28.10.15

 Bildgewaltig. Afrika, Ozeanien und die Moderne. Fondation Beyeler. Christoph Merian Verlag


Toda la historia moderna de la pintura, su esfuerzo por desembarazarse del ilusionismo y por adquirir sus propias dimensiones tienen una significación metafísica.

"Yo pienso que Cézanne ha buscado la profundidad toda su vida", dice Giacometti, y Robert Delaunay: "La profundidad es la inspiración nueva". Cuatro siglos después de las "soluciones" del Renacimiento y tres siglos después de Descartes, la profundidad sigue siendo nueva, y exige que se la busque no "una vez en la vida", sino toda una vida. No puede tratarse del intervalo sin misterio que vería yo de un avión entre estos árboles próximos y aquellos lejanos. Ni tampoco del escamoteo de unas cosas por otras que me representa vivamente un dibujo en perspectiva: estas dos vistas son muy explícitas y no plantean ninguna cuestión. Lo que constituye un enigma es su vínculo, es lo que está entre ellas: que yo vea las cosas cada una en su sitio precisamente porque se eclipsan la una a la otra, que sean rivales ante mi mirada precisamente porque están cada una en su sitio. Es su exterioridad conocida en su envolvimiento y su dependencia mutua en su autonomía. De la profundidad así comprendida no se puede ya decir que es "tercera dimensión". En primer lugar, si fuera dimensión, sería más bien la primera: no hay formas, no hay planos definidos más que si se estipula a qué distancia de mí se encuentran sus diferentes partes. Pero una dimensión primera y que contiene las otras no es una dimensión, al menos en el sentido ordinario de una cierta relación según la cual se mide. La profundidad así comprendida es más bien la experiencia de la reversibilidad de las dimensiones; de una "localidad" global donde todo es a la vez, cuyas altura, anchura y distancia son abstractas; de una voluminosidad que se expresa con una palabra diciendo que una cosa está ahí. Cuando Cézanne busca la profundidad, es esa deflagración del Ser lo que busca, y ella está en todos los modos del espacio, también en la forma. Cézanne ya sabe lo que repetirá el cubismo: que la forma externa, la envoltura, es segunda, derivada, que no es aquello que hace que una cosa tome forma, que es preciso quebrar esa cáscara de espacio, romper el frutero...

Ya no es solamente el problema de la distancia, de la línea y de la forma, es también el problema del color.
El color es "el sitio donde nuestro cerebro y el universo se juntan", dice en ese admirable lenguaje de artesano del Ser que Klee gustaba de citar. Es en beneficio del color por lo que hay que hacer quebrantarse la forma-espectáculo. No se trata pues de colores, "simulacro de los colores de la naturaleza", se trata de la dimensión del color, aquella que crea por sí misma para sí misma identidades, diferencias, una textura, una materialidad, un algo... Sin embargo, no hay desde luego receta de lo visible, y el simple color no la es, como tampoco el espacio. El retorno al color tiene el mérito de llevar un poco más cerca del "corazón de las cosas": pero este está más allá del color-envoltorio como lo está del espacio-envoltorio.

La visión del pintor no es ya mirada sobre un fuera, relación "físico-óptica" solamente con el mundo. El mundo ya no está ante él por representación: es más bien el pintor el que nace en las cosas como por concentración y venida a sí de lo visible, y el cuadro finalmente no se relaciona como cualquiera de entre las cosas empíricas más que a condición de ser en primer lugar "autofigurativo"; no es espectáculo de una cosa más que siendo "espectáculo de ninguna", hendiendo la "piel de las cosas" para mostrar cómo las cosas se hacen cosas y el mundo, mundo. Apollinaire decía que hay en un poema frases que no parecen haber sido creadas, que parecen haberse formado. Y Henri Michaux, que a veces los colores de Klee parecen haber nacido lentamente sobre el lienzo, emanados de un fondo primordial, "exhalados en el sitio oportuno" como una pátina o un moho. El arte no es construcción, artificio, relación industriosa con un espacio o un mundo de fuera. Es en verdad el "grito inarticulado" del que habla Hermes Trimegisto, "que semejaba la voz de la luz". Y, una vez que está ahí, el arte despierta en la visión ordinaria de las potencias durmientes un secreto de preexistencia. Cuando veo a través del espesor del agua el enlosado del fondo de la piscina, no lo veo a pesar del agua y de los reflejos, sino que lo veo justamente a través de ellos y por ellos. Si no hubiera esas distorsiones, esos rayados del sol, si yo viera sin esa carne la geometría del enlosado, dejaría entonces de verlo como es, donde es, a saber: más lejos de todo lugar idéntico. El agua misma, la potencia acuosa, el elemento viscoso y reflectante, no puede ser que esté en el espacio; el agua no está en otra parte, pero no está en la piscina. La habitación se materializa en ella, pero no está contenida en ella, y si elevo los ojos hacia la pantalla de cipreses donde juega la red de reflejos, no puedo negar que el agua también la visita, o que al menos envía ahí su esencia activa y viviente. Es esa animación interna, esa irradiación de lo visible lo que el pintor busca bajo los nombres de profundidad, de espacio, de color.

