12.3.18

Galerie Thaddaeus Ropac Paris, 2018. Exposition «Fur Andrea Emo», Anselm Kiefer


Yo pienso en imágenes. Los poemas me ayudan. Son como boyas en el mar. Nado hacia ellas, de una a la otra; entre ellas, sin ellas, me perdería. Son los puntos de anclaje en la inmensidad infinita, donde algo se concentra a partir del polvo interestelar, un poco de materia dentro del abismo de la antimateria. A veces, los escombros de lo habido se compactan formando nuestras palabras y asociaciones.

Algunos poemas nos hacen creer que existe un sentido que, aunque no se deja describir, si puede mostrarse, de forma que incluso pueda existir un destino último.

Cuando hablamos de adentrarnos en la historia, de adentrarnos en nosotros mismos, en nuestro interior, entonces veo la mina de Heinrich von Ofterdingen y las minas de Falún frente a mí, tal como las describieron E.T.A. Hoffmann o Johann Peter Hebel.


Es curioso: en estos textos tiene lugar al mismo tiempo un ascenso y un descenso como en Fausto de Goethe (…). Novalis habla de los mineros como astrólogos inversos y E.T.A. Hoffmann dice que en la más profunda de las profundidades, bajo el débil brillo de la luz de la linterna del minero, el ojo se vuelve clarividente y sabe ver en la maravillosa piedra el reflejo de lo que permanece oculto detrás de las nubes.


Galerie Thaddaeus Ropac Paris, 2018. Exposition «Fur Andrea Emo», Anselm Kiefer


Y este espacio vacío está vacío y lleno a la vez, al igual que los edificios vacíos de una fábrica están llenos de las huellas y los sonidos del trabajo pasado. Cada teatro vacío es un espacio lleno de imágenes y de palabras comprimidas.

El vacío total es como el silencio a gritos.

¿Un espacio vacío? Aparentemente, en nuestro mundo materialista no existe el espacio vacío. En un centímetro cúbico de aire, la medida de un terrón de azúcar, se mueven animadamente unos 45 mil millones de átomos. Esta increíble abundancia es, a la vez, un vacío inabarcable. Y es que si ampliamos un átomo hasta la altura y el ancho de la catedral de Colonia, un neutrón sería de la medida de un guisante, aunque pesaría tanto como mil catedrales, y los electrones seguirían su trayectoria girando por algún lugar más arriba de la cúpula. Entre ellos está la nada. En medio sólo actúan fuerzas desconocidas. Estamos hechos de espacio vacío.

Según las leyes naturales de la conservación de la materia, nunca se pierde ni un solo átomo. Los científicos sostienen que cada uno de nosotros lleva consigo una cantidad descomunal de átomos que ya estaban presentes desde hace millones de años en materiales muy distintos y que ahora se encuentran presentes en nosotros. Somos portadores de átomos procedentes de la playa de Ostia, átomos de las piedras del desierto de Gobi, átomos de los huesos de los dinosaurios, pero también de Shakespeare, de Martín Lutero, de Einstein, de víctimas y verdugos de siglos pasados.

A través de los átomos estamos conectados de forma material los unos a losotros. Me siento conectado con personas que han sido y que ya no son, como Ingeborg Bachmann y Paul Celan, con Ernst Bloch, Jesaja y los últimos salmistas. Me siento conectado a las personas y a las piedras que existían mucho tiempo antes de que yo naciera y con las que existirán más allá de mi muerte.

Me he criado en el Rin, el rio fronterizo. Aunque, ya por aquel entonces, no era sólo un límite geográfico. Se escuchaba el chapoteo del agua contra la orilla pedregosa, se veían las luces en la otra orilla y los peligrosos remolinos dentro del río mismo. El país situado en la otra orilla no era cualquier tierra; para el niño que no podía llegar, era una promesa de futuro, una esperanza, era la tierra prometida.

Al pensar en ello hoy, son raíces que se pierden en el umbral del espacio no invadido, el espacio que de forma prodigiosa siempre permanece vacío debido a la incongruencia entre el deseo y su fruición.

Cuando era niño aún no tenía, como es natural, ninguna idea sobre aquel país que se llamaba Francia. A la otra orilla había hileras de chopos, comienzos de carretera, pero detrás estaba el vacío, un espacio que para mí todavía no estaba habitado y que podría llenarse más tarde.

Pero la frontera era fluida, no sólo porque fluyera un río, sino porque el río se llenaba en primavera con el deshielo de la nieve de los Alpes, se expandía de forma virulenta, invadiendo los antiguos afluentes del Rin e inundando las tierras y, con ellas, el sótano de nuestra casa.

¿Dónde se encontraba, entonces, la frontera? ¿En el lecho del Rin, en tiempos de calma, o en nuestro sótano? La frontera se nos metía en casa.

¿Dónde se encuentran nuestros propios límites? ¿Estamos separados del entorno, de la naturaleza, del cosmos? ¿Es que no estamos hechos de la materia del universo que nos alcanza, golpea y proyecta? ¿Estamos separados de nuestro prójimo? ¿De los pensamientos de otras personas? ¿De la influencia de los vivos y de los muertos? ¿Somos realmente individuos, únicos responsables de todo lo que hacemos?

Los poemas y los dibujos de Paul Valéry tratan en muchas ocasiones los apenas comprensibles límites del “yo”.

