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4.5.24

Shelter-writing the unwritable novel, 2020-2022. Helen O´Leary




Me imaginaba que el mundo solo se sostenía por las trayectorias que las golondrinas esgrimen en el espacio.


I imagined that the world was only sustained by the trajectories that the swallows wield in space.


W.G.Sebald

4.12.15

Head of Catherine Lampert VI, 1980. Frank Auerbach


Al cabo de tres cuartos de hora llegué a los diques del puerto. Desde allí se ramificaban estanques kilométricos del canal navegable que en una gran curva llevaba a la ciudad, formando anchos brazos de agua y dársenas en las que, como se podía apreciar, desde hacía años no se movía nada y donde las contadas barcazas y cargueros que estaban varados aquí o allá junto a los muelles y que parecían doblados de una manera extraña, hacían pensar en una hecatombe general y definitiva. No lejos de las exclusas, a la entrada del puerto, tropecé, en una calle que partía del muelle en dirección a Trafford Park, con un cartel en el que aparecían pintadas en gruesos trazos de brocha las palabras TO THE STUDIOS. Señalaba el camino hacia un patio adoquinado, en cuyo centro, rodeado de un pequeño césped, había un pequeño almendro en flor. El patio debió de pertenecer alguna vez a una empresa de transportes, pues estaba rodeado en parte de cuadras y cocheras a ras del suelo, y en parte de antiguos edificios de viviendas y oficinas de una o dos plantas, y en uno de esos edificios aparentemente abandonados estaba instalado el estudio al que yo acudiría en los meses siguientes tan a menudo como creía poder asumir para conversar con el pintor que allí trabajaba, desde finales de los años cuarenta, día tras día durante diez horas, sin excluir el séptimo día.
Al entrar en el estudio, los ojos tardaban bastante tiempo en acostumbrarse a la extraña iluminación allí existente, y cuando uno vuelve a ver le parece que todo lo que hay en aquel espacio, de quizá doce por doce metros es impenetrable a la vista, tiende a desplazarse tan lenta como inexorablemente hacia el centro. La oscuridad acumulada en los rincones, el revoque de yeso con manchas de sal e hinchado por la humedad y la pintura que se caía de las paredes, las estanterías sobrecargadas de libros y pilas de periódicos, las cajas, los bancos de trabajo y las mesillas auxiliares, la butaca de orejas, la cocina de gas, el colchón en el suelo, las montañas de papeles, vajillas y cachivaches que se imbricaban, los botes de pintura que brillaban en la penumbra en color rojo carmín, verde hoja y blanco plomizo, las llamas azules de los dos hornos de parafina, todo el mobiliario se mueve milímetro a milímetro hacia la parte central, donde Ferber ha instalado su caballete a la grisácea luz que penetra por la alta ventana del norte, cubierta del polvo de decenas de años. Puesto que aplica la pintura con gruesas pinceladas y más tarde, a medida que avanza la obra, la elimina continuamente rascándola del lienzo, el piso está cubierto por una masa que, mezclada con el polvo de los carboncillos y en gran parte ya endurecida e incrustada, tiene en el centro varias pulgadas de espesor y va adelgazando progresivamente hacia los extremos -en parte semeja una erupción de lava-, y de la que Ferber afirma que representa el auténtico fruto de su empeño incesante y la prueba palpable de su fracaso. Para él siempre había sido muy importante, dijo Ferber una vez de pasada, que en su lugar de trabajo nada cambiara, que todo permaneciera tal como estaba antes, tal como él lo había dispuesto, tal como estaba ahora, que no se añadiera nada más que la mugre que se producía cuando pintaba sus cuadros y el polvo que cae sin cesar y que, como empezaba a comprender con el paso del tiempo, era poco más o menos lo que más amaba en este mundo. El polvo, dijo, le importaba mucho más que la luz, el aire y el agua. Nada le resultaba más insoportable que una casa en la que limpian el polvo, y en ninguna parte se encontraba mejor que allí donde las cosas pueden reposar a su aire y en paz bajo la escoria gris y sedosa que se forma cuando la materia, soplo a soplo, se disuelve en la nada. En efecto pensaba yo a menudo, cuando veía a Ferber trabajar durante semanas en uno de sus bocetos para un retrato, que de lo que se trataba para él ante todo era de aumentar el volumen de polvo. Su manera de dibujar vehemente y apasionada, que ha menudo le llevaba a gastar en muy poco tiempo hasta media docena de carboncillos de madera de sauce, tanto ese modo de dibujar y ese ir y venir sobre el grueso papel apergaminado como el hecho, asociado a aquella su forma de dibujar, de que al poco volviera a borrar con un paño de lana totalmente impregnado de carbón lo que acababa de dibujar, en realidad no era más que una singular producción de polvo que solo se interrumpía durante la noche. Cada vez me maravillaba de nuevo cómo Ferber, hacia el final de una jornada de trabajo, lograba componer con las pocas líneas y sombras que se habían salvado de la acción destructiva un retrato de gran espontaneidad, y todavía más me maravillaba que a la mañana siguiente, tan pronto el modelo había ocupado su puesto y él le había echado la primera ojeada, volviera sin falta a borrar aquel retrato para desenterrar de nuevo del fondo ya muy castigado por los continuos estragos los rasgos y ojos, que en esencia, como solía decir, le resultaban incomprensibles, de la persona -a menudo bastante afectada por este método de trabajo- que tenía enfrente. Cuando Ferber se decidía por fin, después de haber desechado quizá cuarenta variantes -o de haberlas reducido frotando a ras del papel y tapado con nuevos bocetos-, a desprenderse del cuadro, no tanto por el convencimiento de haberlo acabado como por una sensación de fatiga, al observarlo daba la impresión de que hubiera emergido de una larga estirpe de rostros grises y cenicientos que seguían rondando como fantasmas por el papel maltratado.

W. G. Sebald
Los emigrados

7.12.11


Checoslovaquia, 1966. Josep Koudelka


Cuando el Día de la Ascensión
del cuarenta y cuatro vine al mundo,
la procesión de la bendición de los campos
pasaba por delante de nuestra casa,
acompañada por la banda de música de los bomberos,
en dirección a los floridos campos de mayo. Mi madre
lo tomó al principio por un buen presagio, sin saber
que el frío planeta Saturno regía la constelación
del momento y que, sobre las montañas,
estaba ya la tempestad que, poco después,
dispersó a los suplicantes y mató a uno
de los cuatro portadores del palio.
Dejando aparte la impresión, quizá
devastadora, que ese conocimiento,
inaudito en la historia del pueblo, pueda haberme
 causado,
y dejando aparte el furioso incendio que una noche,
poco antes de mi primer día de escuela,
devoró una serrería no lejana,
iluminando todo el valle, me crié,
a pesar del horrible curso de los acontecimientos
en la margen septentrional de los Alpes, según me
 parece,
sin tener ninguna idea de la destrucción.
Sin embargo, quizá el hecho de que, con frecuencia,
me cayera en la calle, y,
con las manos vendadas,
me sentara a menudo junto a la ventana,
entre los arbustos de fucsias,
esperando a que el dolor remitiera
y sin hacer otra cosa durante horas que mirar afuera,
me llevó pronto a imaginarme
una catástrofe silenciosa que ocurre
sin que el espectador la perciba.
Lo que pensaba entonces,
cuando miraba el huertecillo
en el que las mujeres del claustro se movían
con sus blancas tocas almidonadas
tan despacio entre los arriates
como si un momento antes aún
hubieran sido orugas, eso
no he podido superarlo todavía.
Lo característico para mí
de una catástrofe que no soy capaz
de describir mejor es, desde entonces,
un tártaro eunucoide
con un turbante rojo
y una pluma blanca y torcida. En
antropología, esa figura se asocia con frecuencia
a ciertas formas de automutilación,
y es descrita como la del adepto que
sube a una montaña nevada y permanece
allí largo tiempo, al parecer entre lágrimas.
Junto al lugar en calma de su corazón
lleva, eso he leído últimamente,
un caballito de arcilla. Le gusta
murmurar crucigramas mágicos, habla
de una silueta recortada, un dedal,
un ojo de aguja, una piedra en la memoria,
un lugar de penegrinaje y un cubiro
de hielo coloreado con una pizca de azul de Prusia.
Una larga serie de pequeños sustos
del primero y segundo pasados,
no traducibles al lenguaje
hablado del presente, siguen siendo
un corpus con lagunas, vigilado
por Fungisi y la sombra del lobo.
Luego vienen los niños un poco
mayores ya, que creen que
sus progenitores cabalgan delante
en el caballo de la mudanza
para preparar el alojamiento,
mientras que en la caja negra,
de camino a Gmunden,
devoran la cena,
se toman dos jarros de café,
untan el pan de mantequilla
y no dicen nada
del arenque y el rábano. Meses ya
dura la agonía
de la abuela, cada vez más
asciende el agua por su cuerpo;
mientras en la tienda del pueblo cuelga una
 requisitoria:
el terror amarillento del escarabajo de la patata.
En la margen del bosque, con frecuencia miraba un
 moro
desde un tanque norteamericano,
y en la oscuridad veíamos,
recogiéndose la falda a Santa
Isabel caminando con cuidado
sobre rejas de arado al rojo.
En la escuela, el bedel contaba
sus llaves, las espigas del Domingo de Ramos
cantaban tras el crucifijo su credo,
y en el estuche de pizarrines,
sobre un trozo de papel,
la solución de nuestro
polvoriento futuro. Así
fue uno posadero, otro
cocinero, un tercero camarero
y un cuarto nada.
Y desde las colinas se ven
las sombras del valle de Josafat.
La aguja magnética, temblando,
señala el norte y siento
un sabor galvánico en la lengua, un milagro
físico interno recubierto
de hermosa y delgadísima clorargirita.
El temido ennegrecimiento
de algunas partes
del cuerpo lo confirma
todo de la forma más satisfactoria.

