20.5.11

La llave giró en la cerradura. Un calor pesado, acumulado desde hacía días cuando no desde hacía semanas, me recibió como una sacudida. Subí las persianas. Se veían tejados hasta donde se alcanzaba la vista en la noche incipiente, y un bosque de antenas a las que en ese momento mecía un soplo de aire. En la parte inferior se abría el abismo de los patios traseros. Me volví a la habitación y me tumbé, tal como estaba, sobre la cama cubierta con una colcha de flecos adamascada y pintada de flores, crucé los brazos debajo de la cabeza, a los que pronto se extendió la inmovilidad, y permanecí absorto, contemplando el techo que se me antojaba alejado unas cuantas millas. Voces aisladas penetraban en mi habitación a través de la ventana abierta, subiendo por el pozo. Un grito como en alta mar, una risa en un teatro vacío. Cada vez oscurecía más y se hacía más tarde. Todo enmudecía y se apagaba paulatinamente. Horas, horas interminables se sucedieron sin poder descansar. A la mitad de la noche o ya hacia el amanecer me levanté, me desvestí y me metí en el plato de la ducha, que, escondido detrás de una cortina de plástico manchada por la humedad, se ensartaba, perpendicular, en el dormitorio. Durante un buen rato dejé que el agua bajara por mi cuerpo. Y mojado, como estaba, me volví a recostar en la colcha de flecos esperando a que el crepúsculo rozara las puntas de las antenas. Por fin creí poder percibir el primer resplandor del día, escuché el canto de un mirlo y cerré los ojos. Bajo mis párpados cerrados empezó a clarear. Ecco l´arcobaleno. Mirad, el arco iris se arquea en el cielo. Ecco l´arco celeste. De los telares del escenario cae el telón del sueño. Soñé con un campo de maíz ancho y verde, sobre el que una monja de clausura, la hermana Mauritia, a la que conocía de la infancia, flotaba con los brazos extendidos como si fuera lo más natural del mundo.


W. G. Sebald
Vértigo