Galerie Thaddaeus Ropac Paris, 2018. Exposition «Fur Andrea Emo»,
Anselm Kiefer
Yo pienso en
imágenes. Los poemas me ayudan. Son como boyas en el mar. Nado hacia ellas, de
una a la otra; entre ellas, sin ellas, me perdería. Son los puntos de anclaje
en la inmensidad infinita, donde algo se concentra a partir del polvo
interestelar, un poco de materia dentro del abismo de la antimateria. A veces,
los escombros de lo habido se compactan formando nuestras palabras y
asociaciones.
Algunos poemas
nos hacen creer que existe un sentido que, aunque no se deja describir, si
puede mostrarse, de forma que incluso pueda existir un destino último.
Cuando hablamos
de adentrarnos en la historia, de adentrarnos en nosotros mismos, en nuestro
interior, entonces veo la mina de Heinrich von Ofterdingen y las minas de Falún
frente a mí, tal como las describieron E.T.A. Hoffmann o Johann Peter Hebel.
Es curioso: en
estos textos tiene lugar al mismo tiempo un ascenso y un descenso como en
Fausto de Goethe (…). Novalis habla de los mineros como astrólogos inversos y
E.T.A. Hoffmann dice que en la más profunda de las profundidades, bajo el débil
brillo de la luz de la linterna del minero, el ojo se vuelve clarividente y
sabe ver en la maravillosa piedra el reflejo de lo que permanece oculto detrás
de las nubes.
Galerie Thaddaeus Ropac Paris, 2018. Exposition «Fur Andrea Emo»,
Anselm Kiefer
Y este espacio
vacío está vacío y lleno a la vez, al igual que los edificios vacíos de una
fábrica están llenos de las huellas y los sonidos del trabajo pasado. Cada
teatro vacío es un espacio lleno de imágenes y de palabras comprimidas.
El vacío total es
como el silencio a gritos.
¿Un espacio vacío?
Aparentemente, en nuestro mundo materialista no existe el espacio vacío. En un
centímetro cúbico de aire, la medida de un terrón de azúcar, se mueven
animadamente unos 45 mil millones de átomos. Esta increíble abundancia es, a la
vez, un vacío inabarcable. Y es que si ampliamos un átomo hasta la altura y el
ancho de la catedral de Colonia, un neutrón sería de la medida de un guisante,
aunque pesaría tanto como mil catedrales, y los electrones seguirían su
trayectoria girando por algún lugar más arriba de la cúpula. Entre ellos está
la nada. En medio sólo actúan fuerzas desconocidas. Estamos hechos de espacio
vacío.
Según las leyes
naturales de la conservación de la materia, nunca se pierde ni un solo átomo.
Los científicos sostienen que cada uno de nosotros lleva consigo una cantidad
descomunal de átomos que ya estaban presentes desde hace millones de años en
materiales muy distintos y que ahora se encuentran presentes en nosotros. Somos
portadores de átomos procedentes de la playa de Ostia, átomos de las piedras
del desierto de Gobi, átomos de los huesos de los dinosaurios, pero también de
Shakespeare, de Martín Lutero, de Einstein, de víctimas y verdugos de siglos
pasados.
A través de los
átomos estamos conectados de forma material los unos a losotros. Me siento
conectado con personas que han sido y que ya no son, como Ingeborg Bachmann y
Paul Celan, con Ernst Bloch, Jesaja y los últimos salmistas. Me siento
conectado a las personas y a las piedras que existían mucho tiempo antes de que
yo naciera y con las que existirán más allá de mi muerte.
Me he criado en
el Rin, el rio fronterizo. Aunque, ya por aquel entonces, no era sólo un límite
geográfico. Se escuchaba el chapoteo del agua contra la orilla pedregosa, se
veían las luces en la otra orilla y los peligrosos remolinos dentro del río
mismo. El país situado en la otra orilla no era cualquier tierra; para el niño
que no podía llegar, era una promesa de futuro, una esperanza, era la tierra
prometida.
Al pensar en ello
hoy, son raíces que se pierden en el umbral del espacio no invadido, el espacio
que de forma prodigiosa siempre permanece vacío debido a la incongruencia entre
el deseo y su fruición.
Cuando era niño
aún no tenía, como es natural, ninguna idea sobre aquel país que se llamaba
Francia. A la otra orilla había hileras de chopos, comienzos de carretera, pero
detrás estaba el vacío, un espacio que para mí todavía no estaba habitado y que
podría llenarse más tarde.
Pero la frontera
era fluida, no sólo porque fluyera un río, sino porque el río se llenaba en
primavera con el deshielo de la nieve de los Alpes, se expandía de forma
virulenta, invadiendo los antiguos afluentes del Rin e inundando las tierras y,
con ellas, el sótano de nuestra casa.
¿Dónde se
encontraba, entonces, la frontera? ¿En el lecho del Rin, en tiempos de calma, o
en nuestro sótano? La frontera se nos metía en casa.
¿Dónde se
encuentran nuestros propios límites? ¿Estamos separados del entorno, de la
naturaleza, del cosmos? ¿Es que no estamos hechos de la materia del universo
que nos alcanza, golpea y proyecta? ¿Estamos separados de nuestro prójimo? ¿De
los pensamientos de otras personas? ¿De la influencia de los vivos y de los
muertos? ¿Somos realmente individuos, únicos responsables de todo lo que
hacemos?
Los poemas y los dibujos
de Paul Valéry tratan en muchas ocasiones los apenas comprensibles límites del
“yo”.
