1.7.18

Architecture of the plain, 1923. Paul Klee


Orientarse en el mundo

El último texto literario al que acudo, como introducción a cuestiones que demostrarán contar con mayor espesor teórico, es relativamente más conocido. Se trata de algunas páginas iniciales de A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust, donde el súbito despertar del protagonista en plena noche le produce una completa desorientación: no sabe dónde se haya y apenas está en condiciones de recomponer la unidad y la conciencia de su propio yo. Procura entonces situarse de nuevo en el espacio y el tiempo, recordar la posición de los muebles y de las paredes, con el propósito de que “las paredes invisibles, al cambiar de posición según la forma de la habitación imaginada”, preparen el reconocimiento del lugar en que se halla, que se presenta al comienzo confuso y recortado por los fluctuantes contornos de los lugares recordados. Sucede en un instante; luego, la conciencia ya despierta recupera el control de la situación, y el pensamiento y la costumbre fijan los espacios y los tiempos.
Sin embargo, como residuo apenas perceptible, queda la sospecha, generada por la no inmediata reconstrucción de las coordenadas, de que la presunta fijeza de las cosas no es espontánea, sino que refleja esencialmente nuestra rígida organización mental: “Quizá la inmovilidad de las cosas que nos rodean sea impuesta por nuestra certeza de que son esas y no otras, por la inmovilidad de nuestro pensamiento frente a ellas”. Con propósito pedagógico, para identificarlas, las hemos descarnado, encerrado en su polisemia y clasificado. Al aislarlas de su fondo y de nuestra actividad, al pensarlas, les hemos quitado toda referencia a nosotros, reduciéndolas a entidades materiales que simplemente se nos presentan según una elemental tipología predefinida: “Las palabras nos entregan de las cosas una pequeña imagen, nítida y consabida, imagen semejante a las figuras que se cuelgan en las paredes de las escuelas para darles a los niños el ejemplo de lo que es un banco, un pájaro, un hormiguero, cosas concebidas como iguales a todas las de la misma especie”.
Al crecer nombramos las cosas, las fijamos en la memoria, las reconocemos, las hacemos actuar en un escenario de rasgos difuminados, y sólo la familiaridad lograda a través de estos procesos permite orientarnos y dar les un significado. Aprendemos así a situarlas en un mapa espacial y temporal, a usarlas o renunciar a ellas, a comprarlas o venderlas, a darles valor o desdeñarlas, a amarlas, odiarlas o hacer que resulten indiferentes.
Al llevar a cabo todas estas operaciones, olvidamos que la percepción revela ya en las cosas innumerables diferencias y matices. Por ejemplo, la descripción de una simple hoja de papel sobre la mesa podría ser infinita: “Cuanto más la miramos, más nos revela sus particularidades. Cada nueva orientación de mi atención, de mi análisis, me hace descubrir una peculiaridad nueva: el borde superior de la hoja se halla ligeramente levantado; a la altura de la tercera línea, el trazo continuo termina discontinuo…”. Gracias a esquemas culturales y a intereses personales, examinamos sólo lo que tiene sentido e interés para nosotros. Recortamos las cosas del inagotable telón de fondo del campo perceptivo y las circunscribimos por medio de las formas sugeridas por los nombres de nuestra lengua, por las nociones incorporadas y por nuestras personales proyecciones (circula entre los antropólogos la anécdota del indígena al cual, llevado a una gran ciudad, no le llaman la atención los palacios, los autobuses ni los automóviles, sino un cacho de bananas transportado por un carrito, porque tan sólo este episodio se inserta coherentemente en la trama de su experiencia).
Si se tiene en cuenta la condescendencia de los objetos con respecto a la percepción, trazar los contornos de las cosas significa a menudo –en origen- realizar opciones: “la línea no imita lo visible, sino que hace visible”, dice Klee. En las diversas culturas, la atribución de nombres a las cosas y la estructura de las clasificaciones conceptuales siguen, de hecho, trayectorias específicas sobre la base de los intereses dominantes y los criterios que sirven de guía: para nosotros, la nieve es nieve, mientras que los esquimales tienen decenas de nombres para designarla (para ellos resulta vital distinguir sus variadas tipologías). Por lo tanto, sólo el acostumbramiento a la obviedad nos hace olvidar los procesos que llevan al nombre y la identificación de la cosa.

Remo Bodei
La vida de las cosas