W. G. Sebald
Del natural



Ballet, n. y. c. André Kertész


En una jaula de grillos china
tuvimos algún tiempo prisionera
la fortuna. Los tomates crecían
esplendidamente, había un montón de oro
en la era y tú dijiste que había
que vigilar al novio
como a un sabio
de noche. Con frecuencia era
carnaval para los niños. En el cielo
flotaban borreguitos. Los amigos
venían disfrazados de Ormuz y
de Arimán. Sin embargo, luego vino lo imprevisto,
aquello con el elegante
caballero en la Ópera, y yo encontré
un lución en el gallinero.
Una corneja perdió en vuelo
una pluma blanca, el párroco, cojeante
mensajero de sobretodo negro,
apareció solo la mañana de Año Nuevo
en el extenso campo nevado.
Desde entonces nos armamos
de paciencia, desde entonces
cae arena del buzón
y las plantas de sus macetas guardan silencio
a su modo. Tragedia
nórdica, estrategias y rodeos,
el fin se produce siempre
del modo inevitable. ¿Por qué se esfuerza uno
en una empresa tan difícil? Como consuelo queda
la desgracia de los otros,
amarillo venenoso en el sombrero de mi amada
que era antes tan hermoso.
Prosa del siglo pasado,
un vestido que se enganchó
en los abrojos, un poquito de sangre, una
exaltación, una carta desgarrada,
una estrellita en el uniforme y estancias
prolongadas junto a la ventana. Fantasías
dementes en una cámara
oscura, pecados con resentimiento,
lágrimas incluso y, en la memoria
de los peces, un fuego que se extingue,
Emma, cómo quema
su ramillete de novia. ¿Qué puede
hacer un pobre médico de pueblo? En el funeral
sueña con un brillante par
de botas de charol y una seducción
póstuma. Ahora, sin embargo,
viene una época sin color. Tú, en medio
de la obscenidad deslumbradora,
recordaré tu mirada
temerosa, tal como la vi
por primera vez,
aquel día, cuando en Haarlem
nadamos a través de un agujero del dique.
Aniversarios y cifras,
cuánto tiempo ha pasado,
un campo de letras, apenas
descifrable a través de las lentes
de cristal. En realidad, oigo decir
a la pequeña óptica china, en realidad
debería usted poder leer ahora
fácilmente, y por un instante
siento las yemas de sus dedos
en mis sienes, siento
cómo una oleada me atraviesa
el corazón, y veo, en el claro cuadro
de la oculista,
la secuencia de letas
YAMOUSSOUKRO, nombre,
lo sé muy bien, de un
gran barco herrumbroso
de Abiyán, que hace años
vi zarpar un día
del puerto de Hamburgo.
Había marineros negros
apoyados en la borda.
Me saludaron con la mano al pasar,
el sol se ponía en aquellos
momentos, y las sombras
temblaban ya
en los márgenes.

W. G. Sebald
Del natural

15.11.11


La crucifixión, Retablo del altar Isenheim, 1505. Matthias Grünewald


En la Crucifixión de Basilea de 1505,
detrás del grupo de dolientes se extiende
un paisaje que llega tan lejos al fondo
que nuestros ojos no bastan para limitarlo.
Una parcela de tierra parda quemada
cuyo contorno, como la cabeza de una ballena
o del Leviatán de fauces abiertas,
devora las llanuras del pasto verde pálido
y las superficies de aguas pantanosas
y relucientes. Sobre ellas, proscritas tras
el poco a poco cada vez más sombrío y oscuro
horizonte,
se alzan las colinas de la prehistoria
de la Pasión, se ve la puerta
del huerto de Getsemaní, la aparición
de los esbirros y la figura de Cristo arrodillado,
tan reducida, que en la fuga
del espacio se siente
la huida precipitada del tiempo.
Probablemente, Grünewald
pintó del natural y recordó
el catastrófico oscurecimiento,
el último rastro de luz venido
del más allá, porque el año 1502,
cuando trabajaba en Bindlach, bajo la Fichtelgebirge,
en la creación del altar de Lindenhardt,
la sombra de la luna se deslizó el primero de octubre
por la Europa oriental, desde el sur de Polonia
sobre Lausitz, Bohemia y Mecklenburgo,
y Grünewald, que estaba en contacto frecuente
con Johann Indagine, astrólogo de la Corte de
Ashaffenburgo,
habrá viajado para ver el acontecimiento del siglo,
por muchos esperado con gran miedo, del eclipse de
sol
y sido testigo de la secreta enfermedad del mundo,
en la que un fantasmal crepúsculo
se derramó en pleno día como un desmayo,
y en la bóveda del cielo,
sobre los bancos de niebla y las paredes
de nubes, sobre un azul frío
y pesado, surgió un rojo vivo y
por todas partes vagaron colores como nunca
habían visto sus ojos y el pintor nunca pudo
apartar ya de su memoria.
Esos colores se despliegan como el reverso
del espectro en otra consistencia
del aire, cuya ausencia de oxígeno nos promete ya,
en la falta de aliento de las figuras
del panel central de Isenheim,
la muerte por asfixia, después de la cual viene
el paisaje montañoso del llanto,
en el que Grünewald, con mirada patética
hacia el futuro, prefigura un desconocido
planeta, con colores de cal
tras el río negroazulado.
Aquí está pintada, en grave deterioro
y desolación, la herencia del desgaste
que carcome al final hasta las piedras.
Al contemplarlo me parece
la era glacial, las torres de un blanco brillante
de la parte superiorde la Tentación,
la construcción de una metafísica
y un milagro de la nieve como
el del año 352, cuando,
en pleno verano,
nevó
en la colina Esquilina
de Roma.

W. G. Sebald
Del natural

22.10.11


Bologna, Atelier de Giorgio Morandi, 1989-90. Luigi Ghirri


Nos quedábamos casi siempre un rato aún en la sala, mirando, hasta que se extinguían, las imágenes que arrojaban los últimos rayos de sol, al atravesar horizontalmente las ramas en movimiento de un espino albar, sobre la pared que había frente a las ventanas ojivales. Aquellos escasos dibujos que, en continua sucesión, aparecían en la superficie iluminada, tenían algo de fugaz, de evanescente, que por decirlo así nunca sobrepasaba el momento de su aparición, y sin embargo allí, en aquel entrelazamiento de sol y sombra que continuamente se renovaba, podían verse paisajes de montaña con glaciares y campos de hielo, mesetas estepas, desiertos, campos de flores, islas marinas, arrecifes de coral archipiélagos y atolones, bosques doblegados por la tormenta, hierba tembladera y humo a la deriva.

