Si, para Descartes, los sentidos nos ofrecen un mundo basculante, fluctuante o flotante, entonces es que los sentidos son líquidos, mientras la mente, que es capaz de trazar formas fijas y estables, es sólida. La mente es mente de los sólidos, los sentidos son sentidos de los líquidos. Pero los sentidos pertenecen al cuerpo, mientras que la mente es del alma. Se establece aquí una oposición crucial para la historia del espíritu y del cuerpo en Occidente. El trabajo de la razón cartesiana es un trabajo de exclusión de lo líquido, de lo informe e indecidible, de lo dudoso; por tanto: del cuerpo. Excluido todo esto, lo sólido del mundo, el mundo como sólido, entrará por el ejercicio mental. Frente a lo discontinuo del mundo empírico, la función de la geometría, como apéndice de la razón, es ser capaz de trazar volúmenes fijos, sólidos y estables, transparentes a la intelección como un diamante: como un prisma, como una esfera de cristal. Sólo se considerará lo que existe como liso, lo que es casi idealmente uniforme y unido. Y aquí entra la fascinación por los espejos y por los instrumentos ópticos. De ahí que, en el mundo cartesiano que Occidente hereda como poder, lo claro se asocie con lo perfilado, con lo determinado o distinto. De ahí también que se equipare el lenguaje de la luz con el lenguaje de los bordes. Toda la óptica cartesiana es un problema de bordes, de definir y precisar limites pulcros y fijos. Spinoza, luego, realiza el gesto cartesiano por excelencia: pulir cristales de gafas, borrar los bordes fluctuantes, obtener bordes lisos para un instrumento de tecnología sensorial que perfecciona, justamente, los errores de los sentidos. La vista es aquí el modelo de la mente. Todo lo rugoso o rasgado o fractal habrá de desaparecer en lo liso. Todo ha de ser sólido. Sólido de bordes perfectos, claro, distinto, riguroso. El modelo ahora es el cristal, o el espejo. El cristal es lo que muestra claramente sus límites, él es el ideal metafórico del conocimiento. Ideal además por su equilibrio, por su casi eterna estabilidad. Por su frialdad, una vez que ha superado precisamente la prueba de fuego.
Sin embargo, no es la geometría cartesiana -esta geometría al servicio de la razón- loque apreciamos en la pintura de Georges de La Tour. Sería más bien una geometría al servicio del ensueño. Geometría lírica, bien extraña a Descartes; donde la razón pide la poesía, es decir: su propio exceso, un cálculo ya sin unidad de medida. Lejos, pues, de introducir la claridad en la realidad, la vuelve enigmática, furtiva, sorprendente o admirable, casi tan milagrosa como huidiza.
(...) El elemento principal del espacio no es ahora la unidad inmutable, sino la multiplicidad o la sinuosidad evanescente, fugitiva. Entonces, algo se eleva de ese fondo de tinieblas como a golpe de resplandor. De repente, una luz, como un pálpito de fuego en un abismo de silencio. (...) ¿Cuál es el fondo nocturno de los cuadros de La Tour: un ocre, un oro pálido, un tojo pardo, negro incluso? Todo se difumina en medio de una gradación de tonos marrones, dorados o rojizos, indiscernibles. ¿Cuál es el color del fuego? (...) Por medio del fuego o del agua, las cosas se ponen fuera de sí, y fuera del foco. Lo real se muestra como movido en la sobreimpresión, en el espejeo, el temblor: el resplandor. Allí, el mundo sólido, y sórdido, ha final y gloriosamente ardido en el fluido de la luz, el hilo puro de luz que lo hace elevarse en infinitos colores. Que lo transforma y lo desfigura, o lo transfigura.
¿Será, en definitiva, el fuego, la luz de la llama, la figura originaria de la aparición misma, o incluso de la figuración? Todo parece indicar que la extremada belleza de las noches de Georges de La Tour radica en que allí se ofrece la pura presentación de una presentación: el resplandor de una aparición. Una presentación al borde o el límite mismo de la figura, de su contorno; que tiene lugar, por tanto, en el límite de la presencia, en su eterna palpitación, incluso tan sólo su pálpito, su infinita pulsación finita.
Alberto Ruiz de Samaniego
Cuerpos esclarecidos de Georges de La Tour
Hombres y Dios. Escenas de noche y misterio