10.6.20

Humus. Secret Gardens, Ten Rotterdam 2012. Giuseppe Licari



Península

Pertenezco a un país que se duerme en las costas,
un animal cansado, que huele a la tierra
que escarba, y después se echa en ella y vigila.
Una fiera solar, de sacrificio cruento
y de jadeo rociado en los campos segados
muy a ras, como ocurre en la cosecha mísera,
al igual que sus nubes, que están a medio hacer.
Es el filo de Europa, su hoz bien empuñada.
Corta de un mar a otro, en una dirección
opuesta a la del día, de occidente a oriente,
es la tarea de estar al final del camino,
acaba siendo un ceño, con las facciones duras
de aquello que termina.

Y si los descampados no tendrían ciudades,
ni extrarradios áridos que necesitan chatarra
y canciones que emigran lo mismo que su gente.
Los trenes ya van rápidos y olvidamos lo pobre,
el andén riguroso, la espera regional,
larga como las patas del caballo que arranca
las bayas más altas, rojizo y solitario,
que son los adjetivos de los atardeceres.
Si quieres vivir a salvo, pasada la medianoche
levántate sin hacer ruido, que nadie te oiga
cruzar esta península que se duerme en las costas,
y si alguien te pregunta por qué te vas de madrugada,
di que eres extranjero, y que tu nombre es otro.


Sonido de fondo

La pintura, se habla en ella, se llora, se oyen pasos.
Oídla. Escuchad el avance del gas mostaza en Otto Dix,
los gritos de Eva en Massaccio, su ceño oblicuo
de expulsión y maleza, su boca de fruta áspera.
El bisbiseo de los mendigos y el dolor de la pústula.
Grünewald. El imperial tintineo de las monedas
de Quinten Massys, las manos que dicen: "Esto es mío,
te dejo andar; págame el camino, pero llego yo".
Pegad el oído a la pared de Rothko. Nada.
No se oye nada. Pero sí la cuchilla del patinador
en el hielo de los estanques de Brueghel, la hoja
que saja las vértebras y los tendones de la res colgada
por Rembrandt. Escucha el masticar de la muerte,
el chasquido de la mandíbula después de su triunfo,
estate atento a esos caminantes de Friedrich,
hablan solos, se juran no volver jamás. Nunca más.
Las paletadas del entierro de Courbet. Apagan.
Si apuras, oirás la oscilación del silencio
en una soga de Giotto. La desperatio. Campana:
por mucho que taña, que vibre, nunca sonará.
Un motor se acerca a la gasolinera de Hooper,
es un ruido bronco, de animal que abre los surcos
como el arado de Kathë Kollwitz. El soldado de Fabritius,
ronca; ronca un cliente tabernario de Jan Steen.

Oye el arrastrar inválido de Cristina por la hierba
de Andrew Wyeth, el grito deforme de Bacon,
la corriente de aire y el portazo negro de Malévich,
los alaridos en la bóveda del manicomio de Goya,
lo que clama y se descompone como una existencia,
que a veces termina con el golpe seco del suicida de Grötz,
y otras con el roce almidonado de la falda de Artemisia,
que es lo único que ya soportas, y no da tiempo a más.


Árboles finales

Los árboles que nos quedan son aquellos,
los todavía no alcanzados. En sus claros se decide
qué sombra infundir en cada uno de nosotros.
Tienen, a su modo, una voz de llamada hacia arriba,
como el que arquea las manos en torno a la boca
para ser oído en lo más alto y pedir que alguien
se haga cargo de los que estamos aquí. Ultimados.
Todo árbol cobija a un muerto y lo mantiene
en la savia, lo hace suyo y lo ampara, le da un suelo
de corteza y de hojas caídas para él.
Los bosques pueden salvarse en los que han sido,
quiero decir, en el recuerdo que guardamos de ellos.
Tendrá un hogar en el color del haya quien los defienda.
Hay árboles que parecen anteriores a la tierra, los robles
y los tejos, por ejemplo, arraigados en una mano perdida
y mortal que quiso hacer el mundo y no pudo.
    Escuchadlos en sus ramas; nos avisan, aconsejan.
Son las obras completas del reposo.

Ramón Andrés
Los árboles que nos quedan