Es un paisaje seco y puro, que se quiere un Giotto. La gitana duerme, precisamente, como lo haría una figura bíblica: como un profeta del desierto, agarrada a ese rústico palo que hizo de cayado. Da la sensación de que, si soltase el madero, el león la comería, pues se perdería la protección, el embrujo.
Es de noche, o más bien una noche americana, y la dormición extática de la muchacha y el resplandor de la luna parecen hechizar de algún modo a la bestia. Se da una extrañeza fraternidad entre ambos, el león y la mujer oscura. Es como si cada uno encarnarse el sueño del otro. Como si cada uno olfatease el misterio del otro. Uno, el sueño de la humanidad, temiendo incluso acercarse, y hasta tocarlo. La otra, que ha dejado salir, feliz, su alma indomable y animal. Como un genio que escapase del jarrón que está a su lado; o como se escapa un arpegio, un rugido súbito del silencio oscuro de la mandolina que reposa con ella en el desierto.
¿No es la constelación de Leo la que está representada en el clavijero de afinación del instrumento?
Mandolina, jarrón, luna, gitana, león incluso: comparten todos una misma identidad. La frágil levitación de un sueño sustentado en la dudosa inclinación del palo sostenido por esa mano inocente y primitiva; más despierta, tal vez, más importante, que la gitana misma.
Se entra en un cuadro como en un sueño, decía Klee. Esa mano, con su bastón o su rústico madero, no puede ser otra que aquella que forja y ampara la pintura misma.
Alberto Ruiz de Samaniego
El espacio salvado. Álbum de imágenes.