W. G. Sebald

14.10.11



Cada vez, dijo Austerlitz, cuando al volver del East End bajaba en la estación de Liverpool Street, me quedaba allí una o dos horas al menos, me sentaba en un banco con otros viajeros y personas sin hogar ya cansados a primera hora de la mañana o me apoyaba en algún lado contra una barandilla, sintiendo al hacerlo aquel tirón constante dentro de mí, una especie de dolor de corazón que, como empezaba a sospechar, se debía a la vorágine del tiempo pasado. Sabía que en el terreno sobre el que se levantaba la estación se extendían en otro tiempo prados pantanosos que llegaban hasta los muros de la ciudad, los cuales, durante los fríos inviernos de la llamada pequeña edad glaciar, se helaban durante meses y en los que los londinenses patinaban, con patines de hueso atados bajo las suelas, lo mismo que los habitantes de Amberes sobre el Escalda, a veces hasta medianoche, al resplandor titilante de los troncos que ardían en braseros situados aquí o allá. Más tarde se drenaron poco a poco esos prados pantanosos, se plantaron olmos, se instalaron huertos de hierbas, estanques de peces y blancos senderos de arena por los que pudieran pasear los ciudadanos al acabar su jornada, y pronto se construyeron también pabellones y casas de campo, hasta Forest Park y Arden. En los terrenos de la actual ala principal de la estación y del Great Eastern Hotel, así continuó Austerlitz, se alzaba hasta el siglo XVII el convento de la orden de Santa María de Belén, que fundó un tal Simon Fitzgerald tras haberse salvado de forma milagrosa de manos de los sarracenos, en una cruzada, para que en adelante los piadosos hermanos y hermanas rogaran por la salvación del fundador y de sus antecesores, su cesores y parientes. Al convento pertenecía también, fuera de Bishopsgate, el hospital para perturbados e indigentes que ha pasado a la historia con el nombre de Bedlam. Casi compulsivamente, dijo Austerlitz, cuando estaba en la estación, trataba de imaginarme una y otra vez dónde, en el espacio luego atravesado por otros muros y ahora nuevamente alterado, habían estado las habitaciones de los ocupantes del asilo, y a menudo me he preguntado si el sufrimiento y los dolores que se acumularon allí durante siglos han desaparecido realmente alguna vez, si todavía hoy, como creía sentir a veces en un frío soplo de aire en la frente, no nos cruzábamos con ellos en nuestros recorridos por las naves y en las escaleras. O me imaginaba también poder ver los pálidos campos que se extendían hacia el oeste de Bedlam, veía las blancas sendas de ropa tendidas sobre la hierba verde y las figuritas de tejedores y lavanderas y, más allá de los campos pálidos, los lugares donde se enterraba a los muertos desde que los cementerios de las iglesias de Londres no podían acoger a más. Lo mismo que los vivos, los muertos, cuando están demasiado apretados, se trasladan a una zona menos poblada, donde, a distancia conveniente entre sí, pueden encontrar reposo. Sin embargo, siguen llegando cada vez más, en sucesión ininterrumpida, para cuyo alojamiento finalmente, cuando todo está ocupado, se cavan tumbas en las tumbas, hasta que por todo el campo se encuentran huesos a diestro y siniestro. Donde, en otro tiempo, estaban los pálidos campos y los camposantos, en la zona de la estación de Broad Street, construida en 1865, aparecieron en las excavaciones realizadas en el curso de los trabajos de demolición bajo una parada de taxis, más de cuatrocientos esqueletos. Yo estaba entonces con mucha frecuencia dijo Austerlitz, en parte por mi interés por la historia de la arquitectura y en parte también por otras razones, par incomprensibles, e hice fotografías de los restos mortales y recuerdo que uno de los arqueólogos, con el que entré en conversación, me dijo que en cada metro cúbico de tierra sacada de aquella fosa se habían encontrado, por término medio, los esqueletos de ocho personas. Sobre la capa de tierra depositada encima de los cuerpos hundidos con el polvo y los huesos la ciudad creció, en el curso de los siglos XVII y XVIII, en una maraña cada vez más intrincada de calles y casas pútridas, fabricadas con maderos, terrones de barro y cualquier otro material disponible, para los más humildes habitantes de Londres.