Yo soy por un
momento yo mismo y el resto del tiempo, otra persona. Passe entre mes regards
sans briser leur absence. (Paul Valéry, Interieur)
“Si aquí una
palabra linda conmigo, la dejo lindar.
Si Bohemia está
aún junto al mar, vuelvo a creer en los mares.
Y si aún creo en
el mar, confiaré en la tierra.
Si soy yo, lo es
cualquiera que sea como yo. (…)
Yo lindo aún con
una palabra y con otro país,
Yo lindo, aunque
poco, con todo cada vez más.”
“Yo lindo, aunque
poco, con todo cada vez más”: toda frontera es una ilusión, erigida alrededor
de nosotros para tranquilizarnos y hacernos creer en la existencia de un lugar
fijo. Aunque sin fronteras, sin esa ilusión de las fronteras no somos capaces
de vivir, ni como individuos ni en la relación de los demás.
“Yo lindo, aunque
poco, con todo cada vez más”: esta maravillosa frase traspasa, supera, de forma
totalmente artística, el dualismo y accede a algo totalmente distinto, más
profundo, cuyo enigma me ocupa una vez y otra el pensamiento.
“Bohemia está
junto al mar”, tengo más fe en esta imagen de Ingeborg Bachmann que en los
mapas o en la geografía.
Hay una frontera
especial, la frontera entre arte y vida, un límite que con frecuencia se desvía
desplazándose sin rumbo aparente. Pero sin esa frontera no existiría el arte.
Durante el proceso de la creación, el arte toma prestado el material de la
vida; y aún en la obra inacabada se entrevé, a través de ella, las huellas de
la vida. La distancia con la vida es al mismo tiempo la esencia, la sustancia
del arte. A pesar de ello, la vida ha dejado su rastro. Y la obra de arte es
tanto más interesante cuanto más marcada está por la lucha en la frontera entre
el arte y la vida.
Los artistas son
trabajadores fronterizos, expertos en atravesar fronteras, aunque también en
establecerlas.
El happening, el
Dadá o Fluxus han aumentado y radicalizado el tránsito fronterizo entre el arte
y la vida: han llevado la mimesis hasta el extremo.
¿Qué es una obra
de arte? Sólo puedo describir el proceso de cómo surge un cuadro.
Comienza en la
oscuridad, tras una vivencia intensa, un shock. Después se convierte en un
impulso, un latido, no se sabe bien qué es, pero te empuja a trabajar. Al principio
es muy vago, tiene que ser vago, de lo contrario sería una simple visualización
del shock vivido.
A continuación me
sumerjo en el material, en la pintura, en la arena, en el barro, sin distancia,
en la oscuridad del momento (como Ernst Bloch designó a esta cercanía).
Porque en la
materia reside el espíritu; en este punto diverjo completamente de las
enseñanzas de Platón. Lo que sucede en esta cercanía , con la cabeza
prácticamente sumergida en el color, esa vaguedad es al principio lo más
preciso. Es un estado extraño de contemplación interior, un sufrimiento por la
falta de claridad.
Esto cambia
después, al retroceder con respecto al lienzo, después de poco tiempo, o no tan
poco. Ahora tengo un referente externo, me relaciono con algo que está fuera de
mí. El cuadro está allá y yo estoy allá dentro del cuadro.
Y de repente
llega la decepción: falta algo. Este algo no es algo que yo no haya visto, que
haya descuidado desvelar. No, no llego a encontrar lo que falta. La obra,
iniciada y ahora reconocida como inacabada, sólo puede resultar si se asocia
con alguna otra cosa que, igualmente, está inacabada, como es el caso de la
historia, la naturaleza, la historia natural.
El cuadro
convierte el mundo en su objeto, se objetiva a sí mismo. Y no es sólo una
metáfora cuando digo que pido ayuda a la naturaleza. Realmente, pongo los
cuadros bajo la lluvia, bajo el sol, bajo la luna…
En este momento
de objetivación se han de tomar decisiones. Hay que investigar las
posibilidades latentes del cuadro que va apareciendo para decidir que dirección
tiene que tomar. Y aquí comienza la guerra mental: la guerra a la que quizás
Heráclito se refería cuando afirmó que la guerra era la madre de todas las
cosas.
Hay tantas
posibilidades y cada opción despreciada es una pérdida y, al mismo tiempo, un
reflejo de todas las contradicciones internas.
La guerra interna
se convierte en un momento dado en una paz externa.
Porque la nostalgia,
la desesperación por todas las opciones no tomadas, sólo se calmaría si la
forma a la que se ha llegado se correspondiera con la proximidad inicial.
Del mismo modo en
que la fruición nunca se corresponde al deseo, el resultado también es siempre
algo provisional.
Sólo cuando lo
interior se convierte en exterior y lo exterior en interior –cuando el ascenso
en perfecta relación se corresponde con el descenso-, el cuadro podría estar
acabado, finalizado. Pero, ¿durante cuánto tiempo?
Porque el proceso
de creación de un cuadro que les acabo de exponer se puede repetir en un mismo
objeto en cualquier momento. El decir, el cuadro objetivado que se creía
acabado, puede volver a retraerse al estado de material, del momento oscuro. Y
el proceso se inicia de nuevo.
“Sobre un
desierto gris-negro.
Un pensamiento
alto como un árbol
Modula el tono de
luz: quedan aún cantos
Por cantar más
allá de los hombres.”
Paul Celan
Hebras de Sol
Anselm Kiefer
16 de octubre de
2008