas al estilo de los años treinta, una mujer con una gabardina ligera y un sombrero ladeado sobre el pelo y, junto a ella, un hombre flaco, que llevaba traje oscuro y alzacuello. Y no sólo vi al pastor y a su mujer, dijo Austerlitz, sino que vi también al chico que habían venido a buscar. Estaba sentado solo, en un banco apartado. Las piernas, enfundadas en medias blancas hasta la rodilla, no le llegaban al suelo aún y, de no haber sido por la mochila que sostenía abrazada en su regazo, creo, dijo Austerlitz, que no lo habría reconocido. Así, sin embargo, lo reconocí por la mochila, y me acordé, por primera vez hasta donde podía recordar, de mí mismo, en el momento en que comprendí que debió de ser a esa sala de espera adonde llegué a Inglaterra, hacía más de medio siglo. El estado en que caí entonces, dijo Austerlitz, como tantas otras cosas, no sé describirlo; era un desgarramiento lo que sentía en mí, y vergüenza y pesar, o algo totalmente distinto de lo que no se puede hablar porque faltan palabras, lo mismo que me faltaron en aquella ocasión, en que me abordaron dos extranjeros cuyo idioma no entendía. Recuerdo sólo que, al ver al chico sentado en el banco, tuve conciencia, por su estupor apático, de la destrucción que el estar solo había producido en mí en el curso de tantos años, y me invadió un terrible cansancio al pensar que nunca había estado realmente vivo, o que acababa de nacer ahora, en cierto modo en vísperas de mi muerte. 

Austerlitz 
W. G. Sebald