Hacia 1860 y 1870, antes de comenzar los trabajos de construcción de las dos estaciones del nordeste, esos barrios miserables fueron desalojados por la fuerza y se removieron y desplazaron enormes masas de tierra, con los enterrados en ella, para que las vías del ferrocarril, que en los planos preparados por los ingenieros parecían las fibras musculares y nerviosas de un atlas anatómico, pudieran llegar hasta los confines de la ciudad. Pronto la zona que había ante Bishopsgate no fue más que un barrizal pardo grisáceo, una tierra de nadie en la que no se movía un alma. El arroyo de Wellbrook, las fosas de agua y los estanques, las fochas, becasinas y garzas, los olmos y moreras, el parque de ciervos de Paul Pindar, los enfermos mentales de Bedlam y los hambrientos de Angel Alley, de Peter Street, de Sweet Apple Court y de Swan Yard habían desaparecido, y desaparecidas estaban hoy las multitudes de millones y millones que, un día tras otro, pasaron durante un siglo entero por las estaciones de Broadgate y Liverpool Street. Para mí, sin embargo, dijo Austerlitz, era en aquel tiempo como si volvieran los muertos de su ausencia y llenaran la penumbra que me rodeaba con su incesante ir y venir, peculiarmente lento. Recuerdo, por ejemplo, que una tranquila mañana de domingo estaba sentado en un banco del andén especialmente oscuro al que llegaban los trenes del barco de Hardwich, y que contemplé allí largo tiempo a un hombre que, con su raído uniforme de ferroviario, llevaba un turbante blanco como la nieve y, con una escoba, recogía aquí o allá algo de la basura que había en el pavimento. En esa tarea, que, en su inutilidad, recordaba las penas eternas que, al parecer, dijo Austerlitz, tendremos que sufrir después de nuestra vida, aquel hombre que, profundamente olvidado de sí mismo, realizaba siempre los mismos movimientos, se servía de, en lugar de un verdadero recogedor, una caja de cartón con uno de los lados arrancado, que él iba empujando con el pie poco a poco, primero subiendo por la plataforma y luego bajando otra vez, hasta llegar al punto de partida, una puerta baja en la valla de la obra que se alzaba ante la fachada interior de la estación hasta el segundo piso, por la que había salido hacía media hora y por la que, a trompicones según me pareció, volvió a desaparecer. Hasta hoy me resulta inexplicable qué me indujo a seguirlo, dijo Austerlitz. Damos casi todos los pasos decisivos de nuestra vida por algún impreciso impulso interior. En cualquier caso, aquella mañana de domingo me encontré de repente tras la alta valla de la obra, directamente ante la entrada del llamado Ladies Waiting Room, de cuya existencia en aquella parte remota de la estación no había tenido hasta entonces la menor idea. No se veía por ninguna parte al hombre del turbante. Tampoco en el andamio se movía nada. Dudé si entrar por la puerta de vaivén pero, apenas puse la mano en la manilla de latón, entré enseguida, a través de una cortina de fieltro colgada en el interior contra las corrientes de aire, a una gran sala evidentemente no usada desde hacía años, como un actor, dijo Austerlitz, que sale al escenario y, en el momento de salir, olvida irrevocablemente y por completo lo que se ha aprendido de memoria, el papel que tantas veces ha interpretado. Es posible que pasaran minutos u horas, durante los cuales, sin poder moverme del sitio, estuve de pie en aquella sala, según me pareció de techo enormemente alto, con el rostro levantado hacia la luz de un gris helado, parecida a la de la luna, que entraba por una galería situada bajo el techo abovedado y flotaba sobre mí como una red o un tejido poco espeso, en algunos sitios deshilachado. A pesar de que esa luz era muy clara en lo alto, una especie de polvo centelleante se podría decir, cuando descendía parecía ser absorbida por las paredes y las regiones más bajas de la sala, como si sólo aumentara la oscuridad y corriera en verdugones negros, más o menos como la lluvia por los troncos lisos de las hayas o por una fachada de hormigón. A veces, cuando fuera, sobre la ciudad, se desgarraba la cubierta de nubes, algunos haces de rayos entraban en la sala de espera, que sin embargo se extinguían ya a medio camino la mayoría de las veces. Otros rayos, en cambio, describían curiosas trayectorias que infringían las leyes de la física, y giraban en espiral o remolino sobre sí mismos, antes de ser tragados por las vacilantes paredes. Apenas en un abrir y cerrar de ojos veía entretanto enormes espacios que se abrían, filas de pilares y columnatas que llevaban a las mayores distancias, bóvedas y arcos de ladrillo que soportaban pisos y más pisos, escalinatas de piedra, escaleras de madera y escalerillas que conducían la vista cada vez más arriba, pasarelas y puentes que cruzaban los abismos más profundos y en los que se apiñaban figuras diminutas, presos, pensé, dijo Austerlitz, que buscaban una salida de aquella mazmorra y, cuanto más miraba a lo alto con la cabeza dolorosamente echada atrás, tanto más me parecía como si el espacio interior en que me encontraba se extendiera, como si continuara infinitamente en el más improbable de los escorzos, curvándose al mismo tiempo sobre sí mismo, como sólo era posible en un universo falso semejante. Una vez creí ver, muy arriba, una cúpula rota, en cuyos bordes, sobre un parapeto, crecían helechos, sauces jóvenes y otros arbustos en los que las garzas habían construido nidos grandes y desordenados, y las vi desplegar las alas e irse volando por el aire azul. Recuerdo, dijo Austerlitz, que, en medio de aquella visión de cautiverio y liberación, me atormentaba la idea de si había ido a parar al interior de una ruina o al de un edificio sólo en proceso de construcción. En cierto modo, en aquella época, en la que la nueva estación surgía literalmente de la construcción derribada, ambas cosas eran ciertas, y lo decisivo no era esa pregunta, que en el fondo era sólo una distracción, sino los fragmentos de recuerdos que comenzaban a desplazarse por las zonas exteriores de mi conciencia, imágenes como, por ejemplo, la de una tarde a finales de noviembre de 1968, cuando, con Marie de Verneuil, a la que conocía de mi época de París y de la que todavía tendré que hablar, estaba en la nave de la maravillosa iglesia de Salle en Norfolk, que se alza sola en una extensa campiña, y no pronuncié las palabras que hubiera debido pronunciar. Fuera, la blanca niebla había subido de los campos, y los dos mirábamos en silencio cómo se arrastraba lentamente por el umbral de la puerta, una nebulosidad que avanzaba baja, rizándose, y que poco a poco se extendía por el suelo de piedra, cada vez se adensaba más y ascendía visiblemente, hasta que sólo sobresalíamos de ella de medio cuerpo y temimos que pronto no nos dejara respirar. Recuerdos como ése eran los que me venían en el abandonado Ladies Waiting Room de la estación de Liverpool Street, recuerdos tras los cuales y en los cuales se escondían cosas que se remontaban mucho más atrás, siempre entrelazados entre sí, exactamente como las bóvedas laberínticas que creía reconocer en aquella luz gris polvorienta y que se continuaban en sucesión interminable. Realmente tenía la sensación, dijo Austerlitz, de que la sala de espera, en cuyo centro estaba yo como deslumbrado, contenía todas las horas de mi pasado, todos mis temores y deseos reprimidos y extinguidos alguna vez, como si el dibujo de rombos negros y blancos de las losas de piedra que tenía a mis pies fuera el tablero para la partida final de mi vida, como si se extendiera por toda la planicie del tiempo. Quizá por eso viera también en la semipenumbra de la sala dos personas de mediana edad vestidas al estilo de los años treinta, una mujer con una gabardina ligera y un sombrero ladeado sobre el pelo y, junto a ella, un hombre flaco, que llevaba traje oscuro y alzacuello. Y no sólo vi al pastor y a su mujer, dijo Austerlitz, sino que vi también al chico que habían venido a buscar. Estaba sentado solo, en un banco apartado. Las piernas, enfundadas en medias blancas hasta la rodilla, no le llegaban al suelo aún y, de no haber sido por la mochila que sostenía abrazada en su regazo, creo, dijo Austerlitz, que no lo habría reconocido. Así, sin embargo, lo reconocí por la mochila, y me acordé, por primera vez hasta donde podía recordar, de mí mismo, en el momento en que comprendí que debió de ser a esa sala de espera adonde llegué a Inglaterra, hacía más de medio siglo. El estado en que caí entonces, dijo Austerlitz, como tantas otras cosas, no sé describirlo; era un desgarramiento lo que sentía en mí, y vergüenza y pesar, o algo totalmente distinto de lo que no se puede hablar porque faltan palabras, lo mismo que me faltaron en aquella ocasión, en que me abordaron dos extranjeros cuyo idioma no entendía. Recuerdo sólo que, al ver al chico sentado en el banco, tuve conciencia, por su estupor apático, de la destrucción que el estar solo había producido en mí en el curso de tantos años, y me invadió un terrible cansancio al pensar que nunca había estado realmente vivo, o que acababa de nacer ahora, en cierto modo en vísperas de mi muerte. 

Austerlitz 
W. G. Sebald

Point Hill, Londres. 


El tiempo, eso dijo Austerlitz en el observatorio de Greenwich, era con gran diferencia la más artificial de todas nuestras invenciones y, al estar vinculada a planetas que giraban sobre su eje, no menos arbitraria de lo que sería, por ejemplo, un cálculo que partiera del crecimiento de los árboles o de lo que tarda en desintegrarse una piedra caliza, prescindiendo de que el día solar por el que nos regimos no es una medida exacta, por lo que, para calcular el tiempo, tuvimos que idear un sol semiimaginario, cuya velocidad de movimiento no varía y que en su órbita no se inclina hacia el Ecuador. Si Newton pensaba, dijo Austerlitz señalando por la ventana hacia abajo, a la curva de agua, deslumbrante al último reflejo del día, que rodea la llamada isla de los Perros, si Newton creía realmente que el tiempo era un río como el Támesis, ¿dónde estaba el nacimiento y en qué mar desembocaba finalmente? Todo río, como sabemos, está necesariamente limitado a ambos lados. Visto así, ¿cuáles serían las orillas del tiempo? ¿Cómo serían sus cualidades específicas, parecidas por ejemplo a las del agua, que es fluida, bastante pesada y transparente? ¿De qué forma se diferenciaban las cosas sumergidas en el tiempo de las que el tiempo no rozaba? ¿Por qué se indicaban en un mismo círculo las horas de luz y de oscuridad? ¿Por qué estaba el tiempo eternamente inmóvil en un lugar y se disipaba y precipitaba en otro? ¿No se podría decir, dijo Austerlitz, que el tiempo, a través de los siglos y milenios, no ha estado sincronizado consigo mismo? Al fin y al cabo, no hace tanto tiempo que comenzó a extenderse por todas partes. ¿Y no se rige hasta hoy la vida humana en muchos lugares de la Tierra no tanto por el tiempo como por las condiciones atmosféricas, y de esa forma, por una magnitud no cuantificable, que no conoce la regularidad lineal, no progresa constantemente sino que se mueve en remolino, está determinada por estancamientos e irrupciones, vuelve continuamente en distintas formas y se desarrolla en no se sabe qué dirección? Estar fuera del tiempo, dijo Austerlitz, que para las zonas atrasadas y olvidadas de nuestro propio país era posible hasta hace poco, casi lo mismo que en los continentes por descubrir de ultramar, sigue siendo hoy posible como antes, incluso en una metrópolis regida por el tiempo como es Londres. Efectivamente, los muertos estaban fuera del tiempo, los moribundos y los muchos enfermos que están en su casa o en los hospitales, y no sólo ellos, bastaba cierto grado de infortunio personal para cortarnos de todo pasado y futuro. Realmente, dijo Austerlitz, nunca he tenido reloj, ni un péndulo, ni un despertador, ni un reloj de bolsillo, ni, mucho menos, un reloj de pulsera. Un reloj me ha parecido siempre algo ridículo, algo esencialmente falaz, quizá porque, por un impulso interior que nunca he comprendido, me he opuesto siempre al poder del tiempo, excluyéndome de la llamada actualidad, con la esperanza, como hoy pienso, dijo Austerlitz, de que el tiempo no pasara, no haya pasado, de forma que podría correr tras él, de que todo fuera como antes o, mejor dicho, de que todos los momentos de tiempo coexistieran simultáneamente, o más bien de que nada de lo que la historia cuenta fuera cierto, lo sucedido no hubiera sucedido aún, sino que sucederá sólo en el momento en que pensemos en ello, lo que, naturalmente, abre por otra parte la desoladora perspectiva de una miseria continua y un dolor que nunca cese. 