Yo soy por un momento yo mismo y el resto del tiempo, otra persona. Passe entre mes regards sans briser leur absence. (Paul Valéry, Interieur)

“Si aquí una palabra linda conmigo, la dejo lindar.
Si Bohemia está aún junto al mar, vuelvo a creer en los mares.
Y si aún creo en el mar, confiaré en la tierra.
Si soy yo, lo es cualquiera que sea como yo. (…)
Yo lindo aún con una palabra y con otro país,
Yo lindo, aunque poco, con todo cada vez más.”

“Yo lindo, aunque poco, con todo cada vez más”: toda frontera es una ilusión, erigida alrededor de nosotros para tranquilizarnos y hacernos creer en la existencia de un lugar fijo. Aunque sin fronteras, sin esa ilusión de las fronteras no somos capaces de vivir, ni como individuos ni en la relación de los demás.

“Yo lindo, aunque poco, con todo cada vez más”: esta maravillosa frase traspasa, supera, de forma totalmente artística, el dualismo y accede a algo totalmente distinto, más profundo, cuyo enigma me ocupa una vez y otra el pensamiento.

“Bohemia está junto al mar”, tengo más fe en esta imagen de Ingeborg Bachmann que en los mapas o en la geografía.

Hay una frontera especial, la frontera entre arte y vida, un límite que con frecuencia se desvía desplazándose sin rumbo aparente. Pero sin esa frontera no existiría el arte. Durante el proceso de la creación, el arte toma prestado el material de la vida; y aún en la obra inacabada se entrevé, a través de ella, las huellas de la vida. La distancia con la vida es al mismo tiempo la esencia, la sustancia del arte. A pesar de ello, la vida ha dejado su rastro. Y la obra de arte es tanto más interesante cuanto más marcada está por la lucha en la frontera entre el arte y la vida.

Los artistas son trabajadores fronterizos, expertos en atravesar fronteras, aunque también en establecerlas.

El happening, el Dadá o Fluxus han aumentado y radicalizado el tránsito fronterizo entre el arte y la vida: han llevado la mimesis hasta el extremo.


Galerie Thaddaeus Ropac Paris, 2018. Exposition «Fur Andrea Emo», Anselm Kiefer


¿Qué es una obra de arte? Sólo puedo describir el proceso de cómo surge un cuadro.

Comienza en la oscuridad, tras una vivencia intensa, un shock. Después se convierte en un impulso, un latido, no se sabe bien qué es, pero te empuja a trabajar. Al principio es muy vago, tiene que ser vago, de lo contrario sería una simple visualización del shock vivido.

A continuación me sumerjo en el material, en la pintura, en la arena, en el barro, sin distancia, en la oscuridad del momento (como Ernst Bloch designó a esta cercanía).

Porque en la materia reside el espíritu; en este punto diverjo completamente de las enseñanzas de Platón. Lo que sucede en esta cercanía , con la cabeza prácticamente sumergida en el color, esa vaguedad es al principio lo más preciso. Es un estado extraño de contemplación interior, un sufrimiento por la falta de claridad.

Esto cambia después, al retroceder con respecto al lienzo, después de poco tiempo, o no tan poco. Ahora tengo un referente externo, me relaciono con algo que está fuera de mí. El cuadro está allá y yo estoy allá dentro del cuadro.

Y de repente llega la decepción: falta algo. Este algo no es algo que yo no haya visto, que haya descuidado desvelar. No, no llego a encontrar lo que falta. La obra, iniciada y ahora reconocida como inacabada, sólo puede resultar si se asocia con alguna otra cosa que, igualmente, está inacabada, como es el caso de la historia, la naturaleza, la historia natural.

El cuadro convierte el mundo en su objeto, se objetiva a sí mismo. Y no es sólo una metáfora cuando digo que pido ayuda a la naturaleza. Realmente, pongo los cuadros bajo la lluvia, bajo el sol, bajo la luna…

En este momento de objetivación se han de tomar decisiones. Hay que investigar las posibilidades latentes del cuadro que va apareciendo para decidir que dirección tiene que tomar. Y aquí comienza la guerra mental: la guerra a la que quizás Heráclito se refería cuando afirmó que la guerra era la madre de todas las cosas.

Hay tantas posibilidades y cada opción despreciada es una pérdida y, al mismo tiempo, un reflejo de todas las contradicciones internas.

La guerra interna se convierte en un momento dado en una paz externa.

Porque la nostalgia, la desesperación por todas las opciones no tomadas, sólo se calmaría si la forma a la que se ha llegado se correspondiera con la proximidad inicial.

Del mismo modo en que la fruición nunca se corresponde al deseo, el resultado también es siempre algo provisional.

Sólo cuando lo interior se convierte en exterior y lo exterior en interior –cuando el ascenso en perfecta relación se corresponde con el descenso-, el cuadro podría estar acabado, finalizado. Pero, ¿durante cuánto tiempo?

Porque el proceso de creación de un cuadro que les acabo de exponer se puede repetir en un mismo objeto en cualquier momento. El decir, el cuadro objetivado que se creía acabado, puede volver a retraerse al estado de material, del momento oscuro. Y el proceso se inicia de nuevo.

“Sobre un desierto gris-negro.
Un pensamiento alto como un árbol
Modula el tono de luz: quedan aún cantos
Por cantar más allá de los hombres.”

Paul Celan
Hebras de Sol

Anselm Kiefer
16 de octubre de 2008