4.11.11


Painel do Arcebispo, 1470-80. Nuno Gonçalves. Museu nacional de arte antiga, Lisboa.


Lisboa

En Lisboa, sin saber por qué, me acordaba mucho de Cádiz. Creo que se debía, principalmente, al coloreado ligero, un tanto banal, de sus casas; quizá se debía también a cierta atmósfera de marinerismo antiguo, de marinerismo de grabado (un grabado inglés que representara tal puerto exótico del Japón). Sí, hay algo muy oriental en Lisboa, difícil de localizar y precisar, muy evidente al mismo tiempo, algo que se diría una pimienta espolvoreada sobre los tejados -esos tejados con un leve respingo de pagoda-, algo como una pimienta difícil traída en veleros; porque Lisboa parece un lugar de volver, un rincón al que se vuelve después de una universalidad, después de un cansancio. Es una ciudad un tanto andaluza, pero como de una Andalucía... alemana, es decir, del Norte, una Andalucía dura, de hierro. Su catedral es muy fuerte, casi bárbara, muy severa, pero de una severidad luminosa; y el llamado "manuelino" -un gótico ancho y blando- parece una arquitectura temerosa de deshacerse, llena de atadijos hechos con maromas de barco y que, poco a poco, esos nudos se hubiesen convertido en ornamentación. El interior de Los Jerónimos, más que construido, se diría formado de conchas, de moluscos, de lapas, es decir, resultado de una caprichosidad natural, de la Naturaleza, y que un buen día, quedó petrificado para siempre. Ante el gran tríptico de Nuno Gonçalves que se guarda en el museo, sentí de nuevo esa sensación de abstracción y vida, de dureza y vida mezcladas. Pocos primitivos pueden comparársele en grandiosidad, en rotundidad, en absolutismo, en síntesis. Casi no parece un artista, sino un guerrero, un guerrero en paz, un guerrero que no batalla, que lo es pero que no batalla, un guerrero inmóvil, es decir, verdaderamente fuerte. Los personajes de su tríptico son, quizá, los seres más herméticos de toda la llamada pintura primitiva; cuanto pudiera caer en expresión, en debilidad de expresión, ha sido convertido aquí en intensidad; no hay nada muerto, sino que todo está bien vivo, pero todo está vivo sin moverse, sin expresarse, con una existencia, con una respiración de coraza, de coraza palpitante.
Me pareció que Portugal encerraba un esqueleto muy antiguo y duro, un armazón muy sólido, pero que este armazón había sido revestido ahora de un encanto suave, feliz, un poco banal, un poco tropical, y como traído de otras tierras.

Ramón Gaya
Cuaderno de viaje