Austerlitz 
W. G. Sebald

11.10.11


Cabo da Roca, Portugal.


Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano alemán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se sumergen en el sueño más profundo. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta casi todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hubieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno —el cementerio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica—. Estuve mirando en la lejanía, hacia el mar, allí donde la oscuridad se tornaba más espesa y donde, apenas apreciable, se extendía un banco de nubes con una forma muy extraña, la otra cara de la tormenta que por la tarde se había precipitado sobre Southwold. Las cumbres más elevadas de esta montaña color tinta continuaron resplandeciendo como los campos helados del Cáucaso, y mientras las veía extinguirse lentamente se me ocurrió que una vez, hacía años, en sueños, había caminado a lo largo de toda una cordillera igual de extraña y distante. Tuvo que haber sido un trecho de más de seiscientos kilómetros a través de despeñaderos, gargantas y valles, por collados, laderas y corrientes, por la linde de grandes bosques, por campos pedregosos, piedra picada y nieve. Y recordé que en mi sueño, al final del camino, eché una mirada hacia atrás y eran justo las seis de la tarde. Las cumbres dentadas de las montañas de las que había salido se destacaban con una nitidez sorprendentemente angustiosa de un cielo teñido de azul turquesa, en el que se suspendían dos o tres nubes rosáceas. Me resultaba una imagen de una familiaridad insondable que no se me fue de la cabeza durante semanas. Acabé siendo consciente de que coincidía, hasta el último detalle, con la imagen del macizo de Vallüla que había visto desde el ómnibus un par de días antes de mi es-colarización, al regresar, por la tarde, de una excursión al Montafon en un estado de agotamiento absoluto. Probablemente son recuerdos soterrados que generan la curiosa suprarrealidad que se ve en los sueños. Pero tal vez sea algo diferente, algo nebuloso y misterioso, a través de lo que, en sueños, paradójicamente, todo aparece con mucha mayor claridad. Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. ¿Qué clase de teatro es éste en que somos escritores, actores, tramoyistas, escenógrafos y público, todo en uno? En la travesía de los espacios oníricos, ¿hace falta más o menos entendimiento del que uno se lleva consigo a la cama?

Los anillos de Saturno 
W. G. Sebald

10.10.11

Era, supuestamente dijo una vez, como hundirse en la arena. Es posible que por ese motivo, pensaba Janine, la arena desempeñara un papel tan importante en todas sus obras. La arena lo conquistaba todo. Constantemente, seguía Janine, pasaban ingentes nubes de polvo a través de sus sueños diurnos y nocturnos y, arremolinadas sobre las áridas llanuras del continente africano, corrían hacia el norte, sobre el Mediterráneo y sobre la península ibérica, hasta que en algún momento, como cenizas de fuego, caían sobre el jardín de las Tullerías, sobre un arrabal de Ruán o sobre un pequeño pueblo de Normandía, penetrando en los intersticios más diminutos. Flaubert veía el Sáhara entero, decía Janine, en un grano de arena oculto en el dobladillo de un vestido de invierno de Emma Bovary, y, según él, cada átomo pesaba tanto como la cordillera del Atlas.

