31.10.11
Victoria de Samotracia. Museo de Louvre, París.
Porque no se trata, como pensáramos, de una simple superioridad; no se trata de obras de arte superiores, de obras maestras, máximas, cumbres, de un arte convencido, sino de auténticas criaturas vivas, desligadas, emancipadas por completo del arte, del recinto cerrado y riguroso del arte.
No se trata de una superioridad, sino de una superación, de una separación. El Hermes de Praxíteles o la capilla de Piero della Francesca en Arezzo son obras de arte tope, que han alcanzado el tope, el límite más alto del arte, pero no han podido ni querido renunciar generosamente a él, quedando así prisioneras de su eternidad inanimada, locas de avaricia, con el voluntarioso orgullo de ser obras, obras supremas de arte supremo, de arte incluso, si se quiere, sublime, pero nada más, nada más que arte sublime. La Victoria del Louvre, por el contrario, aunque empezara por querer ser una escultura inmortal y magistral como tantas otras, pronto ha de librarse de este estrecho compromiso, irrumpiendo francamente en la vida; pronto ha de convertirse, no sólo ya en una criatura más de Dios, sino incluso en una gran concavidad natural, en un espacio inmenso de naturaleza viviente, de paisaje viviente, con su aire marino, con su cambiante luz tornasolada, con sus nubes imprevisibles en torno. Y eso, claro, ya no es escultura, es casi lo más opuesto a ella y, desde luego, lo contrario de una obra. Porque una obra puede -y debe- aludir a la realidad por medio de signos expresivos y hasta reflejarla , pero no puede serla. Cuando una obra como la Victoria de Samotracia, o como Las Meninas, pasa tan campante, atravesando un misterioso tabique sin puertas, del otro lado, del lado de la vida real, es, ni más ni menos, que ha dejado de ser una obra.
Ramón Gaya
Velázquez, pájaro solitario