El esfuerzo de la pintura moderna no ha consistido tanto en elegir entre la línea y el color, o incluso entre la figuración de las cosas y la creación de los signos, como en multiplicar los sistemas de equivalencias, en romper su adherencia a la envoltura de las cosas, lo cual puede exigir que se creen nuevos materiales o nuevos medios de expresión, pero que se hace a veces mediante el nuevo examen e investidura de los materiales ya existentes.




Leonardo da Vinci hablaba en su Tratado de la pintura de "descubrir en cada objeto(...) la manera particular en la que se dirige a través de toda extensión (...) una cierta línea flexuosa que es como su eje generador". Ravaisson y Bergson sintieron ahí algo de importancia sin atreverse a descifrar hasta el final el oráculo. Bergson no busca apenas el "serpenteo individual" más que en los seres vivos, y solo con bastante timidez declara que la línea ondulante "puede no ser ninguna de las líneas visibles de la figura", que "ella no está más aquí que allí" y no obstante "da la clave de todo". Es en el umbral de este descubrimiento cautivador, ya familiar a los pintores, en el que no hay líneas visibles en sí, en el que ni el contorno de la manzana ni el límite del campo y de la pradera están aquí o allí, pues están siempre más acá o más allá del punto desde el que se mira, siempre entre o detrás de aquello que es fijado: indicados, implicados, e incluso muy imperiosamente exigidos por las cosas, pero sin ser cosas ellos mismos. Se suponía que circunscribían la manzana o la pradera, pero la manzana o la pradera "se forman" por sí mismas y descienden en lo visible como venidas de un trasmundo preespacial...
Pues en lo sucesivo, en palabras de Klee, la línea ya no imita lo visible, ella "hace visible", es el alzado de una génesis de las cosas. Acaso nunca antes de Klee se había "dejado soñar una línea".

Figurativa o no, la línea en todo caso no es ya imitación de las cosas ni es cosa. Es un cierto desequilibrio dispuesto en la indiferencia del papel en blanco, es una cierta horadación practicada en el en sí, un cierto vacío constituyente, que, como muestran perentoriamente las estatuas de Moore, gesta la pretendida posividad de las cosas. La línea no es ya, como en la geometría clásica, la aparición de un ser sobre el vacío del fondo; la línea es, como en las geometrías modernas, restricción, segregación, modulación de una espacialidad previa.
Como ha creado la línea latente, la pintura se ha dado un movimiento sin desplazamiento, por vibración o irradiación.

Es aquí donde la famosa observación de Rodin adquiere importancia: las vistas instantáneas, las actitudes inestables petrifican el movimiento, como muestran tantas fotografías en las que el atleta queda petrificado para siempre.
Lo que da el movimiento, dice Rodin, es una imagen en la que los brazos, las piernas, el tronco y la cabeza son tomados cada uno en un instante distinto; una imagen, por tanto, que figura el cuerpo en una actitud que no ha tenido en ningún momento, y que impone entre las partes de aquel ajustes ficticios, como si esta confrontación de incomposibles pudiera, y fuera la única que pudiera, hacer brotar en el bronce y sobre el lienzo la transición y la duración.
En realidad, el tiempo no se detiene. La fotografía mantiene abiertos los instantes que el empuje del tiempo vuelve a cerrar en seguida, destruye el rebasamiento, la invasión, la "metamorfosis" del tiempo que la pintura en cambio hace visibles, puesto que los caballos tienen en sí mismos el "marcharse de aquí, ir allá", porque tienen un pie en cada instante. La pintura no busca el exterior del movimiento, sino sus cifras secretas. Las hay más sutiles de aquellas de las que habla Rodin: toda carne, e incluso la del mundo, irradia fuera de sí misma. Pero ya sea que, según las épocas y según las escuelas, se tenga más apego por el movimiento manifiesto o por el monumental, la pintura nunca está del todo fuera del tiempo, puesto que está siempre en lo carnal.