Los anillos de Saturno
W. G. Sebald

14.6.11



Aquella misma noche, en el Engelwirt, pude reconstruir en cierta medida el Café Alpenrose con la ayuda de una segunda botella de Kalterer. Si Babett y Bina tuvieron la idea de abrir el café, o si Baptist creía saber colocadas con ello a las hermanas solteras, son incógnitas que pertenecen a la prehistoria de la que ya nadie puede acordarse. En cualquier caso, el Café Alpenrose había estado allí y había subsistido hasta la muerte de Babett y Bina aunque jamás entrara nadie. En el jardín de la parte delantera, en verano, debajo de un tilo ahorquillado que procuraba un hermoso techo de hojas aliviando su carga, había una mesa verde de hojalata y tres sillas verdes de jardín. La puerta de la casa siempre estaba abierta, y a cada pocos minutos aparecía Bina en el umbral, montando guardia a la espera de clientes que habrían de llegar alguna vez. No sé puede decir con seguridad qué es lo que mantenía a los clientes a distancia. Probablemente no se debiera sólo al hecho de que en aquella época no existían los llamados extranjeros que vinieran a veranear a W., sino que la situación era tan desesperada ante todo porque, en el café-bar, Babett y Bina llevaban una especie de local para solteronas del que no había nada que hubiese podido atraer a los hombres. No sé y tampoco Lukas sabía qué tipo de imagen suscitarían ambas hermanas al principio de su trayectoria comercial. Con cierta seguridad no se podía constatar más que, debido a las sucesivas decepciones sufridas a lo largo de los años y a las esperanzas renovadas constantemente, aquello que una vez habían sido o lo que hubieran querido ser había quedado destruido por completo. Después de todo, el menoscabo de todo su ser, vinculado a esta destrucción y originado por la eterna dependencia mutua, tuvo como consecuencia que nadie las considerara dos viejas solteronas a medio hacer. Evidentemente no servía de nada que Bina diese una y otra vuelta alrededor del edificio y del jardín delantero alisándose el mandil con las manos, mientras Babett se quedaba todo el día sentada en la cocina doblando paños de secar los cubiertos, para, inmediatamente, volverlos a desdoblar y volver a doblarlos de nuevo. Sólo gracias a un esfuerzo descomunal consiguieron mantener su propia economía mínima, y qué es lo que hubieran hecho de haberse presentado un cliente es algo inimaginable. Ya para hacer la sopa se estorbaban más de lo que se ayudaban, y la confección semanal del pastel de los domingos era, como me contó Lukas, un asunto de estado mayor que cada vez les llevaba el sábado entero. No obstante, cuando la semana iba tocando a su fin, Babett siempre insistía a Bina y Bina a Babett en hacer el pastel también en esta ocasión, alternando un pastel de manzana con un bizcocho de Saboya. Cada vez, al haber concluido su elaboración, el pastel era llevado con cierta ceremoniosidad a lo que las dos llamaban el salón de café, y allí, recién espolvoreado e íntegro, como estaba, era colocado debajo de la campana de cristal del aparador junto al pastel de manzana o el bizcocho de Saboya hecho el sábado anterior, de forma que un cliente que hubiese llegado el sábado por la tarde hubiera podido escoger entre dos pasteles, entre un pastel de manzana revenido o un bizcocho de Saboya recién hecho, o entre un pastel de manzana recién hecho y un bizcocho de Saboya revenido. El domingo por la tarde ya no hubiese existido esta posibilidad, pues el domingo por la tarde Babett y Bina consumían o el pastel de manzana revenido o el bizcocho de Saboya revenido en el café del domingo por la tarde, Babett comiendo el pastel con un tenedor de postre mientras Bina lo mojaba en el café, de lo que Babett, muy a pesar suyo, nunca la había podido desacostumbrar. Después de consumir el pastel revenido se quedaban sentadas una, dos horas, ahitas y silenciosas, en el salón de café. En la pared, sobre el aparador, colgaba el cuadro que representaba el suicidio de una pareja de enamorados. Era una noche de invierno y la luna sólo era visible por entre grandes nubes para este último instante. Los dos estaban en el extremo de un pequeño desembarcadero de madera y justo en ese momento estaban dando el paso decisivo. Los pies de la chica y del hombre tendían a la profundidad al unísono y, conteniendo la respiración, se sentía cómo ambos eran ya presa de la gravedad. Sólo recuerdo que la chica tenía un velo fino, verde claro, enrollado alrededor de la cabeza descubierta, mientras el viento tensaba el abrigo oscuro del hombre. Debajo de este cuadro estaba el pastel pensado para la semana venidera, el reloj de pared hacía tictac, y antes de que comenzase a dar las campanadas, gemía siempre un buen rato como si todo en él se negara a anunciar la pérdida de otro cuarto de hora más. A través de las cortinas caía en verano la última luz de la tarde, el primer crepúsculo en invierno y, sobre la mesa del centro, estaba, inmóvil, como siempre, la enorme sansevieria, por la que pasaba un año tras otro sin dejar rastro y en torno a la que, de una forma misteriosa, todo parecía girar en el Alpenrose.
Mi abuelo solía pasar una vez a la semana por el Alpenrose para hacer una visita a Mathild. Estas visitas semanales consistían en que los dos echaban un par de partidas a las cartas y mantenían despaciosas conversaciones para las que al parecer nunca les faltaba tema. Entonces se sentaban en el salón de café porque Mathild no permitía que nadie subiera a su habitación, tampoco al abuelo, y por así decirlo se había convertido en una costumbre que Babett y Bina, quienes respetaban a Mathild como a una instancia superior, se quedaran en la cocina a estas horas de visita. A veces yo acompañaba al abuelo al Alpenrose, como a casi todas partes, y me sentaba junto a ellos con un vaso de zumo de frambuesa mientras las cartas se barajaban, se cortaban, se repartían, se jugaban, se echaban a un lado, se contaban y se volvían a barajar de nuevo. Según una vieja costumbre, el abuelo se dejaba el sombrero puesto siempre que jugaba a las cartas. Cuando habían acabado de jugar y Mathild se iba a la cocina, el abuelo se quitaba por fin el sombrero y con un pañuelo se secaba el sudor de la frente. Yo no podía hacerme una idea de la mayor parte de las cosas que se hablaban durante el café, y por eso, cuando empezaban a hablar, acostumbraba a irme afuera, me sentaba en una de las sillas del jardín a la mesa verde de hojalata y miraba el viejo atlas que Mathild siempre me tenía preparado. En este atlas había una hoja en la que estaban ordenadas las mayores corrientes y las elevaciones más altas de la tierra según su longitud o su altura, y había maravillosos mapas coloreados incluso de las partes más alejadas del mundo, apenas recién decubiertas, cuya diminuta inscripción, que, de forma semejante a los primeros cartógrafos de la tierra, en un principio no podía descrifrar más que en parte, me parecía contener todos los secretos imaginables. En la mala estación del año me sentaba con el atlas sobre las rodillas en el escalón más alto, allí donde, desde la ventana del hueco de la escalera, penetraba la luz hacia el interior y en la pared colgaba una oleografía que mostraba un jabalí, el cual, dando un enorme salto desde la oscuridad del bosque, importunaba el almuerzo en un claro de un grupo de cazadores. La escena que además del jabalí y de los cazadores aterrados en sus trajes verdes de etiqueta representaba platos y viandas volando por el aire con una gran fidelidad al pormenor, llevaba el título de En el bosque de las Ardenas, y este título, en sí completamente inofensivo, me evocaba algo mucho más peligroso, desconocido y profundo de lo que el mismo cuadro era capaz de reproducir. Lo misterioso que rezumaban las palabras «Bosque de las Ardenas» se intensificaba gracias a que Mathild me había prohibido expresamente abrir cualquiera de las puertas del piso de arriba. Pero en particular me había prohibido subir al desván, donde, como Mathild me había enseñado con la capacidad de convicción que le era característica, se alojaba el cazador gris, de quien no me dio ningún otro dato más preciso. Así que, sentado en el escalón del último piso, me encontraba, en cierta medida, en el límite de lo permitido, allí donde la inquietud de la tentación se siente con mayor fuerza. Por eso siempre me sentía cercano a la redención cuando el abuelo volvía a salir del salón de café, se ponía el sombrero y le daba la mano a Mathild en señal de despedida.
Con ocasión de una de las siguientes visitas que hice a Lukas, subimos al desván. Probablemente fuera yo quien condujo la conversación hacia esta parte de la casa. En opinión de Lukas no había podido cambiar mucho en todo este tiempo. Lo cierto es que él, me dijo, cuando se hizo cargo de la casa a la muerte de las tías, nunca había vaciado el desván porque con todos los utensilios que habían almacenado y todos los cachivaches en general, aquello era ya algo superior a sus fuerzas. Efectivamente, el desván ofrecía un aspecto sobrecogedor. Había cajas y cestos apilados, sacos, correajes, cencerros, cuerdas, trampas para ratones, marcos de panales de miel y de las vigas colgaba todo tipo de envoltorios. En una esquina asomaba el reflejo de un bombardino, mate bajo la capa de polvo que lo cubría y, a su lado, sobre una cama de muelles que una vez había sido roja, un nido de avispas monstruosamente grande, olvidado desde hace mucho tiempo; ambos, la tuba de latón y la casa de papel de miles de hojas, como símbolos de una disolución paulatina en la perfecta quietud reinante del desván. Y dicha quietud, sin embargo, no era de fiar. De arcas, cómodas y cajas con tapas en parte abiertas, cajones y puertas brotaba todo lo imaginable en cuanto a objetos de uso diario y prendas de vestir. Se podía imaginar fácilmente que toda esta colección de los objetos más dispares había estado en movimiento, en una especie de evolución, hasta el instante en el que habíamos entrado, y que ahora, a causa de nuestra presencia, permanecía muda, como si nada hubiera pasado. En una estantería, que de inmediato me llamó la atención, se sostenía, con el aspecto de estar desplomada sobre sí misma, la biblioteca de Mathild, la cual comprende cerca de cien volúmenes y entretanto se encuentra en mi posesión, y, conforme transcurre el tiempo, adquiere una mayor importancia para mí. Además de obras literarias del último siglo, de relatos de viajes al norte más lejano, además de manuales de geometría y de estática de construcción, y de un diccionario de turco situado al lado de un pequeño manual sobre cómo escribir cartas que en su día pertenecieron a Baptist, había numerosas obras religiosas de índole especulativo y devocionarios del siglo XVII y de principios del XVIII con imágenes en parte drásticas de los suplicios que nos esperan a todos.
Por otra parte, para mi sorpresa, mezclados con los escritos espirituales, había varios tratados de Bakunin, Fourier, Bebel, Eisner, Landauer y la novela autobiográfica de Lily von Braun. A mi pregunta en cuanto al origen de esta biblioteca, Lukas sólo supo decirme que Mathild siempre había estado estudiando algo, y que por eso, como tal vez recordaba, se la había tenido en el pueblo por una excéntrica. Inmediatamente antes de la Primera Guerra Mundial había ingresado en el Convento de Señoritas Inglesas de Ratisbona, pero, decía Lukas, aun antes de terminar la guerra había abandonado el convento, en circunstancias extrañas que le eran desconocidas, y había permanecido en Munich unos cuantos meses, en la época roja, de donde volvió a casa, a W., en un grave estado de perturbación y casi sin habla. Lukas dijo que él, evidentemente, todavía no había venido al mundo, sin embargo su madre, como recordaba con toda claridad, se había extendido largo y tendido sobre Mathild: que había vuelto a casa, a W., después de salir del convento y del Munich comunista completamente trastornada. Lukas continuó diciendo que su madre, en ocasiones, cuando estaba de mal humor, llamaba a Mathild la beata roja. Mathild, por su parte, después de haber recuperado cierto grado de su equilibrio, no había permitido que bajo ningún concepto la confundieran con este tipo de observaciones. Muy al contrario, afirmaba Lukas, se había sentido bien en su recogimiento, cada vez más, según parecía obvio; incluso la forma en la que año tras año anduvo deambulando por entre los habitantes del pueblo, a quienes despreciaba, ataviada infaliblemente con su vestido o su abrigo negros, siempre bajo la protección de un sombrero y nunca sin su paraguas, tampoco con el tiempo más hermoso, tenía, como quizá recordara de mi propia infancia, algo así como cierta alegría.
Seguíamos investigando en el desván, cogiendo esto o aquello, una muñeca de porcelana sin pelo, una jaula de jilguero o un viejo hierro para marcar la piel de los terneros, y debatiendo mientras la posible procedencia e historia de estas cosas, cuando de pronto me sentí inmediatamente atraído por una aparición que, ahora con una claridad mayor, ahora más débümente detrás de una luz que oblicua penetraba por la ventana del desván, se daba a conocer como una figura uniformada. Era, en efecto, como se hizo patente después de una observación más detallada, una vieja marioneta de sastrería ataviada con pantalones cenicientos y chaqueta cenicienta, cuyos cuellos, solapas y jaretas un día debieron de ser verdes como la hierba y sus botones de un color dorado. Sobre la cabeza de madera, el maniquí llevaba un sombrero igualmente ceniciento con un penacho verde de plumas de gallo. Tal vez porque había estado oculta tras el velo de luz, que caía en la oscuridad del desván a través de la claraboya, en el que se arremolinaban sin descanso las partículas relucientes de una materia que se diluye en la ingravidez, la figura gris me causó de inmediato un impresión extremadamente misteriosa, acrecentada por el manso olor alcanforado que desprendía. Pero cuando, sin fiarme demasiado de las apariencias, me acerqué más y toqué una de las mangas del uniforme que colgaba vacía, ésta, ante mi más puro espanto, se desintegró en polvo. De las averiguaciones que he llevado a cabo desde entonces se infiere que el traje ceniciento con adornos grises era con gran probabilidad el de uno de aquellos cazadores austríacos que por el 1800 fueron al campo de batalla como tropas voluntarias contra los franceses, suposición que ganaba en probabilidad por una historia que contó Lukas y que, dijo, aún remitía a Mathild, según la cual uno de los antepasados lejanos de los Seelos había marchado al frente de una tropa de mil soldados reclutados en el Tirol pasando por el Brenner, bajando el Adigio y a orillas del lago de Garda hacia el interior de la llanura del norte de Italia, donde debió de perder la vida junto a todos aquellos reclutados en la terrible batalla de Marengo. El significado de la historia del cazador tirolés, caído en la batalla de Marengo, residía para mí, no en último lugar, en el hecho de que en el desván del café-bar Alpenrose, adonde se me había prohibido subir durante las visitas de mi infancia con la alusión al cazador que se encontraba allí arriba, había existido uno de verdad incluso a pesar de que éste no correspondiera en todo a la imagen que yo, sentado en la escalera del desván, me había hecho de él. Lo que me había imaginado entonces y lo que después me había seguido apareciendo en sueños aún con cierta frecuencia era un hombre extraño y grande, con una gorra alta y redonda de piel de Crimea calada en la frente, y vestido con un amplio abrigo marrón ceñido por un formidable correaje que recordaba a los arreos de un caballo. Tendido sobre el regazo tenía un pequeño sable curvo con una vaina que relumbraba lánguida. Los pies estaban encajados en botas altas con espuelas. Un pie descansaba sobre una botella de vino caída, el otro, apoyado en el suelo, levemente incorporado, con el talón y la espuela hundidos en la madera. Una y otra vez he soñado y aún en ocasiones sigo soñando que este hombre extraño extiende su mano hacia mí, y yo, pese a todo mi miedo, me atrevo a aproximarme más y más a él, hasta tan cerca que por fin puedo tocarle con la mano. Y, cada vez, ante mí tengo, por el contacto, los dedos de la mano derecha polvorientos, e incluso ennegrecidos, como signo de una desgracia sin parangón en el mundo.


