14.3.20

The Mississippi River meander belt, Harold Fisk, 1944



Hasta el momento Sorger había escrito algunos trabajos; normalmente, descripciones generales de una región determinada o bien observaciones comparativas de fenómenos análogos que se daban en continentes separados. En su proyectado ensayo "Sobre los Espacios" tendría que abandonar las convenciones de su ciencia; a lo sumo éstas podían serle útiles en la medida en que estructuraran su fantasía.
Desde hacía tiempo lo tenía ocupado el hecho de comprobar que poco a poco, de un modo claro, en cada paisaje la conciencia se iba creando sus propios micro-espacios, incluso allí donde hasta el horizonte no parecía haber ninguna posibilidad de poner límites a nada. Era como si de una superficie que para el recién llegado era todavía infinita, a los ojos de uno que llevara más tiempo fueran surgiendo espacios claramente separados los unos de los otros. Pero incluso en una región de colinas, o de montañas, que a primera vista estuviera articulada de un modo claro, uno, a la larga (ésta era la experiencia de Sorger), acababa imaginándose espacios muy distintos de los que resultaban de aquellas formas monumentales que estaban a la vista.
Y éste era además su punto de partida: que en cualquier zona del terreno, tan sólo con tener tiempo para unirse a ella, en un momento u otro se le abrían a la conciencia espacios peculiares, y sobre todo que estos espacios no estaban formados por los primeros elementos que saltan a la vista -los que dominan el paisaje- sino por aquellos que pasan desapercibidos y que la perspicacia de ningún científico puede ver (unos elementos que sólo podía advertir estando día a día con ellos, un tiempo de la vida que transcurría en lo que cabría llamar una naturaleza habitada por el hombre; tal vez tropezando una y otra vez en un lugar determinado, cambiando el paso involuntariamente al andar por una pradera que un día había sido pantanosa y hoy era elástica, experimentando un nuevo horizonte sonoro en el camino que pasaba por una hoz, viendo como en un campo de trigo, en la elevación residual de una morrena glaciar, por pequeña que aquella fuera, de repente cambiaba el panorama).
El gusto de Sorger por la investigación se veía espoleado además por el hecho de que, las más de las veces, estos lugares no eran espacios creados por la fantasía de un individuo solo, sino que tenían un nombre heredado del pasado: si bien habían sido redescubiertos por una sola persona, sin embargo, a todos los que vivían allí se les revelaban como conocidos de tiempo; estaban en catastros y registros que muchas veces tenían siglos. ¿Cuáles de estas formas insignificantes del paisaje podían entonces convertirse en estos ámbitos autónomos ("campos" y llanuras), experimentables tanto en la cotidianeidad de un pueblo apartado como en la de una gran intemperie? ¿Qué colores actuaban aquí conjuntamente?, ¿qué material?, ¿qué peculiaridad? Aquí Sorger había podido emplear todavía los métodos acreditados: sin embargo, todo el resto (su móvil, como también su sueño, poder dejar esto en la pura, inexplicada representación de estas formas) era, por así decirlo, geografía de la infancia.
Y precisamente la idea primera de Sorger había sido ésta: describir las formas del campo de (su) infancia; dibujar planos de "puntos interesantes" que fueran completamente distintos; levantar secciones transversales y longitudinales de todos los campos de la infancia que habían sido para él un signo -signos que al principio le resultaban impenetrables, pero que en la memoria empezaban a producir un sentimiento-de-estar-en-casa; y esto no para los niños sino para él. Durante el año sabático, que empezaba dentro de unas semanas, quería, entre otras cosas, ir por toda Europa midiendo estos lugares, sobre todo en las regiones en las que él los había vivido personalmente. Sabía muy bien que un "juego" así (o lo que esto fuera) no iba a servir para nada; de todos modos, a menudo soñaba con él; o lo esperaba con ilusión o le daba miedo, como si todo dependiera de eso. Y cuando lo esperaba con ilusión experimentaba un nuevo atrevimiento, casi una invulnerabilidad. iba a dar un salto, quizás a ninguna parte pero sí desde algún sitio.
nunca se había sentido un científico; a lo sumo (de vez en cuando) un topógrafo concienzudo. bien es verdad, no obstante, que como topógrafo podía llegar a veces a un estado de excitación tal que creía ser el inventor del paisaje; y como inventor no era posible que fuera un hombre malo; no era tampoco un ser humano cuya bondad fuera la ausencia de egoísmo; era propiamente un hombre ideal; y luego quizás pensaba también que estaba haciendo algo bueno; no porque estuviera regalando algo a los otros sino porque no los traicionaba: su no-traición no era un dejar de hacer sino más bien una actividad de gran energía. A veces, abrazando el espacio con la mirada, se sentía como un investigador de la paz.