Hay que tomar al pie de la letra lo que la visión nos enseña: que por ella tocamos el sol, las estrellas, que estamos al mismo tiempo en todas partes, tan cerca de las lejanías como de las cosas próximas, y que incluso nuestro poder de imaginarnos en otra parte -"Estoy en San Petersburgo en mi cama, en Paría, mis ojos ven el sol"- (Delaunay), de dirigir la vista libremente, estén donde estén, a seres reales, es todavía un préstamo de la visión, emplea medios que le debemos a ella. Solo ella nos enseña que seres diferentes, "exteriores", extraños el uno al otro, están no obstante absolutamente juntos, la "simultaneidad": misterio que los psicólogos manejan como un niño manipula explosivos. Robert Delaunay dice brevemente: "El ferrocarril es la imagen de lo sucesivo que se acerca a lo paralelo: la paridad de los raíles".

Esto quiere decir, finalmente, que lo propio de lo visible es tener un doble invisible en sentido estricto, al que lo visible hace presente como una cierta ausencia. "En su época, nuestros antípodas de ayer, los impresionistas, tenían toda la razón en establecer su morada entre los renuevos y las marañas del espectáculo cotidiano. En cuanto a nosotros, nuestro corazón late por conducirnos hacia las profundidades (...) Esas extrañezas se convertirán en (...) realidades (...) Porque en lugar de limitarse a la restitución, con diversa intensidad, de lo visible, anexan a este todavía la parte de lo invisible percibida ocultamente". (Klee)

He aquí por qué el dilema de la figuración y de la no-figuración está mal planteado: es a la vez verdad y no encierra contradicción el que no ha habido nunca uvas que fueran lo que son en la pintura más figurativa, y el que ninguna pintura, incluso abstracta, puede eludir el Ser, que las uvas de Caravaggio son las uvas mismas. Esta precisión de lo que es respecto de lo que se ve y hace ver, y de lo que se ve y hace ver respecto de lo que es, es la visión misma. Y para dar la fórmula ontológica de la pintura, apenas hace falta forzar las palabras del intor, porque Klee escribió a los treinta y siete años estas palabras que fueron grabadas sobre su tumba: "Soy inaprensible en la inmanencia...".

Puesto que profundidad, color, forma, línea, movimiento, contorno y fisonomía son ramas del Ser, y dado que cada una de ellas puede traer consigo el manojo entero, no hay en pintura "problemas" separados, ni caminos verdaderamente opuestos, ni "soluciones" parciales, ni progresos por acumulación, ni opciones sin vuelta atrás. Nunca está excluido que el pintor retome uno de los emblemas que había descartado, claro está que haciéndolo hablar de otro modo: los contornos de Rouault no son los contornos de Ingres. La luz -"vieja sultana", dice Georges Limbour, "cuyos encantos se marchitaron a comienzos de este siglo"-, desechada primero por los pintores de la materia, reaparece por fin en Dubuffet como una cierta textura de la materia. Nunca se está al abrigo de estos retornos.

Pues si ni en pintura ni siquiera en otro sitio podemos establecer una jerarquía de las civilizaciones ni hablar de progreso, no es porque algún destino nos retenga a la zaga, es más bien porque en un sentido la primera de las pinturas iba hasta el fondo del porvenir. Si ninguna pintura acaba la pintura, si incluso ninguna obra se acaba absolutamente, cada creación cambia, altera, ilumina, profundiza, confirma, exalta, recrea o crea por anticipado todas las demás. Si las creaciones no son algo adquirido, no es solo porque, como todas las cosas, ellas pasan, es también porque tienen casi toda su vida por delante.

Le Tholonet, julio-agosto de 1960

Maurice Merleau-Ponty
El ojo y el espíritu