Portada La ciudad desnuda, 2019. Alberto Ruiz de Samaniego
Para designar o apuntar hacia aquello que no aparece comúnmente de manera visible. La factura solarizada o quemada, por ejemplo, de algunas secuencias cinematográficas, envueltas en un proceso de continua revelación-ocultación; los encuadres en primerísimos planos de lugares, materiales y objetos cotidianos (plumas, pomos de puertas, marcos y mesas, enrejados y balcones), sobre los que el movimiento de la cámara va planeando como en un efecto de barrido voraz y totalitario; provocando una transformación de escala que nos hace pensar en una suerte de filmación aérea, rodando un cuerpo minúsculo como si fuese -diríamos- un sahara. Todo ello confiere a los objetos una entidad verdaderamente ilusoria. Porque, en definitiva, lo real verdadero no es otra cosa que su recorrido óptico. En fin, las focalizaciones y perspectivas extrañas que no sólo no develan la imagen, sino que la mantienen -lejana en su circularidad, o fragmentaria o dislocada- como en su inminencia por siempre diferida. La ruptura también de todo principio narrativo a favor de la mera, y hierática, suspensa cualidad de aparición de las cosas del mundo; del puro mostrarse todo él -aun en una porción tan sesgada o reducida- como un grandioso espectáculo visual; al borde de lo incomprensible, lo monstruoso, o lo maravilloso y, al tiempo, lo monumental. Todo por causa de la propia cercanía, inhóspita y voraz; y por la insistencia maquinal con que a él nos hemos aproximado; y con que lo exploramos y registramos. Con un ansia parecida, con el temblor y el vértigo con que un ciego palparía las superficies incógnitas que se le ofrecen paulatinamente a su (re)conocimiento sorprendido.
Mundo extraño, renovado: vida nueva, por la visión. Cuando ésta se vuelve -casi- auscultación quirúrgica, literalidad de la recreación y el repaso, microexamen: análisis de partículas. En Perec son los lugares, verdaderamente, los que hablan y retienen la atención. Los lugares y las cosas captados unos después de otros en su soberana disposición autónoma, en su irradiación intransitiva, espesa y terca. Pues los lugares -y las cosas- de Perec por lo regular son emplazamientos o realidades muy poco característicos. Faltos de cualquier vestigio de historicidad u hondura ficcional. Ejercen justamente su atracción, o su capacidad de absorción del acto escópico, por su propia dimensión de ausencia o su vaciado. Suelen ser lugares de paso, ámbitos en los que nada invita a demorarse (escaleras y puertas, jardines y ventanas, bancos del parque y callejones grises, barras de cafetería, avenidas, puentes y dinteles: pasajes de un lugar a otro; propiamente: no-lugares) u objetos pulidos y cromados (teléfonos, grifos, barreños de plástico, estilográficas, sillas, lámparas, manillares y papeles) por los que la mirada -como si fuese el tacto- se desliza sin trauma ni resistencia alguna. Sin embargo, la observación perecquiana se demora allí; se detiene en un pequeño detalle del detalle, una protuberancia, un resquicio o un fragmento de cosa o pequeña porción de mundo que, de repente, sugiere una constelación. En la modalidad descriptiva de Perec, en esa su mirada caracterizada por la profunda agudeza de las imágenes, por la fuerza de penetración por sobre las materias con que está construido el mundo, se aprecia, asimismo, el privilegio y el poder de lo pequeño, inscrito a través de todo un proceso de encaje que insiste continuamente sobre la concreción y la disminución, la reducción hasta la miniaturización, la canibalización o puesta en abismo. Bajo la presión, entonces, de un espacio superconstruido, lo que veíamos como al microscopio, de repente muestra su lejanía ingente, o su separación indómita e intrigante, verdaderamente cósmica; como si pasase a ser visto desde un telescopio proustiano. Porque el arte de Perec es, ciertamente, un arte del lugar, en donde el detalle cuenta siempre más -y de manera absolutamente justa y precisa- que el conjunto. Donde la materialidad del signo importa incluso más que aquello que significa. Donde la fisicidad de lo real se impone por sobre la significancia o el uso. Como si el lugar, ya vaciado de toda historia -o todavía no manchado por ella-, por tanto: cuando ya todo ha pasado y el olvido crece, o cuando el sentido todavía no ha impuesto sus reales; como si el lugar -decimos- fuese lo único -o lo último- que queda y cuenta. Como si las historias que por él transitan fuese simplemente eso: historias que vienen y van, o pasan. Sentidos precarios y transitorios de momentos del mundo, que serán -vanos- prontamente olvidados. Porque, en definitiva, y como sugiriera Mallarmé, nada habrá tenido lugar excepto el lugar mismo. He ahí, entonces las razones del efecto del vaciado que comentamos; la ausencia fantasmal y placentera en que, insistentemente, nos sitúa la mirada ante el lugar de Perec. Fascinado -casi hipnotizado- como se halla por la frágil permanencia del lugar frente a la inmisericordia del tiempo y sus desvíos; por su obstinación melancólica y tozuda. Porque esa resistencia- lo sabemos- no habrá de durar siempre. Por la cristalización que allí se produjo, en milagrosa destilación y sortilegio que del espacio hizo la imagen, en medio de ese fluir inevitable del tiempo (1). La imagen es, efectivamente, tiempo coagulado que el ojo habrá de registrar; un ojo que conserva en su caja negra de escritura lo que se ve por última vez. Mirada mesiánica, por tanto, en la medida en que lo mesiánico no habría de ser tanto el fin cronológico del tiempo sino el presente como exigencia de cumplimiento, como aquello que se pone a modo de final.
(1)
El triunfo del espacio sobre el tiempo se manifiesta, por ejemplo, como modelo narrativo en La vida instrucciones de uso: "Al igual que las piezas de un puzzle, los personajes de la novela no se enfrentan en el tiempo -como ocurre frecuentemente en otros relatos- sino que coinciden en el espacio. La relación entre los distintos personajes es el fruto de una yuxtaposición de espacios y no una consecución de tiempos".
Alberto Ruiz de Samaniego
La ciudad desnuda. Variaciones en torno a Un hombre que duerme de Georges Perec