"Hacer viva la paz." El día de su regreso, con una silla plegable debajo del brazo, bajo el sol de la tarde, caminando a lo largo de la playa, se dirigió a la bahía del "Parque del Terremoto" (mientras andaba experimentaba la manera como la ciudad estaba junto al mar) y se sentó allí, en un lugar elevado, para dibujar una panorámica del paisaje.
El parque no era ninguna zona cultivada; se trataba simplemente de un terreno que con la catástrofe se había resquebrajado, se había desprendido y había sido arrastrado a otra parte, y que luego fue declarado "parque". A primera vista había allí pocas cosas que llamarán la atención: una amplia superficie, ligeramente inclinada hacia el mar, en la que habían crecido unos cuantos matorrales, no muchos, en lugar de un bosque de coníferas, que es lo que ocurría en el paisaje de alrededor; ningún resto de casas ni tampoco restos de coches sobresalían ya del suelo, que volvía a ser duro y compacto. A excepción de los lugares en los que había matorrales, el suelo formaba un paisaje embarrado, pelado y lleno de pequeñas gibas, en él, en todas direcciones, había muchos caminos frecuentados por los que iban a pasear por allí, y de las antiguas grietas que se habían abierto en la tierra habían surgido valles en miniatura que, en parte a nodo de desfiladeros, serpenteaban por entre aquellos promontorios: a Sorger le parecía como si los que paseaban por todo aquel paraje emergieran cada vez de las calles de una extraña ciudad telúrica para volver a desaparecer inmediatamente en aquel conjunto desdibujado que la vista no podía abarcar del todo; pero durante un buen rato se podían oír todavía sus voces detrás de los terraplenes, como normalmente sólo ocurre en los paisajes europeos.
Mientras dibujaba sentía un calorcillo agradable y detrás, en último término, el agua de la bahía se iba acercando. Nada lo distraía, tenía tiempo. Lo dibujado comenzó a contradecir su mirada. Sin expresión alguna esperaba la "figura" del paisaje: "Sólo abismado veo lo que es el mundo".
Estaba haciendo un esquema de una parte de la tierra que el terremoto había llevado a la superficie desde las profundidades del suelo; los finos cabos de las raíces de antiguos árboles se veían aún entre la hierba nueva, como ocurre muchas veces con lo que arrastran los aludes. El sector dibujado era pequeño; sin embargo, en él, las distintas capas de tierra se separaban claramente en todas las direcciones; al copiarlo, en los más insignificantes cambios de dirección se podía experimentar todavía la violencia de la gran catástrofe.
El dibujante perseguía algo, y sus trazos, que al principio estaban muy pegados los unos a los otros, de un modo pedante casi, mostraban distancias más anchas; iban sólo en busca del acontecimiento. Excitado, advirtió cómo el montón informe de barro se metamorfoseaba y se convertía en una mueca; y luego supo que esta mueca la había visto ya: en la casa de la india había una máscara de madera que los indios se ponían para bailar y que, según decían, representaba "el terremoto".
La frente de esta máscara estaba bordeada por una serie de plumas brillantes que él volvió a encontrar aquí, en el borde que formaba la hierba. En el lugar donde debían estar los ojos, de un modo parecido a lo que ocurría aquí con las raíces, sobresalían troncos redondos; los agujeros de la nariz eran también pequeños troncos que sobresalían de un modo uniforme, sólo que más delgados. Sin embargo, Sorger no reencontró la máscara en la naturaleza de un modo inmediato sino que ella fue surgiendo en el dibujo al que esta naturaleza había dado lugar; y lo que ocurrió aquí no fue propiamente un reencuentro con aquella máscara concreta; fue más bien un repentino, espasmódico cobrar conciencia de lo que son las máscaras; y al mismo tiempo este espasmo llevó al espectador más allá, a la representación de una serie de pasos de danza: en un único momento Sorger estaba viviendo el terremoto y la danza ritual del terremoto.
"La conexión es posible", escribió debajo del dibujo. "Todos y cada uno de los momentos de mi vida encajan los unos con los otros, sin necesidad de elementos intermedios. Existe un vínculo inmediato; lo único que tengo que hacer es "liberarlo con la fantasía"".

Peter Handke
Lento regreso