Orientarse en el
mundo
El último texto
literario al que acudo, como introducción a cuestiones que demostrarán contar
con mayor espesor teórico, es relativamente más conocido. Se trata de algunas
páginas iniciales de A la búsqueda del
tiempo perdido, de Proust, donde el súbito despertar del protagonista en
plena noche le produce una completa desorientación: no sabe dónde se haya y
apenas está en condiciones de recomponer la unidad y la conciencia de su propio
yo. Procura entonces situarse de nuevo en el espacio y el tiempo, recordar la
posición de los muebles y de las paredes, con el propósito de que “las paredes
invisibles, al cambiar de posición según la forma de la habitación imaginada”,
preparen el reconocimiento del lugar en que se halla, que se presenta al
comienzo confuso y recortado por los fluctuantes contornos de los lugares
recordados. Sucede en un instante; luego, la conciencia ya despierta recupera
el control de la situación, y el pensamiento y la costumbre fijan los espacios
y los tiempos.
Sin embargo, como
residuo apenas perceptible, queda la sospecha, generada por la no inmediata
reconstrucción de las coordenadas, de que la presunta fijeza de las cosas no es
espontánea, sino que refleja esencialmente nuestra rígida organización mental:
“Quizá la inmovilidad de las cosas que nos rodean sea impuesta por nuestra
certeza de que son esas y no otras, por la inmovilidad de nuestro pensamiento
frente a ellas”. Con propósito pedagógico, para identificarlas, las hemos
descarnado, encerrado en su polisemia y clasificado. Al aislarlas de su fondo y
de nuestra actividad, al pensarlas, les hemos quitado toda referencia a
nosotros, reduciéndolas a entidades materiales que simplemente se nos presentan
según una elemental tipología predefinida: “Las palabras nos entregan de las
cosas una pequeña imagen, nítida y consabida, imagen semejante a las figuras
que se cuelgan en las paredes de las escuelas para darles a los niños el
ejemplo de lo que es un banco, un pájaro, un hormiguero, cosas concebidas como
iguales a todas las de la misma especie”.
Al crecer
nombramos las cosas, las fijamos en la memoria, las reconocemos, las hacemos
actuar en un escenario de rasgos difuminados, y sólo la familiaridad lograda a
través de estos procesos permite orientarnos y dar les un significado.
Aprendemos así a situarlas en un mapa espacial y temporal, a usarlas o
renunciar a ellas, a comprarlas o venderlas, a darles valor o desdeñarlas, a amarlas,
odiarlas o hacer que resulten indiferentes.
Al llevar a cabo
todas estas operaciones, olvidamos que la percepción revela ya en las cosas
innumerables diferencias y matices. Por ejemplo, la descripción de una simple
hoja de papel sobre la mesa podría ser infinita: “Cuanto más la miramos, más
nos revela sus particularidades. Cada nueva orientación de mi atención, de mi
análisis, me hace descubrir una peculiaridad nueva: el borde superior de la
hoja se halla ligeramente levantado; a la altura de la tercera línea, el trazo
continuo termina discontinuo…”. Gracias a esquemas culturales y a intereses
personales, examinamos sólo lo que tiene sentido e interés para nosotros.
Recortamos las cosas del inagotable telón de fondo del campo perceptivo y las
circunscribimos por medio de las formas sugeridas por los nombres de nuestra
lengua, por las nociones incorporadas y por nuestras personales proyecciones
(circula entre los antropólogos la anécdota del indígena al cual, llevado a una
gran ciudad, no le llaman la atención los palacios, los autobuses ni los
automóviles, sino un cacho de bananas transportado por un carrito, porque tan
sólo este episodio se inserta coherentemente en la trama de su experiencia).
Si se tiene en
cuenta la condescendencia de los objetos con respecto a la percepción, trazar
los contornos de las cosas significa a menudo –en origen- realizar opciones:
“la línea no imita lo visible, sino que hace
visible”, dice Klee. En las diversas culturas, la atribución de nombres a
las cosas y la estructura de las clasificaciones conceptuales siguen, de hecho,
trayectorias específicas sobre la base de los intereses dominantes y los
criterios que sirven de guía: para nosotros, la nieve es nieve, mientras que
los esquimales tienen decenas de nombres para designarla (para ellos resulta
vital distinguir sus variadas tipologías). Por lo tanto, sólo el acostumbramiento
a la obviedad nos hace olvidar los procesos que llevan al nombre y la
identificación de la cosa.
Remo Bodei
La vida de las cosas