W. G. Sebald
Vértigo

21.5.11

En sus escritos, Beyle confiesa haber experimentado una gran desilusión cuando, hacía unos años, revisando papeles viejos, se tropezó de improviso con un grabado titulado Prospetto d´Ivrea y hubo de admitir que la imagen que había retenido en su memoria de la ciudad bañada por la luz del crepúsculo no era sino una copia de este mismo grabado. Por eso, aconseja Beyle, no se deberían comprar grabados de hermosos panoramas ni panorámicas que se ven cuando se está de viaje, porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podría afirmarse que acaba con él. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no podía acordarse de la maravillosa Madonna de San Sisto que había visto en Dresde, ya que había quedado revestida por el grabado que Müller había hecho de ella; en cambio, los detestables cuadros al pastel de Mengs que estaban en la misma galería, de los que nunca y en ninguna parte había albergado una copia, los recordaba como si los tuviese delante de los ojos.

W. G. Sebald
Vértigo

20.5.11

La llave giró en la cerradura. Un calor pesado, acumulado desde hacía días cuando no desde hacía semanas, me recibió como una sacudida. Subí las persianas. Se veían tejados hasta donde se alcanzaba la vista en la noche incipiente, y un bosque de antenas a las que en ese momento mecía un soplo de aire. En la parte inferior se abría el abismo de los patios traseros. Me volví a la habitación y me tumbé, tal como estaba, sobre la cama cubierta con una colcha de flecos adamascada y pintada de flores, crucé los brazos debajo de la cabeza, a los que pronto se extendió la inmovilidad, y permanecí absorto, contemplando el techo que se me antojaba alejado unas cuantas millas. Voces aisladas penetraban en mi habitación a través de la ventana abierta, subiendo por el pozo. Un grito como en alta mar, una risa en un teatro vacío. Cada vez oscurecía más y se hacía más tarde. Todo enmudecía y se apagaba paulatinamente. Horas, horas interminables se sucedieron sin poder descansar. A la mitad de la noche o ya hacia el amanecer me levanté, me desvestí y me metí en el plato de la ducha, que, escondido detrás de una cortina de plástico manchada por la humedad, se ensartaba, perpendicular, en el dormitorio. Durante un buen rato dejé que el agua bajara por mi cuerpo. Y mojado, como estaba, me volví a recostar en la colcha de flecos esperando a que el crepúsculo rozara las puntas de las antenas. Por fin creí poder percibir el primer resplandor del día, escuché el canto de un mirlo y cerré los ojos. Bajo mis párpados cerrados empezó a clarear. Ecco l´arcobaleno. Mirad, el arco iris se arquea en el cielo. Ecco l´arco celeste. De los telares del escenario cae el telón del sueño. Soñé con un campo de maíz ancho y verde, sobre el que una monja de clausura, la hermana Mauritia, a la que conocía de la infancia, flotaba con los brazos extendidos como si fuera lo más natural del mundo.


W. G. Sebald
Vértigo

19.5.11




En este librito, que había pertenecido a un tío abuelo por parte de madre que en los años noventa del pasado siglo había trabajado un tiempo como tenedor de libros en Alta Italia, todo está tan perfectamente organizado, como si el mundo efectivamente no estuviese compuesto más que de palabras, como si por ello también lo terrible se hubiera puesto a salvo, como si cada parte tuviese su contrario, de algo malo algo bueno, de cada disgusto una alegría, de cada desgracia un golpe de suerte y de cada mentira un fragmento de verdad.

W. G. Sebald
Vértigo

26.8.09

En los años en los que estuvimos viviendo en el piso superior del Engelwirt, infaliblemente al atardecer me acometía el deseo de ir a la posada para ayudar a la Romana a pasar un trapo por las mesas y por los bancos, barrer el suelo o secar los vasos. Por supuesto que no eran estas labores las que me atraían sino la Romana misma, en cuya proximidad quería estar el mayor tiempo posible. La Romana era la mayor de las dos hermanas de una de las familias de minifundistas de Bärenwinkel, que tenía una propiedad del tamaño de un juguete, en comparación con otras fincas, la cual estaba situada en una colina de poca altura y siempre me recordó al Arca de la Alianza porque en ella parecía haber dos de cada especie. Además de los padres y las dos hermanas, la Romana y la Lisabeth, había una vaca y un buey, dos cabras, dos cerdos, dos gansos y así sucesivamente. Sólo tenían un número mayor de gatos y gallinas, y estas últimas estaban sentadas o correteaban hasta muy lejos por las tierras colindantes. También había un buen número de palomas blancas que, cuando no estaban encaramadas al tejado, recorriendo la cresta de un lado a otro, volaban alrededor de la pequeña casa que con su techo holandés cubierto de ripias, reparado de varias formas y muy poco común en la comarca, se asemejaba a un pequeño barco varado en la cima de la colina. Y cada vez que pasaba por allí, el padre de la Romana, que había sido un hombre picaro, estaba mirando, como Noé desde el arca, por una de las ventanas diminutas de la casa, fumando un cigarro en su cuerno de caza. Todas las tardes, la Romana venía a las cinco de Bärenwinkel, y yo a menudo iba a su encuentro hasta llegar al puente. Por aquel entonces tendría como mucho veinticinco años, y todo en ella me parecía de una belleza sin par. Era alta, tenía una cara ancha, abierta, con ojos de color gris agua y gran cantidad de pelo pajizo, como un pequeño caballo Haflinger. En todos los aspectos se diferenciaba de todo el mujerío de W., casi sin excepción integrado por pequeñas criadas y campesinas, oscuras, de trenza rala y maliciosas. Parecía estar hecha de tal forma que nadie, pese a su llamativa hermosura, había pedido jamás su mano. Cuando, más avanzada la tarde, tenía permiso para volver a bajar a la taberna e ir por una cajetilla de cigarros Zuban para mi padre, la Romana flotaba con la misma facilidad que si fuese de otra galaxia por entre el grupo de campesinos y leñadores, quienes a eso de las nueve de la noche, por regla general, ya estaban algo borrachos. A la noche la taberna causaba una impresión lúgubre y terrible, y si no hubiera sido por la Romana probablemente no me hubiera atrevido a adentrarme en aquel lugar tan horrible, en donde los hombres estaban sentados en los bancos adoptando una postura de apatía. De cuando en cuando una de esas figuras inertes se levantaba y, balanceándose, como si se hallara sobre una balsa, caminaba en dirección a la puerta que conducía al pasillo. Sobre el entarimado untado de grasa había charcos de cerveza y aguanieve, y el humo, que atravesaba en espesos velos la estancia de la taberna y que por último flotaba hasta el ventilador achacoso, se mezclaba con el olor agrio de piel y paño húmedos y aguardiente de genciana esparcida. Por encima del revestimento de madera cubierto con una capa marrón de pintura, martas, linces, urogallos, buitres y demás alimañas exterminadas acechaban, disecadas, el momento de poder cumplir su venganza ya tan atrasada desde hacía tanto tiempo. Los campesinos y los leñadores casi siempre estaban sentados en grupo, juntos, en el extremo superior o bien en el extremo inferior de la taberna. En el centro, la gran estufa de hierro, en la que era frecuente hurgonear el fuego en invierno de tal forma que empezara a ponerse incandescente. El único que se sentaba solo, inadvertido por todos, era Hans Schlag, el cazador, del que se decía que venía de fuera, de Koßgarten del Neckar, y que durante varios años había tenido a su cargo un extenso coto de caza en la Selva Negra antes de que, no se sabía exactamente en qué circunstancias, hubiera venido a la región de W., y hasta que no fue empleado por la Administración Forestal Bávara había estado un buen año sin trabajo. Schlag, el cazador, era un hombre apuesto, de cabello y barba oscura, rizada y con unos ojos inusualmente profundos y ensombrecidos. Durante horas, a menudo hasta muy entrada la noche, se sentaba frente a su vaso sin cambiar una sola palabra con nadie. A sus pies dormía Waldmann, sujeto a la mochila que colgaba del respaldo. Siempre que bajaba a la taberna para ir por una cajetilla de Zuban para mi padre, Schlag, el cazador, estaba sentado a su mesa de esta misma forma. La mayoría de las veces tenía la mirada hundida en un llamativamente precioso reloj de oro de bolsillo que tenía ante sí, como si no pudiera faltar a una cita importante, pero entremedias, a través de sus ojos entornados, miraba también a la Romana, quien tras el alto mostrador llenaba sin cesar los vasos de licor y de cerveza. Fue a comienzos de diciembre y la nieve, que había caído por primera vez, llegaba al fondo del valle, cuando, en una noche que se me ha quedado grabada en la memoria con una claridad meridiana, bajé a la taberna después de cenar y me percaté de que el cazador no estaba sentado en su sitio, y a la Romana, misteriosamente, tampoco se la veía por ningún lado. Con la intención de ir por la cajetilla de cinco Zuban a la taberna del Adlerwirt, salí al patio por la casa de atrás. A mi alrededor resplandecían los cristales en la nieve, y sobre mí, en el cielo, un sinnúmero de estrellas. Orion, el gigante sin cabeza con la corta espada fulgurando en el cinturón, salía en aquel momento por detrás de las sombras negro-azuladas de las montañas. Un buen rato me quedé inmóvil en medio de la magnificencia invernal, escuchando el tintineo del frío y el sonido de las luces celestes en su lenta travesía. Luego, de pronto, me pareció como si una sombra se moviera en la puerta abierta del cobertizo de la madera. Era Schlag, el cazador, el que estaba en la oscuridad, sujetándose con una mano en la parte interior de un tabique de madera del cobertizo y con la postura de un hombre que camina contra el viento, cuyo cuerpo, en su totalidad, era recorrido por un movimiento extraño que se repetía una y otra vez, en forma de oleadas. Entre él y el tabique que sostenía agarrado con su mano izquierda, sobre el beige de los trozos de turba apilados, estaba la Romana, con el cuerpo estirado y los ojos, según pude reconocer al reflejo de la luz de la nieve, puestos en blanco, como el doctor Rambousek, cuando su cabeza yacía apoyada sobre la superficie de la mesa. El pecho del cazador exhalaba profundos gemidos y resuellos, su hálito helado se elevaba desde la barba y una vez tras otra, cuando la ola le traspasaba los ríñones, empujaba hacia dentro de la Romana, quien a su vez se sacudía a su encuentro más y más, hasta que el cazador y la Romana sólo constituían una única forma indefinida. No creo que la Romana o Schlag hubieran notado nada de mi presencia; sólo me vio Waldmann, que, atado como siempre a la mochila de su amo, estaba quieto detrás de este, en la tierra, mirando en mi dirección. Durante la misma noche, sería eso de la una o de las dos de la madrugada, Sallaba, el tabernero cojo, destrozó la decoración completa de la taberna. Cuando por la mañana fui a la escuela, por todo el suelo había cristales rotos que llegaban hasta los tobillos. Aquello era la verdadera imagen de la desolación. Incluso la vitrina de cristal nueva giratoria para el chocolate de Waldbaur, que por su girabilidad me recordaba a la custodia de la iglesia, había sido arrancada del mostrador y golpeada por todo lo largo y ancho de la taberna. Fuera, el pasillo no tenía mucho mejor aspecto. En la escalera del sótano estaba sentada la señora Sallaba, deshecha en llanto. Por todas partes las puertas estaban abiertas de par en par, también la enorme puerta de la cámara frigorífica, construida como si fuera para la caja de caudales de un banco, desde la que centelleaban las barras de hielo almacenadas para el verano. Mirando el depósito de hielo abierto o al recordar esta escena, me venía a la memoria que siempre que entraba con la Romana en el depósito me había imaginado que, por un descuido, nos habíamos quedado encerrados ahí dentro, y que, estrechándonos entre los brazos, nos congelaríamos y abandonaríamos la vida con la misma lentitud y el mismo silencio con el que el hielo se derrite en el calor.

W. G. Sebald
Vértigo